No es tarea
leve sino más bien nos parece hercúlea salvar la enorme distancia conceptual,
estilística y hasta espiritual que media entre un Vasarely y un, pongamos,
Fragonard y seguir siendo a los ojos del mundo un pintor reconocible. No otra
cosa ha hecho Guillermo Pérez Villalta a lo largo de estos últimos cuarenta y
cinco años sino seguir sumando. Y de paso, demostrar que la mirada restrictiva,
excluyente y un punto intimidatoria de buena parte del Movimiento Moderno
estaba equivocada y que desde la figuración se pueden abrazar todos los ismos
y, si me apuran, incluso las innovaciones más radicales de lo que aún seguimos
llamando pintura.
Desde una
posición no siempre de soledad pero sí de absoluta resistencia GPV ha insistido
una y otra vez, sin duda porque en su terquedad le animaba el amor
incondicional a la pintura y al arte en general, en sus convicciones de artista
hasta ver alcanzado el objetivo de ataviar a las ideas con formas bellas y
placenteras sin dejar por ello de ser moderno. “Pintor –advirtió Dalí- no te
empeñes en ser moderno. Es la única cosa que, por desgracia, hagas lo que
hagas, no podrás dejar de ser”. Y Guillermo, a fuerza de practicar tan
ricamente la modernidad, se ha hecho clásico. Tan clásico como pueda serlo El
Lissitzky o Tiepolo o Giorgione o los tres conversando con provecho en una
misma habitación. Tan clásico y tan moderno como un templete de Palladio en un
jardín babilónico o un bodegón gigantesco a la orilla del mar. Destino natural,
por otra parte, en un pintor que entendió que la pintura es un viaje en el que
–y son palabras suyas- “en cada isla, en cada puerto, mi conocimiento del mundo
es mayor”. Un viaje en el que el tiempo se confunde y los espacios se
atraviesan. Un viaje largo y fértil de naturaleza mental que termina por reclamar
un nuevo modo de narrar que somete a la figura a constantes metamorfosis.
Últimamente
esas islas, farallones y ensenadas en las que fondea su curiosidad y su memoria
poseen el frágil y melancólico encanto de lo rococó, de un rococó, ¡cómo no!, más
mental que arqueológico, de un rococó soñado a la vez como protesta y como
autoafirmación. Y de un rococó que, como todo en Guillermo, se pinta a sí mismo
y en su ejercicio encuentra su propia realidad.
Espectador, tú
que miras, deberías olvidarte del tiempo y contemplar estos cuadros con mirada
lenta, reflexiva, afinada; recorrer sus superficies despaciosamente hasta
descubrir que si hay otros mundos están en éste que ahora ves aquí y que solo
necesitó de una mente intrépida y memoriosa y de una mano obediente y tenaz
para poder revelar su latencia y desplegar, así, ante tus ojos agradecidos, su
fascinante poder de enigma.
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