lunes, 22 de junio de 2020

Arte y Vida

Sin titulo, Donald Judd, 1972


El arte no es la vida. Empecemos por ahí. En todo caso, el arte es algo que contradice a la vida, algo que irremediablemente la refuta. La vida es, por esencia, transitoria e inestable y siempre acaba mal. El arte, en cambio, es permanente o, como mínimo, aspira a serlo. En esto, como en algunas otras cosas, no conviene desobedecer mucho a los griegos clásicos para los que la cultura en general y el arte en particular eran actividades “contemplativas”.
Hannah Arendt, que no era sospechosa de ser precisamente muy platónica, decía –y la apreciación me parece tan precisa como preciosa- que en una obra de arte el creador proyecta una idea o una emoción en un objeto que está fuera de él. Y añadía: “Siendo así, el único criterio no social y verdadero para juzgar las cosas específicamente culturales es su permanencia relativa y aun su posible inmortalidad. Solamente lo que es capaz de durar en el tiempo puede pretender ser un objeto cultural”.
Lo que ocurrió a partir de la eclosión de las vanguardias a principios del siglo pasado fue que esta visión del arte y de lo cultural fue puesta en solfa, por arcaica y reaccionaria, no por las masas iletradas o los representantes de la cultura “de medio pelo” sino, paradójicamente, por la intelectualidad y las élites rectoras de la cultura moderna. El meollo del arte y la cultura, sostenían muchos artistas y buena parte de la crítica, se había desplazado de la obra en sí a la personalidad del artista o, lo que es lo mismo, del objeto con vocación de permanencia al proceso transitorio. La obra de los llamados “pintores de la acción” y el subsecuente trabajo teórico de un crítico como Harold Rosenberg son ejemplos canónicos de lo que digo.
Pero si la pintura es fundamentalmente acción no hay entonces diferencias cualitativas entre el apunte inicial y el objeto final. No hay, pues, jerarquías en el arte nuevo y cada acto es un suceso por sí mismo. Esta sería una de las consecuencias de eliminar cualquier diferencia entre el arte y la vida. Otra: que el objeto acabado, si es que lo está, tiene menos significación que los distintos procedimientos que le dieron origen.
Lo que más llama la atención es que a pesar del importante calado de estos cambios en el paradigma estético moderno, el propio talante anti-intelectual y disolvente de este arte nuevo (preocupado en borrar de una vez por todas la frontera entre el arte y la vida) no ha conseguido, no solo revolucionar de manera irreversible la forma estética tradicional, sino ni tan siquiera ofrecer una sola obra artística arquetípica, capaz de representar el espíritu de su época.  Aunque, quizá, eso sería ya mucho pedir en una época como la nuestra.


martes, 16 de junio de 2020

Indefensos ante la Calamidad





Triunfo de la muerte, Brueghel el viejo, 1542






De nuevo nos ha golpeado la calamidad. Y, como lo ha venido haciendo a lo largo de la historia, volverá otra vez a golpearnos en el futuro cuando menos lo esperemos. Nuestra sociedad occidental no está preparada moral ni intelectualmente para las calamidades. El racionalismo, por una parte, interpreta cualquier contratiempo existencial como un problema para el que hay que encontrar una oportuna solución aplicando, sin más contemplaciones, el principio lógico de que cada pregunta concreta exige una respuesta determinada. Y, por otra parte, sostiene que la eficiencia económica y el desarrollo tecnológico harán realizable la utopía de la de la satisfacción general de las necesidades básicas de la población.
Hasta el siglo XIX las sociedades humanas han estado preparadas para la calamidad gracias a los viejos asideros trascendentales de la realidad. Tradicionalmente el asidero por antonomasia fue la religión, que lograba proyectar un orden cósmico sobre el plano de la experiencia humana. Pero, desde el Renacimiento, las sociedades modernas han ido sustituyendo la religión por distintas utopías en absoluto trascendentes, utopías que, muy al contrario, deben realizarse a lo largo de la historia a través, fundamentalmente, del avance científico y del progreso tecnológico.
El problema real de la modernidad ha sido el de la creencia. Y por eso las distintas crisis que hemos ido encadenando desde, al menos, la segunda mitad del siglo XVIII han sido crisis del espíritu, pues los nuevos asideros han demostrado ser ineficaces e ilusorios mientras que los viejos han quedado inservibles por inverosímiles. Una situación que, como sociedad, nos ha llevado al nihilismo. A falta de un pasado donde apoyarse y de un futuro en el que poder creer solo nos ha quedado el vacío. Todavía en época de Nietzsche el nihilismo podía ser una filosofía provocadora y de poderes casi taumatúrgicos pero hoy, que ya no queda nada por destruir ni nada significativo en que creer, el nihilismo posmoderno ha demostrado ser el aliado cultural más eficaz de nuestra indefensión ante la calamidad.