lunes, 10 de diciembre de 2018

Jacques Louis David. Retrato de la condesa de Sorcy


Jacques Louis David, retrato de la condesa de Sorcy





Desde un principio Jacques-Louis David se vio llamado a ser algo más que un pintor. Pareciéndole poca cosa ser mero testigo de la historia, resolvió pasar a la acción hasta lograr convertirse en uno de los protagonistas de su tiempo. Consciente de sus portentosas capacidades de artista y equipado con el inconfundible ego de los líderes redentoristas David se acercaría al poder político tanto para adularlo como para fustigarlo; Y, en ocasiones, para hacer las dos cosas sucesivamente.
Buscador perseverante del favor real para conseguir el prestigioso Premio de Roma -que alcanzaría por fin en 1774 en su cuarta tentativa- terminará, años después, votando, ya como diputado jacobino, la muerte del mismo rey en 1793. Hecho prisionero después de la caída en desgracia del sanguinario Robespierre decide metamorfosearse en el principal propagandista artístico de Napoleón, que lo nombra primer pintor del Imperio, encargándole la creación de toda una nueva iconografía del poder. Deportado Napoleón, David es proscrito de Francia por ley y termina sus días pintando asuntos mitológicos en Bruselas, donde muere en 1825.
Grandes obras, de una perfección formal un tanto enfática y un punto grandilocuentes en su narrativa, como “Belisario pidiendo limosna” (1781), “El juramento de los Horacios” (1784) o “El rapto de las Sabinas” (1799), por poner tres ejemplos célebres, dan buena cuenta de su particular concepto de belleza, tan idealizado como ideologizado. Pero, al lado del inflamado pintor-antorcha, del ferviente moralista, convive un maestro del retrato, hondo y sensible, imposible de superar en sutileza a la hora de transcribir con quirúrgica elegancia la naturaleza de las emociones humanas, siempre contenidas. A su lado, por ejemplo, los retratos de Ingres -que aprendió de él los secretos de  su técnica- adolecen de cierta falta de carácter y, aun siendo formalmente impecables, nos resultan ligeramente afectados.
Si hemos elegido el retrato de la condesa de Sorcy no es sino porque recordamos con cierto detalle haberlo visto este verano en la Neue Pinakothek de Munich y lo tenemos, por tanto, más fresco en nuestra memoria, pero podríamos haber elegido, por razones muy parecidas, los de la marquesa d'Orvilliers (1790), madame A. Pastoret (1791) o madame Marie Louise Trudaine (1792) y la sensación de hallarse ante una auténtica obra maestra no sería en absoluto distinta.
Pintado al año siguiente del estallido de la Revolución -el mismo año en el que acepta el reto de pintar un lienzo monumental que reflejaría el histórico Juramento del Juego de la Pelota en Versailles, y que nunca llegaría a terminar- este retrato permanece todavía en deuda con el tipo de retrato que David -y no solo él sino también una pintora tan reconocida y prestigiosa como Vigée Le  Brun- practicaba antes de la sublevación revolucionaria. 1790 fue un año de relativa calma social y David siguió, sin mayores problemas, satisfaciendo los encargos que la alta burguesía ilustrada y la aristocracia le demandaban. Anne-Marie-Louise Thélusson era, en este sentido, una representante prototípica de dicha clientela: hija de un acaudalado banquero suizo residente en París termina casándose con Jean-Isaac Thélusson, conde de Sorcy, asímismo vástago de una saga de banqueros también suizos de origen protestante.
Lo primero que nos asombra es la insólita desenvoltura con que David aborda a tan noble dama. Sentada de medio lado en un sobrio sillón Luis XVI (tapizado en fino terciopelo granate), la joven condesa nos mira de frente sin rigor y con franca confianza. El pintor nos la presenta cercana, sin barrera visual alguna que desvíe nuestra atención. La aparente sencillez de su atuendo (en exquisita armonía de blancos y ocres de muy débil saturación) sumada al informal peinado enfatizan la apariencia de juvenil naturalidad de la retratada. Todos los detalles superfluos parecen haber sido suprimidos. La lacónica elegancia y la gracia que irradia el retrato quedan definitivamente refrendadas no solo por la lúcida pureza de la coloración sino, sobre todo, por el maravilloso fondo gris -frotis atmosférico de hipnótica belleza- sobre el cual se perfila la figura. Así, el efecto de fascinación que ésta ejerce sobre nosotros no es el resultado de la sofisticación de una pose o bien de los lujosos accesorios que la pudieran adornar -aun cuando el chal de cachemira que le cubre medio pecho fuese una prenda de refinada elegancia- sino, antes bien, del supremo talento artístico del pintor para convertir un retrato de encargo en una verdadera alegoría de la clasicidad.