Jacques Louis
David, retrato de la condesa de Sorcy
Desde un principio Jacques-Louis
David se vio llamado a ser algo más que un pintor. Pareciéndole poca cosa ser
mero testigo de la historia, resolvió pasar a la acción hasta lograr
convertirse en uno de los protagonistas de su tiempo. Consciente de sus
portentosas capacidades de artista y equipado con el inconfundible ego de los
líderes redentoristas David se acercaría al poder político tanto para adularlo
como para fustigarlo; Y, en ocasiones, para hacer las dos cosas sucesivamente.
Buscador perseverante del favor
real para conseguir el prestigioso Premio de Roma -que alcanzaría por fin en
1774 en su cuarta tentativa- terminará, años después, votando, ya como diputado
jacobino, la muerte del mismo rey en 1793. Hecho prisionero después de la caída
en desgracia del sanguinario Robespierre decide metamorfosearse en el principal
propagandista artístico de Napoleón, que lo nombra primer pintor del Imperio,
encargándole la creación de toda una nueva iconografía del poder. Deportado
Napoleón, David es proscrito de Francia por ley y termina sus días pintando
asuntos mitológicos en Bruselas, donde muere en 1825.
Grandes obras, de una perfección
formal un tanto enfática y un punto grandilocuentes en su narrativa, como
“Belisario pidiendo limosna” (1781), “El juramento de los Horacios” (1784) o
“El rapto de las Sabinas” (1799), por poner tres ejemplos célebres, dan buena
cuenta de su particular concepto de belleza, tan idealizado como ideologizado.
Pero, al lado del inflamado pintor-antorcha, del ferviente moralista, convive
un maestro del retrato, hondo y sensible, imposible de superar en sutileza a la
hora de transcribir con quirúrgica elegancia la naturaleza de las emociones
humanas, siempre contenidas. A su lado, por ejemplo, los retratos de Ingres
-que aprendió de él los secretos de su
técnica- adolecen de cierta falta de carácter y, aun siendo formalmente
impecables, nos resultan ligeramente afectados.
Si hemos elegido el retrato de la
condesa de Sorcy no es sino porque recordamos con cierto detalle haberlo visto
este verano en la Neue Pinakothek de Munich y lo tenemos, por tanto, más fresco
en nuestra memoria, pero podríamos haber elegido, por razones muy parecidas,
los de la marquesa d'Orvilliers (1790), madame A. Pastoret (1791) o madame
Marie Louise Trudaine (1792) y la sensación de hallarse ante una auténtica obra
maestra no sería en absoluto distinta.
Pintado al año siguiente del
estallido de la Revolución -el mismo año en el que acepta el reto de pintar un
lienzo monumental que reflejaría el histórico Juramento del Juego de la
Pelota en Versailles, y que nunca llegaría a terminar- este retrato
permanece todavía en deuda con el tipo de retrato que David -y no solo él sino
también una pintora tan reconocida y prestigiosa como Vigée Le Brun- practicaba antes de la sublevación
revolucionaria. 1790 fue un año de relativa calma social y David siguió, sin
mayores problemas, satisfaciendo los encargos que la alta burguesía ilustrada y
la aristocracia le demandaban. Anne-Marie-Louise Thélusson era, en este
sentido, una representante prototípica de dicha clientela: hija de un
acaudalado banquero suizo residente en París termina casándose con Jean-Isaac
Thélusson, conde de Sorcy, asímismo vástago de una saga de banqueros también
suizos de origen protestante.
Lo primero que nos asombra es la
insólita desenvoltura con que David aborda a tan noble dama. Sentada de medio
lado en un sobrio sillón Luis XVI (tapizado en fino terciopelo granate), la
joven condesa nos mira de frente sin rigor y con franca confianza. El pintor
nos la presenta cercana, sin barrera visual alguna que desvíe nuestra atención.
La aparente sencillez de su atuendo (en exquisita armonía de blancos y ocres de
muy débil saturación) sumada al informal peinado enfatizan la apariencia de
juvenil naturalidad de la retratada. Todos los detalles superfluos parecen
haber sido suprimidos. La lacónica elegancia y la gracia que irradia el retrato
quedan definitivamente refrendadas no solo por la lúcida pureza de la
coloración sino, sobre todo, por el maravilloso fondo gris -frotis atmosférico
de hipnótica belleza- sobre el cual se perfila la figura. Así, el efecto de
fascinación que ésta ejerce sobre nosotros no es el resultado de la
sofisticación de una pose o bien de los lujosos accesorios que la pudieran
adornar -aun cuando el chal de cachemira que le cubre medio pecho fuese una
prenda de refinada elegancia- sino, antes bien, del supremo talento artístico
del pintor para convertir un retrato de encargo en una verdadera alegoría de la
clasicidad.