martes, 20 de noviembre de 2018

Bella y Hanna, las hijas mayores de Mendel L Nathanson, 1820


A primera vista podría pasar por una pintura francesa pero a poco que reparamos en sus detalles –nítida delimitación del contorno, aséptico tratamiento de la luz, calculada solidificación de la figura y, toda la composición, imbuida de un sobrio sentido de la realidad susceptible de congelar el instante en el tiempo- nos damos cuenta de que no puede ser sino obra de un pintor nórdico. Eckersberg, en concreto.




Puede que entre nosotros el nombre de Christoffer W. Eckersberg apenas nos diga nada pero en Dinamarca, su país natal, su figura goza de la más alta consideración artística y nadie allí le discute su puesto principal en lo que los daneses llaman “edad de oro” de su pintura (primera mitad del siglo XIX). Entre los principales méritos de Eckersberg, por cierto, destaca el haber sido el primer pintor danés en introducir el estudio directo de la naturaleza en sus cuadros a partir de su fecunda estancia en Roma. Aunque no es éste el caso.
Estamos ante un doble y un tanto enigmático retrato: el de las hijas mayores del próspero comerciante Mendel L. Nathanson, a la sazón, el más ferviente mecenas del artista durante su juventud. Sépase, como curiosidad, que dos años antes, en 1818, el pintor había logrado realizar un retrato grupal de toda la familia Nathanson (incluyendo a los ocho hijos del matrimonio) y que con el pago de estas dos obras pudo Eckersberg afrontar los gastos de su propia boda. Circunstancia que nos invita a pensar que debió de poner en ellas todas sus dotes de observador y lo mejor de sus recursos artísticos para satisfacer los deseos de tan rico cliente.
Con todo, hay dos cosas que llaman mi atención en este cuadro, y quiero creer que no solo la mía. En primer lugar, la vigorosa presencia del loro, invitado, a buen seguro, no accidental en el salón familiar. Y luego, el significativo parecido de las dos hermanas que casi parecen réplicas recíprocas.
Por cuanto atañe al loro, su presencia abre la escena a evidentes interpretaciones simbólicas. No puede ser casualidad que dos jovencitas burguesas casaderas (de 19 y 17 años para ser exactos) aparezcan en la intimidad del hogar paterno en compañía nada menos que de un loro exquisitamente enjaulado, siendo la jaula, por lo demás, el único adorno de la habitación, si exceptuamos la presencia de la alfombra. La muchacha de perfil, además de cruzar su mirada con la del pájaro y de acercar una de sus manos a él con intención de interpelarle, luce en sus ropas los mismos colores que el loro en sus plumas, una combinación de verdes y blancos a la que hay que añadir el detalle del pendiente rojo, probablemente de coral. La hermana, de pie y frente al espectador, sostiene en su mano derecha lo que parece un trabajo de labor. ¿Acaso no tiene uno derecho a interpretar al ave de compañía en su bella jaula como símbolo premonitorio de la vida que les espera a las dos jovencitas aun solteras? ¿No son los loros amigos de imitar voces y, de este modo, alegorías de todo aquello que se dispone a aprender y repetir lo que le ordenen? No hay que hacer un gran esfuerzo intelectual para percibir el guiño cómplice del pintor que ve en la jaula el emblema del inevitable destino de cualquier joven burguesa de su tiempo en edad de casarse.
En cuanto al extraño parecido entre ambas –subrayado por el mismo tocado consistente en una trenza que envuelve y recoge un moño alto como si fuera una diadema- bien pudiera tratarse de una decisión salomónica del propio pintor. Ante la usual disyuntiva para un retratista de cómo representar al modelo –si de cara o bien de perfil- Eckersberg decide resolver el problema haciéndolo de las dos formas a la vez. Es entonces como podríamos entender el intento de enfatizar las similitudes físicas de ambas hermanas, hasta el punto de que el cuadro parezca, en realidad, el retrato de una sola persona vista desde dos ángulos distintos.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Monje junto al mar. Friedrich







A pesar de ser consciente de la extrema dificultad que entraña poder añadir a estas alturas algo de mediano interés a lo pensado y dicho por mentes tan penetrantes como las de Brentano, von Kleist, el barón von Ramdohr o Robert Rosenblum sobre esta imperecedera obra de Friedrich siento la necesidad de arriesgar unas breves consideraciones, aunque solo se tomen a beneficio de inventario.
Recuerdo que cuando, por fin, pude enfrentarme directamente a Monje junto al mar este verano en Berlín, liberado de la triste intermediación de la fotografía, todas mis sospechas se vieron, en efecto, confirmadas. En primer lugar, su insólito y desafiante tamaño (110x171 cm) para un cuadro tan falto de relato, tan vacío de historia solo cobra auténtica dimensión in situ. Porque si como paisaje debemos entenderlo, este cuadro desafía todas las convenciones tradicionales del género: ni sol, ni luna, ni montañas en el horizonte, ni tempestad, ni tormenta, ni una mísera barca en el mar. Solo tres irregulares franjas de color en paralelo sin que ninguna de ellas se destaque del resto sobre la planitud de la tela. Ni rastro de perspectiva ni signo alguno de distancia entre los planos.
Como espectadores sentimos el impacto de esta poderosa imagen sin efecto ilusionista alguno. Es un golpe visual sin defensa mental. Así se entiende que el propio von Kleist, en un símil fulgurante, dijera que al contemplarla “se tiene la impresión de que le hubieran cortado a uno los párpados”.
No creo que podamos ser nosotros –tan habituados a la experimentación pictórica que caracterizó el siglo XX- capaces siquiera de imaginar el terror y el asombro que este cuadro, a buen seguro, causó en el ánimo de todo aquel que se acercara a verlo en la Königliche Kunstakademie de Berlín. De total desconcierto debió de ser la impresión general pues la opción radical que adopta Friedrich en él –un monje calvo envuelto en su sayal y rebajado a categoría de minúscula criatura frente a la soberbia y magnífica indiferencia de la naturaleza como probable único tema- es de una temeraria y precoz modernidad.
Lo que Friedrich vuelve a hacer en esta obra es ejercer su proverbial capacidad –casi como un mago- de hacernos ver a través de sus personajes vueltos de espalda aquello que de hecho no se puede ver, sencillamente porque lo que el pintor quiere enseñarnos no está fuera sino dentro de nosotros.