miércoles, 29 de junio de 2016

DANIEL BILBAO. LA SEDUCCIÓN ARQUITECTÓNICA



No revelamos nada nuevo si destacamos la explícita y asidua presencia de la obra arquitectónica en la pintura de Daniel Bilbao. Ya desde su primera exposición individual, allá por el año 91 del pasado siglo, el joven pintor nos confesaba su querencia por los paisajes urbanos deteniendo su mirada en torno a una serie de motivos y ambientes industriales (estructuras de muelles, barcos-guía, vagones y estaciones solitarias) todos ellos en trance de abandono y amenaza de ruina. Construcciones que, de algún modo, el tiempo había ido dejando sin utilidad ni sentido y que en manos del pintor se convertían en un conjunto de fantasmagorías periurbanas interpretadas, eso sí, de una elegíaca manera, por otra parte, tan característica de cierta sensibilidad juvenil.
En realidad puede decirse que, desde entonces, el grueso de su obra aparece atravesado por lo que llamaremos la “seducción arquitectónica”, unas veces encarnada en la masa, volúmen y forma de la propia edificación que se erige, así, en protagonista excluyente y otras, como contrapunto de una naturaleza habitualmente estática y comedida (es decir, pensada o tomada en su medida) que actúa como grato recipiente y testigo impasible del afán constructor del homo faber. Incluso, cuando la naturaleza aparenta ser el principal asunto de un cuadro de D B, ésta suele visualizarse como algo medido, acotado y construido. Sus árboles y jardines geometrizados de su primera exposición en la galería Birimbao –“La medida de las cosas” rezaba su significativo título- podían argüirse como magníficos ejemplos de paisajes construidos o, si se prefiere, de arquitecturas vegetales. En ellos la presencia humana quedaba excluída pero aun así se percibía su existencia, precisamente como hacedora de formas y gestora de mediciones.
Si recordamos otra de sus citas –quizá la más insólita y arriesgada hasta la fecha- como fue “Cartografías”, del año 1998, en la que el pintor, ya provisto de un potente bagaje académico y siempre aguijoneado por una irreprimible curiosidad por la experimentación técnica, se atrevió a combinar el dibujo académico de torsos sin rostro con topografías de una muy depurada abstracción expresionista, volvemos a comprobar hasta qué punto el auténtico leit motiv de D B es la “intervención” del hombre (en tanto homo faber) en la Naturaleza (en tanto creación no humana ajena a los experimentos del hombre). Intervenciones que a menudo, nos parece, se perciben como intromisiones epocales de un pasado reciente en una naturaleza siempre intemporal. Así, las fábricas, los astilleros y las cementeras como las estaciones y autopistas o los grandes depósitos y largos puentes, todos ellos de oscuras y vaporosas armonías cromáticas, recalcan en los cuadros de D B su carácter de “marcas” en el paisaje, de huellas que la actividad humana ha ido grabando en la tierra, de signos sociales de unos tiempos industriosos y más o menos periclitados que trastocan, en su efímera soberbia, el orden natural del mundo y que, por lo mismo, son portadores de un matizado mensaje crítico. Así ha sido, al menos, hasta ahora.


Lo que esta exposición, en cambio, supone y nos propone es una sensible y doble alteración en las relaciones que la arquitectura venía manteniendo, por un lado, con respecto al hombre y, por otro, en relación al propio artista en la ya dilatada obra de D B. Si con respecto al hombre, la presencia de lo arquitectónico se materializaba en obras de fuerte componente tecnológico e ingenieril (desde las mencionadas fábricas hasta los distintos puentes) y, por tanto, con un marcado carácter social, funcional y práctico, ahora sin embargo se nos muestra una arquitectura más íntima y personal, hecha no tanto para el trabajo y la actividad social como para el descanso y el desarrollo de la vida privada; una arquitectura a la medida del hombre como individuo y no ya como especie.

En cuanto al artista, es evidente que, sin necesidad de cambiar de estilo pictórico –si acaso una ligera mayor claridad en la gama cromática así como el uso combinado de unas técnicas más complejas y una pincelada más firme y resolutiva-, ha pasado de una cierta visión romántica (con su punto de nostalgia) en la elección de motivos arquitectónicos a una postura más declarativa de ciertos principios estéticos manifiestamente modernos. Vinculadas a una naturaleza que las cobija y las realza por contraste, estas casas y edificaciones que ahora ocupan el interés del pintor proclaman su firme voluntad de ser “modernas”.
Si exceptuamos la grisalla sobre tabla en la que se representa, con acentuadas líneas de grafito, uno de los pabellones del celebérrimo complejo educativo de la Bauhaus en Dessau, obra de Gropius y verdadero semillero del Movimiento Moderno y de la nueva arquitectura racionalista, vemos que el catálogo de edificaciones escogidas para esta exposición está constituido por una serie de casas unifamiliares a las que se suma el “Pabellón Rietveld” que el arquitecto holandés diseñara para acoger, de manera efímera, ciertas esculturas de pequeño formato en 1955, obra, por lo demás, de estilo y dimensiones similares a las de cualquiera de las otras casas que aquí le acompañan y que, dicho sea de paso, aún hoy puede verse, reconstruido, en el bosque que rodea al Museo Kröller-Müller de Otterlo. Así pues, arquitecturas de la vida privada, hechas a la medida de las supuestas nuevas necesidades y aspiraciones del hombre, seguramente concebidas con voluntad de ser más modernas que humanas, más ideales que prácticas y en perfecta sintonía con las ilusiones redentoristas de los principales ideólogos del Movimiento Moderno que, una vez concluida la Primera Guerra Mundial,  aprovecharon esa coyuntura histórica para hacer de la arquitectura la avanzadilla de una utopía social en la que poder alojar, con rigurosa adecuación y conveniencia, al “hombre del futuro” en palabras de Mondrian.

Técnica: Punta de plata.

No nos parece casual, por lo demás, que el pintor, en este sentido, haya elegido un repertorio de piezas arquitectónicas que constituye, por sí mismo, no solo una sumaria antología de hitos de la arquitectura del siglo XX sino un claro manifiesto estético que opta por reflexionar visualmente sobre la relación dialéctica que se establece entre una muy concreta arquitectura, la del llamado Estilo Internacional, y la propia naturaleza. Así, la Casa Farnsworth de Mies como la Rothemborg de Jakobsen o la más reciente Skywood House de Graham Phillips se nos aparecen como verdaderas “cajas panorámicas” desplegadas en horizontal sobre el claro de un bosque, atrevidas y ligeras, y de tal forma que se diría, a primera vista, que quisieran formar parte del propio paisaje en que se insertan. Casas, al igual que ocurre con el Pabellón Rietveld, que parecen querer negar su misma materialidad y en las que el predominio del cristal subraya la idea de conexión entre lo interior y lo exterior, lo íntimo y lo público, lo específicamente humano y lo natural. En el fondo, son edificaciones que alientan una profunda y serena relación entre el hombre y la naturaleza pero que, al mismo tiempo, no dejan de apostar por la primacía de la mente humana en cuanto principio ordenador que regula y domina el caos del mundo. No debemos olvidar que la  arquitectura que refleja D B en estas obras es una derivación directa del Neoplasticismo practicado por un van Doesburg o un Rietveld para los cuales la paz, la armonía y la disciplina eran los rasgos esenciales del nuevo estilo en pro del utópico objetivo de alcanzar la estabilidad armónica del mundo. Lo que implica, automáticamente, una tendencia a la abstracción, al arte puro, transfronterizo y racional, dispuesto siempre a dominar a la naturaleza que, por definición, tiende al desorden, la curva y el ornamento. Y precisamente será ese irresistible y casi patológico afán de pureza y abstracción formal lo que haga de estas construcciones que parezcan concebidas más como moradas de algún dios científico y moderno que como casas del hombre, tan autosuficientes en su ascético y refinadísimo formalismo que parecen bastarse a sí mismas. El pintor las ubica, con toda intencionalidad, en medio de una naturaleza discreta, plácida y rigurosamente  intervenida; a veces, como ocurre en los magníficos dibujos a la punta de plata, parca y contrastiva, pero ellas, conscientes de su intrínseca racionalidad,  terminan siempre por afirmarse por encima y a pesar de la naturaleza. Son producto de la mente del arquitecto moderno, bellas como un teorema: ahí radica su altiva superioridad.
Vistas en conjunto, todas ellas de un mismo linaje nórdico, máquinas pensantes desplegadas por sus creadores en un claro verde, es cuando tomamos conciencia de que al humanizar la naturaleza el hombre la vuelve, paradójicamente, menos natural.  Solo alguien como D B, paisajista con visión prismática, matemático del espacio natural, podía llevar a cabo una empresa así y salirle tan impecablemente bien.

                                                                                                                            





  

viernes, 24 de junio de 2016

Casa Steiner, Adolf Loos, 1910.


Antes de convertirse en el más radical de los modernos arquitectos de su tiempo Adolf Loos pasó buena parte de sus años de formación en los Estados Unidos, en Chicago y otras ciudades del norte, de donde quizá trajo consigo su conocida aversión por el detalle decorativo. Se sabe que lo que más admiraba de ese país era su fontanería y la eficiente funcionalidad de sus puentes. De vuelta a Austria pasó por un leve sarampión secesionista para terminar abrazando la fe en una especie de ascetismo moderno, en su rama más extremista.
Como consumado polemista arremetió en un artículo que sentó cátedra, algo anterior a la construcción de esta casa y titulado “Ornamento y delito”, contra la tendencia al ornamento aduciendo que era la prueba de una cultura enferma. “He encontrado la siguiente sentencia y se la ofrezco al mundo: la evolución de la civilización es proporcional a la desaparición del ornamento en los objetos de uso cotidiano” afirmaba, y para demostrarla utilizaba ejemplos pintorescos y perfectamente ridículos que ahora no tenemos tiempo de repetir.
Fachada del jardín trasero

No obstante, y como lo demuestra también esta villa privada (encargo de la pintora Lilly Steiner), Loos practicaba una filosofía arquitectónica que adolecía de una cierta esquizofrenia gramatical: por un lado (digamos que moderno) ofrecía fachadas lisas, más o menos simétricas y libres de todo adorno (en este caso, no del todo), pero por otro (digamos que más clásico) hacía del diseño de los interiores y de su equipamiento un santuario del confort burgués hasta rayar en la opulencia. Esta paradoja la justificaba arguyendo la doble dimensión, social y privada, de la vivienda unifamiliar: si la parte exterior debe permanecer muda porque pertenece a la ciudad y, por tanto, no tiene derecho a distinguirse de las construcciones vecinas, en cambio el interior, al ser de dominio privado, puede permitirse el lujo de tener voz propia y reflejar el gusto del propietario.
Desde el punto de vista externo, lo más reseñable de la Casa Steiner está en la ambivalente solución que el arquitecto ofrece para las dos fachadas, la de la calle y la del jardín trasero. Por normativa legal en esa zona de Viena las casas no podían superar más de una planta frente a la calle, así que Loos idea la estrategia del techo semicircular envuelto en chapa que al levantar tan alto el arco permite tres plantas en la fachada opuesta, simétrica y severa que da al jardín de atrás. Sin embargo, como ya hemos señalado, no existe una correspondencia entre el interior y el exterior. Respetando su propia teoría del “Raumplan” el eje central del interior de la casa es la gran sala de estar alrededor de la cual se van organizando las diferentes estancias como si trazasen una espiral. Por medio del “Raumplan” Loos jerarquiza los diferentes espacios de la vivienda tanto en planta como en altura o localización, y así los dormitorios, por ejemplo, además de ser más pequeños y más bajos quedarán dispuestos en la primera y segunda plantas. La importancia del estudio de la pintora queda, por otra parte, subrayada por el gran ventanal del volumen saliente en el centro del tejado curvo.
Interior de la sala de estar


En fin, personaje contradictorio, polémico y brillante, sin casas como esta (o la Rufer o la Müller) no se podrán entender los futuros diseños domésticos de Gropius y, en especial, de Le Corbusier, dos de los arquitectos más icónicos del siglo XX. 


Crematorio del Cementerio de Delstern, P. Behrens, 1906-07


Si por algo es conocido –diríamos que archiconocido-  Peter Behrens es por sus trabajos para la empresa alemana AEG. Desde su puesto de consultor artístico se encargará de dar el último toque a los productos de la fábrica, desde lámparas o ventiladores hasta la cartelería y las tarjetas publicitarias. Digamos que terminó por diseñar la imagen corporativa integral de la empresa y eso lo convirtió en el primer “diseñador industrial” de nuestra época. Como arquitecto, la fábrica de turbinas que diseño en Berlín para AEG (1907-10), un enorme templo rectangular de 124 metros de largo por 39 de ancho y 25 de alto,  es, con toda probabilidad, el hito fundacional de la arquitectura racionalista con fines industriales.

Con todo, a nosotros nos interesa mucho más otro proyecto suyo, más modesto y menos conocido, como es el Crematorio del cementerio de Delstern, un año anterior a la fábrica berlinesa. Convocado por su mecenas, el joven y rico financiero Karl E. Osthaus, Behrens se traslada a Hagen, en la industrial cuenca del Ruhr, donde terminará por realizar algunas de sus mejores casas y una obra maestra absoluta como es este crematorio, el primero que se construye en Prusia.
Behrens lo concibe tipológicamente como iglesia y para ello se inspira en la de San Miniato al Monte de Florencia, que le proporciona el modelo sobre el que basar la articulación general del edificio así como su fachada, aunque llevando ambos aspectos a una suerte de reducción simbólica a través de formas puras que se visualizan claramente en el gran triángulo del tímpano de la fachada en el que un cuadrado encierra un círculo que, a su vez, encierra otro cuadrado con un círculo en su interior.
Las paredes del cubo y la chimenea, semejante a un campanile, se habían cubierto en un principio con mármol bicolor (blanco y negro) pero desgraciadamente fue retirado por razones estructurales en 1912 y desde entonces se ven revocadas en vulgar yeso. En el interior, el espacio de la planta baja no se encuentra dividido por ningún elemento que separe el centro de los laterales,  y el extremo opuesto a la entrada se remata con un ábside cuya cúpula aparece decorada de mosaico al estilo bizantino. Debajo de ella se encuentra el catafalco, dispuesto de tal suerte que puede descender para la incineración. El columbario previsto detrás del edificio nunca llegó a construirse.
Interior, zona del ábside con el catafalco.



martes, 14 de junio de 2016

Casa Robie, Frank L. Wright, 1908-09



Si hay un arquitecto que ha discurrido sus edificaciones como depuradas geometrías perfectamente articuladas sin jamás perder de vista su acoplamiento con el medio natural ese ha sido Wright. El siempre malicioso Philip Johnson dijo de él que “fue el mejor arquitecto del siglo…XIX”; nosotros, en cambio, pensamos que el siglo XX no se puede entender sin sus aportaciones y que todavía algunos de sus logros siguen sin ser superados.
Su inclinación por emplear materiales vernáculos da a muchas de sus casas el aspecto de haber crecido naturalmente en el terreno, impregnadas del espíritu del lugar. Entre 1900 y 1909 Wright proyectó las llamadas “prairie houses” (casas de la pradera) para empresarios y financieros de Chicago y alrededores, sus principales clientes de esa época. Casas marcadas todavía por esa clase de valores arts & crafts que fomentaban la sobriedad, el uso honrado y directo de los materiales, la integración del edificio en la naturaleza y la coherencia de accesorios y mobiliario con las formas exteriores. Wright consiguió reinterpretar dichas premisas de un modo muy personal: estaba más interesado que ninguno de sus colegas en la mecanización y confort de sus casas burguesas. En concrto, este chalet, encargado por un joven fabricante de bicicletas llamado Frederick C. Robie, puede ser considerado la quintaesencia de la tipología “casa de la pradera”. Localizada al sur de Chicago la casa lleva al límite compositivo el estilo del primer Wright: construcción baja y horizontal, largas cubiertas notablemente voladas, hileras de ventanas estrechas, interiores de planta fluida y sin apenas tabiques, cocheras abiertas en los lados y una planta principal organizada en torno a una chimenea central, emblema de reminiscencias casi sagradas para el arquitecto americano.


Aquí Wright dispone la planta en dos bandas desplazadas una con respecto a otra con cierto grado de solapamiento. La casa está llena de prodigios formales y funcionales. Solo podemos destacar uno de cada: el uso de ladrillos “romanos” dispuestos con fuertes líneas de sombra en sus juntas, lo que sintoniza perfectamente con la composición general de marcada horizontalidad. Y, en lo funcional, la osada cubierta proyectada como un ingenioso dispositivo ambiental que en invierno funciona como parapeto contra la nieve y el frío y en verano, como visera y canal de extracción.
Creo, finalmente, que salta a la vista la importancia de la arquitectura japonesa (que el autor conoció de primera mano) para lograr la síntesis feliz entre belleza y función, tan característica de la arquitectura de Wright.

Todo el mobiliario interior del comedor es obra del arquitecto



Palacio Stoclet, J. Hoffmann, 1905-11




Severo y arrogante el palacete Stoclet es uno de los más perfectos ejercicios de arquitectura entendida como joyero o cofre de tesoros de todo el siglo xx. Ideado por Hoffmann bajo el exhaustivo y coherente programa de los Wiemer Werkstätte (talleres vieneses donde Koloman Moser y el propio Hoffmann dirigían la formación de jóvenes artistas visuales, arquitectos y diseñadores) la mansión Stoclet está considerada la obra de arte total más representativa de esta tendencia.
El cliente, un financiero belga que había conocido a Hoffmann en Viena, Adolphe Stoclet, pretendía una residencia de lujo, un espacio museístico donde disfrutar de su colección privada de arte y un escenario apabullantemente moderno con el que poder impresionar a sus distinguidas amistades europeas. Hoffmann logró con creces satisfacer tales pretensiones.


La construcción, en las afueras de Bruselas, responde a la tradición de las casas de campo inglesas, pero la organización de los espacios y, sobre todo, su decoración son un catálogo de maravillas secesionistas: enlazadas en suite las salas de la planta baja (vestíbulo, comedor y salón de música) se manifiestan como volúmenes salientes de los perfiles de las fachadas. La planta del edificio cuenta con dos ejes principales que se extienden hasta encontrarse en ángulo recto. Del edificio principal destaca la torre escalonada de 20 metros de altura, rematada por 4 estatuas de cobre, que nos recuerda bastante otra torre, la De la Boda, que su amigo Olbrich levantara un año antes en el complejo de Darmstadt, en Alemania. Todo el edificio está cubierto de losas de mármol blanco noruego y las ventanas, enmarcadas con perfiles de cobre oxidados en negro, lo que confiere al conjunto un aspecto de regio y sofisticado cenotafio. También los interiores se diseñaron con severidad y precisión a base de suntuosas maderas y mármoles pulidos. Toda esta moderna elegancia quedó realzada por el mobiliario, tapizado en piel de gamuza, y por los maravillosos dos grandes mosaicos con incrustaciones de oro y piedras semipreciosas que Klimt hizo para decorar el comedor principal.
Comedor de la planta noble con el mural de Klimt.



Los herederos del señor Stoclet se niegan a abrir el palacio al público y aunque desde hace más de 5 años nadie lo habita, su estado de conservación es envidiable y prácticamente todo el mobiliario y la distribución de sus espacios siguen siendo los originales. 

martes, 7 de junio de 2016

La Casa de la Colina, Charles R Mackintosh, 1902-03


Hill House


Podríamos haber elegido el ejemplo canónico de la Escuela de Arte de Glasgow, su ciudad, dos años anterior a esta casa y obra inevitable en cualquier monografía que se precie de arquitectura Art Nouveau europea, pero a nosotros nos gusta mucho más esta su Casa de la Colina, proyectada como poderosa y compacta forma blanca, visualmente más coherente que la impresión de discontinuidad que nos produce su icónica Escuela de Arte (conjunto de espacios asombrosos pero inconexos, sin una lógica que los articule visualmente).
Acceso principal


Mackintosh levantó la casa, con planta en forma de U, para su amigo el editor Walter Blackie sobre una gran colina verde con vistas al río Clyde en Helensburg, no lejos de Glasgow. Allí se alza como robusta fortaleza de asimétricos volúmenes y planos que se cortan, como el moderno eco de un clásico castillo escocés, sin decoración en sus claras y distintas fachadas, pero abigarrado de chimeneas, prismas, torres y tejados a dos aguas que hacen de él una forma inolvidable. Y frente a esa volumetría ruda, enorme y muda de su aspecto exterior, el interior se nos presenta como un exquisito muestrario de trabajos artesanales de la madera, el cristal, los metales o la pintura, de una absoluta coherencia orgánica como conjunto, cuyo único objetivo es la consecución de unos espacios despejados y unos ambientes confortables y serenos. Y aquí se hace obligado y de justicia citar el nombre de su mujer, Margaret Macdonald, cerebro principal del interiorismo de esta casa, que junto a Mackintosh configuró la personalidad de cada espacio, diseñando todo el mobiliario, desde las lámparas hasta los engastes de metal batido o vidrio emplomado, con sus conocidas y fantasmales figuras femeninas.
La casa se puede visitar y llegar hasta ella desde Glasgow apenas nos toma media hora en autobús.
Detalle de interiores, primera planta



Parque Güell, Gaudí, 1900-14

Sala hipóstila, Parque Güell


No hay duda de que Gaudí fue un arquitecto original, complejo y extravagante. Sobre todo, a partir de su estilo tardío que arranca con el nuevo siglo y su proyecto para el Parque Güell. Un arquitecto único –por eso no ha dejado discípulos-, pero de lo que no estamos tan seguros es de que fuera un arquitecto moderno. El debate nos llevaría demasiado lejos para este humilde formato, así que resolvemos incluirlo aquí simplemente porque es Gaudí.
Si tuviéramos que elegir una obra suya ésta sería el mencionado Parque Güell, 18 hectáreas de terreno inclinado en la ladera que da al mar de la montaña del Turó del Carmel, pertenecientes al industrial Eusebi Güell, más que su mejor cliente, su auténtico mecenas. Gaudí lo comienza en 1900 y le tiene ocupado hasta 1914. Lo que, en realidad, Güell le encargó fue una urbanización de lujo en la que el arquitecto tenía que proyectar 60 parcelas de entre 1000 y 1200 m2 cada una para levantar viviendas unifamiliares. La inversión resultó ser un fracaso comercial –solo se construyeron dos casas- pero de esa ladera pelada Gaudí hizo una obra de arte: respetando el magnetismo de la montaña la convirtió en el más asombroso mirador de la ciudad, a la vez que hizo de su ascenso, a través de una escalinata de cuatro tramos entre muros almenados, un ejercicio simbólico de elevación del espíritu.
Parque Güell, escalera principal


Pero lo que más nos fascina es el espacio donde acaba la escalera, la sala hipóstila que sostiene la principal terraza-mirador. Las columnas de hormigón están huecas para que por su interior puedan discurrir los desagues que drenan el agua de la plaza. La vista de las 86 columnas, de las que las 17 exteriores se hallan ligeramente inclinadas, genera una especie de bosque pétreo de lejanas reminiscencias góticas. Todo el conjunto parece sacado de la ambientación de un extraño cuento oriental.
Quiero destacar, por otra parte, que de todos los edificios civiles de Gaudí el que más me interesa es el Colegio de las Teresianas (1890). Las ventanas y pasillos de arcos parabólicos son impresionantes.

Pasillo de arcos parabólicos, Colegio de las Teresianas