lunes, 23 de enero de 2012

Tocando em frente: una joyita musical.


La voz de Paula Fernandes me cautiva. Esta joven cantante posee un timbre único, como de terciopelo cálido, y canta con esa suave elegancia que sólo los brasileños son capaces de convertir en seña de identidad. Encima, es bella como un cisne.
Tocando em frente es un tema clásico del repertorio de Maria Bethania que aquí Paula Fernandes renueva como si fuera suyo. Lo interpreta a dúo con Leonardo (también brasileño) en una versión en directo que es una delicia oirla. Un tema que empieza con toda una irrebatible declaración de principios: "Voy despacio porque ya tuve prisa/ y llevo esta sonrisa porque ya lloré de más", y cuyo estribillo sostiene que es necesario "conocer las formas y las mañanas/el sabor de la masa y de las manzanas/amar para poder temblar/y la paz para poder sonreir/como la lluvia se necesita para poder florecer".
Por supuesto, mucho mejor dicho en portugués por los juegos de palabras que en castellano son imposibles de mantener.
¡Qué pena que no podamos encontrar tan fácilmente dúos así entre nuestros cantantes actuales!

sábado, 21 de enero de 2012

¿Es la pintura de historia una pintura realista?


¿Es la pintura de historia una pintura realista?

Fromentin, la caza con halcón
en Algeria, 1862
Es siempre llamativa la desorientación que caracteriza a tantas etiquetas artísticas. De todas ellas quizá no sea la de realista la que menos problemas haya dado a la crítica y, sin duda, es una de las más longevas y pertinaces de cuantas acosan al común de los mortales. Por mi parte, no estoy muy seguro de si esto se debe a nuestra inveterada tendencia natural a confundir figuración con realismo o bien a que el ancho paraguas del realismo acoge a más compañías de las que serían deseables.
Sin embargo, al respecto artístico el diccionario de la Real Academia es claro y preciso: entiende como “realista” al partidario del sistema estético que asigna como fin a las obras artísticas o literarias la imitación fiel de la naturaleza. Así lo dice, literalmente.
La definición, por tanto, debería despejar cualquier duda y poner cada cosa en su sitio. Queda claro que según lo afirmado, la pintura de historia no casa ni con el espíritu ni con la letra de tales palabras.
Basta dar un repaso sucinto por el género –desde el rigor neoclásico del padre J-Louis David hasta las obras de un hijo fiel como Gros o las de los descarriados y respondones Géricault o Delacroix- para comprobar cómo si algún fin abriga este tipo de pintura no es el de imitar fielmente la naturaleza sino, más bien, el de trascenderla, a menudo idealizándola, a través de intenciones de carácter espiritual, religioso o político.

el entierro de Ornans, Courbet, 1850


Conviene tener muy en cuenta que el adjetivo “realista” al empezar a ser empleado por críticos comoThéophile Gautier o Champfleury pretendía salvar la irreconciliable distancia que le separaba de las inmediatas corrientes anteriores –aún en boga- como eran el romanticismo (de estirpe alemana) y el propio clasicismo (más académico y francés).
En este sentido, el realismo albergaba en su seno un cierto aire revolucionario y un claro afán científico. No creía en la belleza ideal ni rechazaba ningún tema social por feo que pudiera resultar. Su apóstol, no haría falta subrayarlo, fue Courbet pero los que dieron la última vuelta a la tuerca realista fueron, aunque pueda parecer desconcertante, los pintores impresionistas. El impresionismo y sus derivados, con sus preocupaciones por los efectos directos de la luz natural y su interés por las teorías ópticas de un Chevreul (1839) desarrolladas luego en las “leyes de contrastes simultáneos” y de “los colores complementarios”, no es otra cosa que el final de etapa del viaje realista en el siglo XIX.
Un pintor como Eugène Fromentin, ortodoxo practicante del género de historia y, por tanto, bastante descreído de todo aquello que oliera a moderno, lo había sentenciado en un artículo publicado en La revue des Deux-Mondes: “El dogma realista no tiene más fundamento que una mejor y más correcta observación de las leyes de los colores”.  Y acto seguido se permitía añadir, desde lo alto de su reputado pedestal, que eso tendría algún valor pictórico si los realistas supieran pintar bien. Es aquí donde se esconde el quiz de la cuestión. ¿Qué es “pintar bien” para Fromentin? Sin duda, pintar atendiendo escrupulosamente al perfecto acabado, a la superficie pulida, a la composición rigurosamente equilibrada y, en suma, a lo que el intendente imperial en cuestiones artísticas, el conde de Nieuwekerke, consideraba pintura digna del Salón oficial. Por cierto, habría que aclarar que es el mismo aristócrata que se atrevió a decir delante de ciertos cuadros de Millet, Daubigny y Corot “esto es pintura de demócrata, de esa gente que no se muda de ropa interior y que trata de imponerse a la gente decente. Me disgusta y me asquea…”.
Gros, Napoleón batalla de Eylau,1810
Seguramente Fromentin y Baudry y Cabanel y Bouguereau y, por encima de todos, Meissonier no le disgustaban ni le asqueaban en absoluto. Todos ellos, por cierto, cultivadores, muchas veces, de la historia como tema en la pintura. Pero ninguno nunca realista.
En cualquier caso, pintores que no convendría hoy anatemizar con adjetivos tan desgraciados como “pompier” o “Kitsch”. A un artista hay que juzgarlo con criterios lo menos coyunturales y tornadizos posibles. La pregunta es ¿se ajustan convenientemente sus medios a sus fines? Si es así, nos iría mejor con olvidarnos de los juicios destemplados y tendenciosos y dejarlos para cuestiones más ligeras.
Sin embargo, no puedo –ni quiero- resistirme a transcribir una de esas opiniones contundentes, sobre todo porque viene al caso y es, además, cosecha de Edmond Duranty, quizá el misionero más lúcido y brillante de la “nueva pintura”.  En su “La nouvelle peinture, a propos du groupe d´artistes qui expose dans les galeries Durand-Ruel” (1876), refiriéndose al colectivo de pintores de historia, dice: “Se esfuerzan en amalgamar todos los manierismos; disponen sobre sus telas unas figuras desvaídas y acartonadas que han copiado sin gracia de los venecianos, sobrecargando los colores hasta encenderlos o diluyéndolos hasta apagarlos (…)sirven en mezcolanza un insólito guiso seco y demasiado hecho, una ensalada de tristes líneas angulosas y torpes, de colores desentonados, unas veces demasiado insípidos y otras, demasiado ácidos, una confusión de formas tan gráciles como desgarbadas, tan enfáticas como morbosas. Solamente los interesados en una arqueología en plena evolución (…) consiguen encontrar un poco de interés en este arte negativo y encopetado (…) Todas las convenciones se dan cita en él, en él falta todo aquello que es inherente al hombre, a su individualidad, a su espíritu (…) Estos pintores ignoran que los grandes artistas, los espíritus inteligentes, iluminan los detalles antiguos, la tradición, con la luz de la vida moderna”.
Duranty se sigue despachando a gusto varias páginas más pero creo que con esto es suficiente.






viernes, 20 de enero de 2012

EL MOMENTO VIOLETA


EL MOMENTO VIOLETA



En este momento todo lo vemos violeta,

pero ya pasará. 

Puede que sea por la hora

o porque estamos solos

o porque un recuerdo nos visita,

pero ya pasará.



Y quizá no sea bueno tan largo paseo por la playa

y dejar a la memoria libre y sin visado

y no saber ajustarse a un reglamento,

pero ya pasará.



En momentos así, de pronto, tan violetas

uno querría saber cantar un canto dulcísimo

en el sagrado silencio de esta anochecida

-aunque solo fuera por merecer tanta riqueza-,

pero ya pasará.


miércoles, 11 de enero de 2012

Delirious New York

Llegar a Nueva York en barco desde la vieja Europa debe de ser un festín para los ojos y la mejor de las recompensas después de una larga travesía de horizontes tan abiertamente planos. Una recompensa, por lo demás, muy cinematográfica, de lo más americana.

Flatiron, 1902
Yo, sin embargo, tuve que conformarme con hacerlo en avión, pues no disponía de más de una semana. Y en vez de encontrarme a cámara lenta con la costa de Jersey y el puente de Bayonne y la Estatua de la Libertad y las gaviotas planeadoras sobre las herrumbres de los gastados espigones me topé, de pronto, con un inquisitivo agente de aduanas (How long you plan to stay in America?) en una alborotada y plebeya terminal de aeropuerto en la que tuve que dejar impresas mis huellas dactilares, ¡de los diez dedos!
Decía Ambroise Vollard, que gozó del privilegio de poder avistarla desde el mar, que nunca olvidaría el espectáculo impresionante que la ciudad le ofreció cuando antes de desembarcar en el muelle parecía que iba "pasando revista a todos esos enormes cubos de piedra que evocan una actividad de gigantes". Y así es: Nueva York es una ciudad de gigantes, un esfuerzo sólo apto para titanes. En 1936, justo cuando Vollard arribó a la nueva capital del mundo, la fiebre constructora de las prodigiosas dos décadas anteriores había dado ya lo mejor de sus frutos, desde el legendario edificio Flatiron de Daniel H. Burnham & Co. (1902) o la enorme mole neogótica del Woolworth de Cass Gilbert (1913) al non plus ultra del Art Déco en vertical de la torre Chrysler, proyectada por Van Alen (1930), y el no menos mítico Empire State de Shreve, Lamb y Harmon, acabado en plena depresión económica, lo que hizo que centenares de sus carísimos metros cuadrados de oficinas y despachos permanecieran vacíos durante años y años.
Chysler, 1930
El mismo Vollard, atraído por la fascinación del edificio, le pidió a su guía que lo acompañara hasta lo más alto. Un poco amedrentado por la altura del coloso le preguntó, "¿cuánto tiempo se necesita para subir hasta arriba?" "Un segundo por piso -le constestó su guía- Pero dicen los ingenieros que en el futuro se reducirá aun más". Y añadió no sin cierta perfidia: "el otro día se le paralizó el corazón a un señor mientras subía". Como Vollard, en pleno sobresalto pero ya dentro del ascensor, no pudo evitar  pedirle una aclaración al respecto, el guía le espetó como si tal cosa: "cuando a uno se le paraliza el corazón, se muere uno, caballero".
Yo, que ya subí sus ochenta y dos pisos (tiene más, pero preferí parar aquí) en bastante menos que en ochenta y dos segundos, no recuerdo la más leve arritmia cardíaca pero sí una inmensa contrariedad al reparar en lo nublado del día y en lo distraído que anduve a la hora de elegir el mejor momento para subir y disfrutar de unas vistas que, de haber estado despejado, me hubiesen ofrecido una impresión probablemente definitiva de una ciudad única.
Eso sí, al menos ese invierno pude ver cómo la nieve caía durante horas en Central Park haciendo que la ciudad pareciera templar su habitual algarabía.
San Remo Apartments, 1930

martes, 10 de enero de 2012

playa de Bateles. Joaquín Sáenz


Playa de Bateles


1998. Óleo sobre lienzo.
Colección del artista.


Joaquín Sáenz ha amanecido y anochecido tantas veces en las playas de Conil que las playas de Conil nos parecen una emanación de Joaquín Sáenz. En grises otoñales, con el azul y el verde de la primavera, del ebúrneo blanco del verano la luz y el aire de estas playas se han ido impregnando a ritmo lento mientras el pintor los reflejaba desde su templada paleta. La playa de Bateles, por ejemplo, con la ruinosa torre de Castilnovo en lontananza, ha sido pintada, a lo largo de más de veinte años, hasta la pura absorción.
Sólo es necesario repasar las numerosas versiones que de esta playa (y casi desde idéntico ángulo) el artista nos ha ido brindando en diferentes horas del día y estaciones del año, con la marea alta o en amplísimas bajamares, salpicada de casetones y siempre vacía de bañistas y paseantes. Estamos, en esta enésima versión de 1998, ante una de sus últimas revisitaciones y todo en ella nos parece más deshabitado y desnudo que nunca: los blandos kilómetros de arena, la lengua, de un azul entre el cielo y el acero, del océano, la larga mancha de la línea de horizonte en forma de nubecilla, agrisada como buche de pichón. La pincelada barrida y de la calidad de una sutil aguada nos susurra que estamos solos, absolutamente solos frente a lo creado, a lo que está ahí y ha estado siempre, desde el principio de los siglos, antes que nosotros y no nos ha necesitado. No es otro el rumor que nos llega.
Aquí no se alude a una dimensión mayor ni a una mayor definición de los límites de los espacios. Aquí la vibración es el estado último de la pintura. No hay dramatización ni retórica del vacío. Los sentimientos de soledad o de intensidad cobran un aire introspectivo y sutilmente melancólico. La enormidad de esa llanura arenosa y vacía no nos llena de pavor gracias a la suavidad de las gamas cromáticas, la difuminación vibrante de las cosas y por la amable luz que las habita.
Sin embargo, ese silencio...


Nota: De mi libro "Conversaciones con Joaquín Sáenz" editado por el Museo de Alcalá de Guadaira y la Diputación de Sevilla.


jueves, 5 de enero de 2012

Días sin Nubes

¿Cómo escribir, con lo que cuesta,
cuando templa el sol de invierno
y los días son láminas candentes
-uno igual al otro y al siguiente-
y diciembre se renueva en enero
y desde la terraza te reclama la playa
para un largo paseo hasta donde anidan
las gaviotas enanas y los correlimos orillean?

¿Cómo seguir ponderando locuciones
en estos días felices y sin nubes?