lunes, 28 de noviembre de 2016

Casa Taller de Ozenfant en París. Le Corbusier, 1922




Es muy probable que se autobautizara como Le Corbusier (hasta 1920 se llamaba Jeanneret) cuando interiorizó que su “misión” en la vida iba a ser “purificar” la arquitectura occidental, librándola del nefasto historicismo ecléctico que, según él, intoxicaba el caserío de las grandes ciudades desde mediados del siglo XIX. Y se puso manos a la obra como solo los conversos saben hacerlo, desplegando una actividad y un apostolado sin desmayo ni contemplaciones, especialmente en su llamada “etapa heroica”, de 1917 hasta los primeros años treinta. Años en los que, instalado en París, frecuenta el círculo de la vanguardia postcubista y hasta se atreve, respaldado por su amigo el pintor y fotógrafo Ozenfant, a incursionar en el mundo de la pintura. De hecho, exponen juntos en 1918 bajo el rótulo de “puristas” (una suerte de postcubismo de formas abstractas y motivos figurativos regido por un fuerte orden compositivo de raíz matemática). Años, también, en los que vuelca sus experiencias, lecturas y observaciones en un libro, “Vers une architecture” (1923), que con el paso del tiempo llegará a convertirse en lectura de cabecera de todo arquitecto con voluntad de ortodoxo moderno. Pero a diferencia de la República de Weimar, en la Francia de los años veinte del pasado siglo no había muchas oportunidades para los arquitectos que, como Le Corbusier, pretendían cambiar los usos y costumbres populares a la hora de habitar una vivienda pública. Así, nuestro protagonista tuvo que renunciar -de momento- a su magna empresa de transformación del entorno urbano y conformarse solo con proyectar unas pocas viviendas unifamiliares para su estrecho y exquisito círculo de amistades, ese sector social parisino que Wyndham Lewis llamó, no sin cierto retintín, “la pseudobohemia adinerada”.

La casa-taller de Ozenfant es la primera de ellas y uno de sus ejemplos más logrados. En estos experimentos de tanteo (que tanto deben al famoso prototipo de la “Casa Citrohan”) Le Corbusier desarrolla una técnica para sacar las cosas de su tradicional contexto y así poder establecer nuevas relaciones de significado: grandes ventanales fabriles o lucernarios industriales en forma de diente de sierra se incorporan al ámbito doméstico produciendo efectos chocantes pero resultados muy efectivos. La obra, en realidad, se basa en un único volumen de marcado carácter plástico en el que destacan, por un lado, la estandarización de las ventanas corridas y a escala humana y, por otro, la ausencia de cornisa, a excepción de la que aparece en la esquina de la planta baja marcando, de manera un tanto abstracta, los accesos. Destacar, asímismo, el tratamiento formal de la esquina en ángulo recto que consigue desmaterializar a través de la luz y la liviandad que produce el gran triedro de vidrio.

El estudio del pintor en la planta superior.


Le Corbusier organiza el alojamiento en tres niveles: la planta baja -sin sus característicos pilotes esta vez-, destinada a garaje y a algunos espacios comunes de la vivienda, la primera planta, en la que, además de la galería, se encuentran los dormitorios y, por último, la planta superior, reservada para el estudio del pintor y, por tanto, con las mejores vistas y la más completa iluminación.

Añadir que, por desgracia, cuando la vivienda pasó a otras manos sufrió una reforma irrespetuosa que cambió por completo su carácter. 

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