Que Mark Rothko y Adolph Gottlieb mantuvieron desde casi el
inicio de sus carreras una estrecha e intelectualmente activa amistad es un
hecho de sobra conocido. Baste citar, sin ir más lejos, la famosa carta al
responsable de Arte del New York Times
de junio de 1943 o la transcripción de la entrevista radiofónica para una
emisora neoyorquina, en octubre del mismo año, cuyo título, “El retrato y el artista moderno”, ya
presagiaba una suerte de manifiesto. Carta y transcripción que ambos rubricaron
con idéntico propósito: imponerse como legítimos representantes de una nueva
corriente pictórica enfrentada a la tradición nativa y realista de la Escuela
de Ashcam que, en Nueva York, lideraba el pintor John Sloan. Y, de paso, cargar
contra la crítica oficial que, según ellos, era la responsable de los
malentendidos en torno a sus obras. Así, la carta al NYT comenzaba con esta indisimulada acusación: “Para el artista el
funcionamiento de la mente de un crítico es uno de los misterios de la vida.
Esta es la razón, suponemos, por la que el artista se queja de ser
malinterpretado, especialmente por el crítico, que se ha convertido en un
irritante administrador de lugares comunes”. A la que añadían luego, no sin
cierta ironía, este trallazo: “no existe ningún texto capaz de explicar
nuestros cuadros. Su explicación debe surgir de la experiencia que se consuma
entre el cuadro y el espectador. La apreciación del arte consiste en un
matrimonio de mentes. Y en el arte, como en el matrimonio, la falta de
consumación es causa de nulidad”.
Gottlieb. Mist. 1961 |
Y todo esto en 1943, cuando ni Gottlieb ni Rothko habían
siquiera empezado a ensayar con los efectos emocionales del color y de la forma
en el espacio de una superficie preestablecida que, en la década siguiente,
marcaría el signo de sus respectivas obras.
No hay que olvidar que en los años 40 ambos pintores practicaban una
figuración de carácter totémico, en la que desarrollaron motivos relacionados
con la mitología predominantemente griega. Recordemos la serie de cuadros sobre
el mito de Edipo de Gottlieb o los de Rothko dedicados al sacrificio de
Ifigenia.
Enseguida la crítica especializada se lanzó a las consabidas
interpretaciones psicoanalíticas y a relacionar sus obras con el Surrealismo y
otras corrientes de pensamiento europeas sin reparar en que a ellos, por el
contrario, el uso de tales motivos mitológicos les ofrecía la posibilidad, más
práctica y elemental, de tomar distancia con respecto a su propio ambiente artístico, dominado en
aquel entonces tanto por el realismo social como por la persistente herencia
cubista. El uso libre del mito les ofrecía, por tanto, una posible vía de
escape y la esperanza de que trabajando un nuevo motivo, distinto de los
habituales, se podía desarrollar también un nuevo acercamiento a la pintura, un
acercamiento de carácter mucho más técnico. No obstante, estas consideraciones
fueron pasadas por alto por parte de los más notables críticos de arte de la
época que prefirieron echar mano de los “lugares comunes” que les prestaba la
Cultura.
Y así, cuando en los años 50 la evolución de estos dos
artistas llega a alcanzar su punto de maduración, al abandonar las estructuras
complejas, simplificar sus formas, complejizar el color y aumentar
considerablemente el tamaño de los formatos, las interpretaciones de los
críticos siguieron optando por los “lugares comunes” de la Cultura (más
evidentes en el caso de Gottlieb) como, por ejemplo, las típicas dualidades
“masculino-femenino, Yin-Yang o tierra-cielo”. Y aunque es evidente que las
asociaciones con esas dualidades subyacentes
pueden tener cabida en la recensión crítica, lo que llama poderosamente
la atención –y nunca dejaron de denunciar Gottlieb y Rothko- es el hecho
principal e incontrovertible de que, antes que nada, ambos son pintores, y
pintores abstractos, es decir, absorbidos por los problemas formales y por las
interacciones del color y la forma en el espacio.
Rothko. Orange, red, orange. 1961 |
En una conversación con el crítico de arte David Sylvester
Gottlieb llegó a afirmar: “mientras pinto mi desafío es saber relacionar en una
superficie dos formas, y este es el problema que me ha ocupado en los últimos
años (…) No soy consciente de si esa relación entre dos formas tiene una
connotación emotiva de un carácter o de otro. Mientras pinto estoy totalmente
absorbido por los problemas técnicos. A la vez, incluso antes de comenzar a
pintar, me tengo que cargar (…) Cuando siento que estoy cargado del todo y
listo para trasladar esa energía a la tela no reparo en analizar ni en ver mi
trabajo de manera objetiva. Debo dar rienda suelta a mis sentimientos, y
solamente después soy capaz de darme cuenta de cuáles eran realmente esos
sentimientos. Para mí esto forma parte de la grandeza y la fascinación de la
experiencia de pintar: el hecho de que el propio proceso de pintar me hace
tomar conciencia de mí mismo”.
La cuestión de que esas dos formas (a veces, tres) tiendan al
rectángulo en Rothko y al círculo y a la mancha pictográfica en Gottlieb puede
obedecer tanto a una razón formal como sentimental. O tal vez a una combinación de ambas. Ahora
bien, los efectos que la visión de sus obras de madurez provocan en el
espectador sensible son de tal impacto emocional que difícilmente podrán ser
olvidados jamás. Precisamente porque no necesitan de ninguna interpretación.
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