viernes, 5 de mayo de 2017

Gottlieb y Rothko:contra la interpretación


Que Mark Rothko y Adolph Gottlieb mantuvieron desde casi el inicio de sus carreras una estrecha e intelectualmente activa amistad es un hecho de sobra conocido. Baste citar, sin ir más lejos, la famosa carta al responsable de Arte del New York Times de junio de 1943 o la transcripción de la entrevista radiofónica para una emisora neoyorquina, en octubre del mismo año, cuyo título, “El retrato y el artista moderno”, ya presagiaba una suerte de manifiesto. Carta y transcripción que ambos rubricaron con idéntico propósito: imponerse como legítimos representantes de una nueva corriente pictórica enfrentada a la tradición nativa y realista de la Escuela de Ashcam que, en Nueva York, lideraba el pintor John Sloan. Y, de paso, cargar contra la crítica oficial que, según ellos, era la responsable de los malentendidos en torno a sus obras. Así, la carta al NYT comenzaba con esta indisimulada acusación: “Para el artista el funcionamiento de la mente de un crítico es uno de los misterios de la vida. Esta es la razón, suponemos, por la que el artista se queja de ser malinterpretado, especialmente por el crítico, que se ha convertido en un irritante administrador de lugares comunes”. A la que añadían luego, no sin cierta ironía, este trallazo: “no existe ningún texto capaz de explicar nuestros cuadros. Su explicación debe surgir de la experiencia que se consuma entre el cuadro y el espectador. La apreciación del arte consiste en un matrimonio de mentes. Y en el arte, como en el matrimonio, la falta de consumación es causa de nulidad”.

Gottlieb. Mist. 1961

Y todo esto en 1943, cuando ni Gottlieb ni Rothko habían siquiera empezado a ensayar con los efectos emocionales del color y de la forma en el espacio de una superficie preestablecida que, en la década siguiente, marcaría el signo de sus respectivas obras.  No hay que olvidar que en los años 40 ambos pintores practicaban una figuración de carácter totémico, en la que desarrollaron motivos relacionados con la mitología predominantemente griega. Recordemos la serie de cuadros sobre el mito de Edipo de Gottlieb o los de Rothko dedicados al sacrificio de Ifigenia.
Enseguida la crítica especializada se lanzó a las consabidas interpretaciones psicoanalíticas y a relacionar sus obras con el Surrealismo y otras corrientes de pensamiento europeas sin reparar en que a ellos, por el contrario, el uso de tales motivos mitológicos les ofrecía la posibilidad, más práctica y elemental, de tomar distancia con respecto  a su propio ambiente artístico, dominado en aquel entonces tanto por el realismo social como por la persistente herencia cubista. El uso libre del mito les ofrecía, por tanto, una posible vía de escape y la esperanza de que trabajando un nuevo motivo, distinto de los habituales, se podía desarrollar también un nuevo acercamiento a la pintura, un acercamiento de carácter mucho más técnico. No obstante, estas consideraciones fueron pasadas por alto por parte de los más notables críticos de arte de la época que prefirieron echar mano de los “lugares comunes” que les prestaba la Cultura.
Y así, cuando en los años 50 la evolución de estos dos artistas llega a alcanzar su punto de maduración, al abandonar las estructuras complejas, simplificar sus formas, complejizar el color y aumentar considerablemente el tamaño de los formatos, las interpretaciones de los críticos siguieron optando por los “lugares comunes” de la Cultura (más evidentes en el caso de Gottlieb) como, por ejemplo, las típicas dualidades “masculino-femenino, Yin-Yang o tierra-cielo”. Y aunque es evidente que las asociaciones con esas dualidades subyacentes  pueden tener cabida en la recensión crítica, lo que llama poderosamente la atención –y nunca dejaron de denunciar Gottlieb y Rothko- es el hecho principal e incontrovertible de que, antes que nada, ambos son pintores, y pintores abstractos, es decir, absorbidos por los problemas formales y por las interacciones del color y la forma en el espacio.


Rothko. Orange, red, orange. 1961

En una conversación con el crítico de arte David Sylvester Gottlieb llegó a afirmar: “mientras pinto mi desafío es saber relacionar en una superficie dos formas, y este es el problema que me ha ocupado en los últimos años (…) No soy consciente de si esa relación entre dos formas tiene una connotación emotiva de un carácter o de otro. Mientras pinto estoy totalmente absorbido por los problemas técnicos. A la vez, incluso antes de comenzar a pintar, me tengo que cargar (…) Cuando siento que estoy cargado del todo y listo para trasladar esa energía a la tela no reparo en analizar ni en ver mi trabajo de manera objetiva. Debo dar rienda suelta a mis sentimientos, y solamente después soy capaz de darme cuenta de cuáles eran realmente esos sentimientos. Para mí esto forma parte de la grandeza y la fascinación de la experiencia de pintar: el hecho de que el propio proceso de pintar me hace tomar conciencia de mí mismo”.

La cuestión de que esas dos formas (a veces, tres) tiendan al rectángulo en Rothko y al círculo y a la mancha pictográfica en Gottlieb puede obedecer tanto a una razón formal como sentimental.  O tal vez a una combinación de ambas. Ahora bien, los efectos que la visión de sus obras de madurez provocan en el espectador sensible son de tal impacto emocional que difícilmente podrán ser olvidados jamás. Precisamente porque no necesitan de ninguna interpretación.