domingo, 10 de abril de 2011

DESCRÉDITO DEL INTELECTUAL PROGRESISTA

Lo habían previsto escritores intelectuales como Huxley u Orwell y no cejan en confirmarlo pensadores contemporáneos como Irving Kristol, Finkielkraut o Glucksmann: creer que el progreso, por su propia cuenta, nos conduce a la reconciliación social es un error de perspectiva de efectos potencialmente devastadores. Sólo basta recordar en nombre de qué principios se orquestaron las grandes revoluciones de las sociedades del siglo XX en tan enormes y distantes territorios como Rusia, México o China. Todas no sólo se iniciaron con sangre (lo que, hasta cierto punto, resulta inevitable) sino que se mantuvieron inmisericordemente con sangre y desfallecieron con más sangre. ¿Recuerdan las plazas de las Tres Culturas o de Tiananmen, las invasiones de Checoslovaquia y Afganistán, las represiones en Polonia, Georgia o Lituania?
Es posible que aún en tiempos de Diderot y Montesquieu se pudiera considerar honestamente al progreso como el principal dinamizador de las mejoras en las condiciones de vida del hombre. Pero tan pronto como llegaron los siglos XIX y XX se ha demostrado que los espectaculares avances técnicos, científicos y sociales no siempre perfeccionan la vida humana y hasta pueden acarrear su propia desaparición: desde la eutanasia y el aborto planificado (que la izquierda vende como productos del progreso) hasta la bomba nuclear o la búsqueda interesada de la mediocridad y la enajenación que los medios de información de masas y el sistema democrático necesitan para poder sobrevivir.
El mito del progreso ha sido, en realidad, la nueva superstición que vino a ocupar la ausencia de Dios, al que Nietzsche terminó por dar la definitiva puntilla. De este modo el progreso se ha constituido en la nueva y genuina ortodoxia en la que infinidad de intelectuales de la facción más progresista han decidido ejercer el papel de los antiguos sacerdotes. Una comunidad soberbia y un tanto autista, como todas las que detentan la Verdad, que resultó no ser de ideas sino, por el contrario, de creencias, al modo de cualquier otra iglesia. Y Europa ha sufrido en carne propia y ha exportado la nefasta influencia de este tipo de intelectual. Ella los ha creado, en ella se han cultivado y ella, en fin, los ha lanzado por el ancho mundo con autosuficiencia y sin rubor alguno. A intelectuales del tipo de Sartre, Neruda, Marcuse, Saramago o Chomsky habría que recordarles lo obvio: un intelectual no es la referencia moral ni la conciencia crítica de su época. Al menos, estos no pueden ser sus objetivos. Un intelectual es simplemente aquel cuyo juicio, fundado en la reflexión y el conocimiento, es menos arbitrario que el juicio de los no intelectuales.
El siempre incisivo Castoriadis en una memorable intervención, precisamente en un congreso de intelectuales en Valencia en 1987, terminó preguntándose por qué tantos intelectuales que, en teoría, debían ser luminarias de la humanidad se convertían tan a menudo en los apologistas de la tiranía. Y casi siempre en nombre del progreso social, económico o científico. Es llamativo y bastante tétrico que desde aquel célebre “j´accuse” de Zola una desoladora porción de intelectuales de variado pelaje ideológico se hayan alineado a ciegas con el poder derivado del terror de una revolución. Artistas e intelectuales, por fortuna en progresivo descrédito, que como una plaga mórbida han justificado o silenciado el negrísimo historial de personajes tan despreciables como Lenin, Stalin, Mussolini, Hitler, Mao, Pol Pot o Fidel Castro.
No es de extrañar, y hasta se agradece, que se hayan convertido hoy en un trasunto inútil a los que se les hace menos caso aún que a Benedicto XVI o a telepredicadores tipo Darío Fo o Eduardo Galeano. Ellos se lo han buscado.


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