ACTO DE HOMENAJE A JOSÉ LUIS MAURI EN BELLAS
ARTES
Daniel Bilbao, Maite Carrasco, Mauri y un servidor. |
Aunque me haya sumado algo tarde creo que puedo decir con
cierto derecho que también yo soy amigo de José Luis Mauri. Así, al menos, lo
siento en lo profundo. Va para cinco años que nos conocimos en una de esas
inauguraciones multitudinarias que de vez en cuando se producen en la ciudad,
pero este relativo corto periodo de tiempo creo que lo he sabido aprovechar bien
a su lado. Y, por ejemplo, hemos escrito un libro juntos; un libro de
conversaciones sobre su vida y su obra que, entre otras cosas, me reveló un ser
humano excepcional. Tener el gusto de tratar personalmente a alguien como Mauri
es un lujo que, por desgracia, no se estila demasiado en un mundo como el
nuestro, empujado parece que sin remedio a la relación calculada y los afectos
de quita y pon.
En cuanto al Mauri pintor, que es de lo que me gustaría
tratar un poco en mis palabras, creo que no diría del todo la verdad si no
confesara aquí públicamente que el conjunto de su obra no ha sido
suficientemente valorado y promocionado en relación a su mérito y a su singular
posición dentro de su época. Sé que su carácter afable y su proverbial modestia
le impiden hablar de estas cosas, pero yo me remito a mis convicciones y a los
hechos, y así lo digo.
Si hay algún pintor que nunca ha estado en la carrera ese ha sido Mauri. Y es muy
probable que ese haya sido el secreto de su eterna juventud. De que la pintura
nunca le haya cansado y pinte con tanta alegría. Pero no estar en la carrera también tiene su precio y así
una insidiosa apatía se ha ido infiltrando lentamente en las instituciones y en
la crítica especializada hasta casi lograr hacer de él un pintor marginal. Las
circunstancias vitales no siempre le han sido propicias y, por otro lado, su
carácter independiente y su absoluta ausencia de vanidad le han llevado a
pintar simplemente lo que le apetecía. Una vez me dijo –y está recogido en el
libro- “nunca he preguntado a nadie, a ningún especialista, a ningún galerista
o crítico de arte qué es lo que se lleva, he pintado lo que me gusta y siempre
he ido por mi cuenta”.
Y es verdad que incluso en las peores circunstancias personales
Mauri no ha dejado de pintar nunca, desde los quince años y hasta hoy. Digo de
pintar con conciencia de lo pintado.
Desde muy temprano, yo diría desde los orígenes, Mauri ha
sido un “avanzado” (y tomo aquí prestado un adjetivo que le aplicó con suma
justicia su amigo, nuestro amigo, Joaquín Sáenz, otro de los imprescindibles),
y “un avanzado” es siempre situarse un tanto al margen. Para calibrar con
cierta precisión el valor regenerativo de la pintura de Mauri en el panorama
artístico de la Sevilla de los cincuenta habría que hacer memoria y recordar la
figuración que se practicaba masivamente en la ciudad en aquella década. No es
ahora el momento para meternos en tal berenjenal, solo apuntar que el carácter
académico y el regusto costumbrista, en la línea de un Alfonso Grosso o un
Rodríguez Jaldón para entendernos, marcaban el compás artístico de la ciudad
dictando lo que “se debía hacer”.
Mucho antes de que Mauri encontrara en Miguel Pérez Aguilera
–otro insigne profesor de esta casa- el fecundo magisterio que estaba
necesitando para afianzar su verdadera personalidad artística su obra ya se
veía que no iba por los derroteros antes mencionados. La pincelada vibrante de
pintura y de rápido trazo, el gusto por la esquematización esencial de las
formas, la despreocupación consciente por la ilusión de volumen o el desinterés
por el color local son rasgos comunes que ya desde el principio empiezan a
definir su estilo. Un estilo que, ya lo hemos dicho, desentonaba con el
soniquete que por aquel entonces se oía por estos lares. Siendo, como es, por
vocación y formación un pintor del natural, Mauri ha aprendido a ejercitar el
ojo desde el rigor del motivo pero a través de una mano sobria y desinhibida a
un tiempo. Gracias a sus estancias en Madrid, Segovia y París conoce las nuevas
corrientes figurativas que se habían fraguado en el periodo de entreguerras y
que tienen en España a referentes claros como Vázquez Díaz, Benjamín Palencia,
Ortega Muñoz o al primer José Guerrero. De Francia se trae el conocimiento de
pintores como Utrillo, Bonnard o Kokoschka que pasan a formar parte de su
imaginario plástico. Y de este modo su estilo se va decantando hacia una
figuración directa y antienfática que busca el trazo vivaz, el valor de la
inmediatez del instante y el contraste de color bien empastado y temperamental.
Si nos fijamos en sus paisajes –Mauri ha terminado por ser,
en esencia, un paisajista- sus campos y sus jardines, sus vistas de ciudad y
sus excursiones a los ríos reafirman unos modos de hacer que más allá de la
reproducción mimética del motivo aspiran a alcanzar la expresividad y la emoción
del instante. No es Mauri un pintor de especulaciones metafísicas, de
melancólicas cavilaciones sino de realidades físicas, materialidad y sustancia.
Así ha moldeado su espíritu y así, por tanto, se proyecta tanto en sus cuadros
como en su vida.
Grupo de amigos y compañeros de Mauri. |
Una vez le pregunté que de no haber sido pintor qué le habría
gustado ser y me contestó sin pensárselo mucho: “jardinero”. En su casa de
Conil lo he visto regar y desmochar árboles, recortar setos y tronchar malas
hierbas y a pesar del esfuerzo siempre con una sonrisa de satisfacción. Pintar
y plantar jardines. Las dos cosas las ha sabido hacer con éxito y también con
amor. Mauri, el pintor que cuando pinta, planta y cuando planta, pinta. Así lo
veo y así le quiero recordar hoy, delante de él, y me gustaría recordarlo así
para siempre.
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