jueves, 15 de diciembre de 2016

"El Calvario" de Chagall o la contaminación cubista



El Calvario. Chagall, 1912.




A pesar de su posición singular en el mundo del arte, que le procuró una relativa independencia con respecto a cualquier compromiso con vanguardia o “ismo” alguno, Marc Chagall fue uno de tantos de los artistas que no fueron capaces de resistirse a las influencias de dos de las más poderosas revoluciones estilísticas de principios del siglo pasado, el cubismo y el futurismo, tan entrelazados por otra parte.
Al poco de su llegada a París en 1910 Chagall, que nunca quiso desprenderse de la tierra rusa pegada a la suela de sus zapatos, decide acercarse al círculo de Max Jacob y Apollinaire y al año siguiente ya expone con los Indépendants junto a pintores como Delaunay, Fernand Leger o Gleizes. De hecho, expone como un cubista más a pesar de que no lo fuera nunca.
En este sentido es muy revelador su imponente “Calvario” de 1912, perteneciente a la colección del MoMA de Nueva York desde 1942. Una obra en la que si, por un lado, su iconografía nos remite claramente a sus habituales estilemas rusos y judíos (el cuerpo desnudo de Cristo, por ejemplo, está semitapado por un chal de oración judío, mientras que los personajes de José de Arimatea, la Virgen y San Juan visten ropas y llevan tocados del folklore ruso), por otro, el tratamiento formal de las figuras y del espacio, abruptamente facetado en distintos planos, nos lleva sin remedio a una manifiesta geometrización de base cubista. Así como en lo tocante al color, esas gamas de verdes, azules y rojos están muy cerca de las empleadas en esos mismos años por el futurismo y más concretamente por un futurista como Boccioni.

Sea como fuere, en Chagall el cubismo y el futurismo nunca pasaron de ser una especie de “manierismos” epidérmicos ya que el artista entendía que ambos estilos daban excesiva importancia a la arquitectura formal del cuadro. En el fondo, pero también en la forma, Chagall nunca dejó de ser un pintor figurativo que practicó lo que podríamos llamar “la figuración de lo ilógico”, esa falta de lógica tan propia de las imágenes oníricas.