miércoles, 8 de noviembre de 2023

La Pequeña Memoria

 

                                           Rèserve de Suisses Morts, Botanski, 1991



Que yo sepa, fue el artista Christian Boltanski quien acuñó el concepto “pequeña memoria”, y yo me lo voy a apropiar por un rato.

Aunque su contenido sea el pasado la memoria es siempre un acto presente y necesariamente personal.  La memoria histórica o colectiva, con sus desagradables mayúsculas correspondientes, es una elaboración interesada que se intenta transmitir a través de ciertas instancias del poder, lo medios de comunicación de masas y los libros de Historia. Además de ser una contradicción en los términos.

La pequeña memoria, en cambio, es la que nos hace únicos y desaparece con la muerte. Por eso es tan frágil y efímera. La pequeña memoria es lo opuesto a la pérdida de identidad, a ese desolador igualarse en el olvido, tan difícil de soportar.

Reivindico el ejercicio de la pequeña memoria que permite la conservación de lo emocional y lo subjetivo y que, por tanto, refuta las metáforas totalizadoras del pasado. Cuando miramos cientos de cadáveres todos nos parecen iguales.

lunes, 30 de octubre de 2023

Federico Jaime o cómo hacer ver lo invisible

 

Pero el latido de nuestro corazón nos impulsa más abajo, a las profundidades del suelo primigenio, porque no solo reproducimos lo ya visto con más o menos entusiasmo, sino también hacemos visible lo secretamente vislumbrado

Paul Klee, “Sobre el arte moderno”.

 


    


                                           Candente. Pastel al óleo sobre papel, 2021



Ocurre en la pintura de Federico Jaime algo parecido a lo que nos pasa cuando entramos en una habitación a oscuras. Necesitamos permanecer un cierto tiempo en esa repentina oscuridad hasta que el ojo se habitúa y comienza poco a poco a descubrir todo aquello que estaba ahí y hasta entonces no podía ver. En la abstracción de F J –refinada, sutil, resultante de una minuciosa aleación entre la Naturaleza y la Forma- el ojo necesita tiempo para aprehender la pintura, pues es la propia pintura lo que acontece en ella.

Un proceder artístico que si bien ha resuelto, por un lado, renunciar a la utilización del tradicional sistema de correspondencias entre el mundo sensible y su correlato representativo, apostando por una depuración de la forma y un tratamiento autónomo del color, por otro, evita conscientemente desnaturalizarse del todo, no perder cierta vinculación anímica con la naturaleza, para, de ese modo, seguir ejerciendo un ineludible papel de mediador entre dos polos: lo natural y lo ideal o, lo que es lo mismo, la realidad y el deseo.  Y es en esa nueva gramática de la composición, que ya habían tanteado maestros pioneros de la abstracción  como Hilma af Klint o Kandinsky y de la que, años más tarde, Paul Klee se ocupará por extenso hasta sentar las bases de sus preceptos teóricos sin necesidad de rastro teosófico alguno[i], en la que nos parece  ver inscrita la obra de F J. Una obra que de un modo libre y lírico nunca ha dejado de dialogar con la naturaleza.

Libre pero rigurosamente contenido es el título de un óleo sobre lienzo que precisamente Klee pinta en 1930 cuando se encontraba ocupado en una serie de trabajos en torno al problema de la forma. En una sucesión de círculos concéntricos de tonos azules y rojos tierra que semejan un vórtice en cuyo centro un círculo irregular, compuesto por la suma de esos mismos tonos, actúa de punto focal, Klee logra integrar un violento movimiento en espiral dentro de un complejo orden de carácter visiblemente aleatorio, en consonancia con ciertos fenómenos naturales como puedan ser los remolinos de aire, agua o polvo. Todo esto encuentra confirmación en sus notas de clase cuando el artista aborda los distintos tipos de movimiento posibles en el agua o en la atmósfera detallando cómo se pueden trasladar al ámbito formal a través de ejemplos tomados de la naturaleza y la técnica (el molino de agua, la circulación sanguínea o la morfología de una planta)[ii]. Es, pues, evidente que el diálogo con la naturaleza se convierte, también en el caso de Klee, en una condición necesaria para el ejercicio de su arte.

A lo largo del siglo XX, sin embargo, la abstracción pictórica se ha conducido por caminos muy distintos y, unas veces, ha elegido la dirección de una pureza pensada desde el ideal matemático, caso del espacio figurativo de Mondrian, o bien desde una presentida representación de lo absoluto, que nos llevaría al suprematismo de Malévich, por ejemplo; otras veces, ha preferido la gestualidad impulsiva en línea con lo que Harold Rosenberg bautizó como action painting en el contexto norteamericano una vez acabada la Segunda Guerra Mundial.  

Pero hay una tercera alternativa en la que la abstracción de F. J. se sentiría más cómodamente afincada. Una abstracción, llamaremos, sensual que a partir de la disponibilidad formal de los diferentes elementos de la composición (ritmo, equilibrio, volumen, proporción y color) los combina con aquellos otros que la intuición aporta por medio de las muy diversas formas de la experiencia. Vía esta interesantísima en la que el artista es consciente, a la vez, de dos certezas: la insuficiencia del lenguaje –del signo que sea- para nombrar lo real y la propia dificultad para captar y comprender lo real, que parece siempre hostil a los sentidos y preferir vagar en lo oculto. Así, si la tarea del arte no fuera otra que hacer visible lo invisible del mundo el desafío del artista dependería en gran medida de la manera en que utilizara sus medios para la elaboración de un nuevo lenguaje que asuma tanto la insuficiencia lingüística vinculada a la crisis de la representación como los serios obstáculos que, sin duda, aparecerán en cuanto se disponga a aprehender lo real. Desde este punto de vista, la pintura no puede aparecer como algo puro en sí, sino más bien como huella de la relación –siempre problemática- entre objeto y sujeto.

Un análisis de la obra de F. J. nos permite identificar el rigor y la inspiración con los que se adentra en este territorio que ya fue explorado en el pasado reciente con gran rendimiento por artistas de tanto talento como Klee, Willi Baumeister o Jürgen Partenheimer. Las formas con las que, en efecto, nuestro pintor da cuenta de lo real en los dibujos que nos presenta no son aquéllas perfectas y autosuficientes de lo que, podríamos llamar, la intuición de la esencia, sino esas otras de las imágenes, signos y símbolos con los que construimos nuestro mundo. Frente al ideal matemático o puro de la abstracción, F.J. reivindica una concepción de la forma pensada como composición, como construcción abierta en la que conviven e interactúan los elementos anteriormente mencionados: ritmo, equilibrio, proporción, volumen y color. 

Una imagen reducida a su forma es, en el fondo, un concepto poético. No hace falta haber leído a Jung para saber que, más o menos, desde principios del siglo XX un impulso generalizado ha guiado a muchos de los artistas modernos a las fuentes de lo que él denominó “el inconsciente colectivo” y yo prefiero llamar, más escuetamente,  el origen, es decir, esa parte de la psique que conserva y transmite la común herencia de la humanidad. Símbolos unas veces, y otras arquetipos, tan desconocidos y profundos que a menudo su posible significación se nos enreda en la espesura de las mitologías[iii]. Fijémonos por un momento en la tela que el artista titula Emblema Azul, contrapunto en cuanto a formato y técnica de esta exposición. ¿Qué vemos? Sobre un rico y grumoso fondo azul moteado de rojo (como un mar picado) emerge, en un tono azul algo distinto, una enigmática forma compleja que se adueña de la superficie y capta toda la atención de nuestra mirada. Por el título sabemos que estamos viendo algo con vocación de representación simbólica de otro algo muy distinto; ¿acaso una bella variación estilizada del célebre crismón de la primitiva iconografía cristiana o más bien, en el ámbito de la pictografía conceptual de Oriente,  un libre ensamblaje de los ideogramas chinos para señalar arriba y abajo, o quizá nada de todo esto y sencillamente una invención creativa y feliz del propio artista con valor de emblema ornamental?




La contemplación del arte se rige por un procedimiento más sencillo de lo que pueda parecer a primera vista. En realidad, en la magnitud de las sensaciones se revelan los valores. Si nos comportáramos ante el arte del mismo modo que lo hacemos cuando miramos al cielo, al mar o a las montañas nos sería bastante más fácil poder prescindir de lo narrativo, del recurso al argumento. Así, pienso yo, deberíamos acercarnos al catálogo de formas que nos presenta F. J., formas más próximas a lo emblemático y lo arquetípico y, en definitiva, a lo extraordinario que a cualquier afán especulativo o experimental.

Hablamos de lo extraordinario y me gustaría, en este caso, relacionarlo con el formato de los dibujos. No es habitual que lo extraordinario haga acto de presencia en dibujos de un tamaño tan reducido, muchos, más pequeños que un papel de carta. Trabajar con tales medidas entraña siempre un riesgo, el riesgo de lo fragmentario, de la tentativa, de lo no concluido. Las mágicas y felices composiciones de F. J., bien al contrario, nos parecen el resultado de una virtuosa combinación de las posibilidades técnicas de la pintura y el dibujo, híbridos de óleo, tinta, pastel y rotulador que se nos revelan como palimpsestos plásticos que ascienden desde la profundidad de la superficie delicadamente matizada del papel. Estamos, sin lugar a dudas, ante un maestro de lo pequeño.

En sus dibujos F. J. recrea, como acariciando, un universo alternativo, placentero, orgánico, inocente y ligeramente suspendido, como si supiera que en el ámbito de la experiencia artística todo debe ser soñado antes de ser visto. Algo parecido a una fantasía autofabricada pero siempre comprensible y de una bendita indiferencia.

Imágenes pequeñas pero de una enorme fuerza evocadora, formas empáticas y sencillas que aspiran nada menos que a la universal cordialidad entre el hombre y el mundo que habita.

 

 

                                                                                   Francisco L. González-Camaño

 

 

 

 

 



[i] La Teoría de la forma pictórica de Klee comprende los manuscritos de los tres primeros ciclos de clases que el artista impartió en la Bauhaus de Weimar entre el 14 de noviembre de 1921 y el 19 de diciembre de 1922. Las huellas dejadas en el texto por sucesivas revisiones vienen a demostrar que Klee reutilizó parte de estas clases en años posteriores. Existe traducción al castellano con el título de Aportaciones a una teoría de la forma pictórica. Notas de clase. Plot Editorial, 2013.

[ii] Cf. Keller Tschirren M, Klee, maestro de la forma pictórica, p. 45. Cat. de la exposición Paul Klee, maestro de la Bauhaus, Fundación Juan March, Madrid, 2013.

[iii] En este sentido, la obra de Carl G. Jung es amplísima y sus contribuciones están repartidas en distintos libros de los que destacaría tres: Símbolos de transformación, AION, contribución a los simbolismos del sí-mismo y Recuerdos, sueños y pensamientos. Los dos primeros están editados por Paidós, mientras que el tercero se encuentra en el catálogo de Seix-Barral.

sábado, 20 de mayo de 2023

Pepe Salas: el viaje interior

Ayer, viernes 19 de mayo, en la Casa de la Provincia de Sevilla Pepe Salas presentó su primera gran exposición individual. Una selección de casi 90 obras que ha ido creando a la par que iba viviendo su particular Viaje Interior. En el acto de presentación Pepe, del que soy buen amigo, me pidió que dijera unas palabras y esto fue más o menos lo que dije: 
"Esta exposición que ahora veremos no es solo un muy relevante conjunto de obras artísticas sino, en esencia, la purga de un corazón doliente, de un corazón incómodo en este mundo que nos ha tocado vivir. Hoy diríamos de alguien inadaptado, es decir, de alguien que no termina de encontrar su sitio entre nosotros. Es, por tanto, principalmente, una confesión; el testimonio de un desnudamiento. De ahí, que lo que vamos a ver a buen seguro puede que nos inquiete, que nos perturbe y nos agite por dentro.
Toda confesión es doblemente embarazosa: no solo para quien la hace sino también para quien la recibe. Y, asímismo, es catártica, al menos para quien la hace pues lo libera de una carga.
En este Viaje Interior de Pepe Salas hay sincera poesía y hay misterio. El artista ha conseguido crear un clima emocional que nos cautiva y nos envuelve y lo ha conseguido porque, desde su punto de vista, ha dicho la verdad. En eso consiste el viaje interior, una suerte de catábasis, es decir, un profundo ejercicio espiritual. 
Solo añadir que para mí el caso de Pepe Salas es el de un artista por necesidad vital, por destino. Entiende la pintura como asilo y como redención. Una especie de tabla de salvamento indispensable para poder sobrevivir en este a menudo tormentoso mundo humano. De ahí la dimensión trascendente, yo diría espiritual de su Viaje Interior que tantos años le ha ocupado y del que yo quiero en estos momentos de alegría y confraternidad felicitarlo y darle mi enhorabuena".
El catálogo de la exposición lleva un texto mío que os dejo aquí:


            Cuando lo exterior es emblema de lo interior

 

No conviene mirar la obra de Pepe Salas con mirada ingenua o, dicho con más propiedad, pretendidamente ingenua; cometeríamos un enojoso error de cálculo por culpa, lo más probable, de un exceso de información en la memoria que hace al ojo resabiado e invita al cerebro a juzgar sin causa. Tan perjudicial es el exceso de información como su falta a la hora de afinar el tiro en el campo de las artes pues nos hacen ver faisanes donde solo hay gallinas. O, lo que sería peor, unicornios en vez de vacas marismeñas.

Por más que la formación y el posterior desenvolvimiento de P.S. como pintor sean del todo autodidactas (no cursó estudios de Bellas Artes ni ha asistido a academia artística alguna) su férrea determinación, tal vez por imperiosa necesidad vital, de dedicarse a la pintura casi como un sacerdocio, así como el genuino carácter poético que destila su acotado y enigmático mundo logran que su obra traspase de largo los límites de la consabida sinceridad ingenua de los pintores amateurs para orbitar nada menos que alrededor de esa categoría, escurridiza al verbo pero inconfundible, de lo numinoso[1].  El ascendente poético del que antes hablamos y que impregna toda la recóndita y cautivadora imaginería de la serie El viaje interior nos evoca el clima emocional de una  poesía como la de Antonio Gamoneda, propincuo como pocos a la refulgencia de lo numinoso en la elaboración de sus imágenes, y, en concreto, de un poema de su libro Pasión de la mirada que quisiera traer aquí:

Al país que no es sino que habita/ él, y presiente, y es de noche, landa/ que no es lugar sino dolor, ¿quién baja,/ quién entra vivo en esta sombra, quién/ accede a la invisible compañía?/ ¿Qué ser no muere en este frío? El/ fortalece los tallos, se le oye/ beber las aguas en el interior,/ latir uniéndose a la noche, ser/ fuego que no consume su sarmiento,/ pájaro que en sí mismo se despliega.

Palpita en esas repetidas construcciones adversativas e interrogativas, en ese misterioso pronombre personal masculino una muy similar voluntad de oscurecer, de cifrar con un símbolo aquello que se desea expresar, a la de nuestro pintor que, como si supiera que el sentimiento numinoso es, por esencia, reluctante a la enseñanza y el aprendizaje, acierta a despertarlo por medio de la sugerencia y la insinuación. Si pudiéramos ver las obras de esta exposición como se ven los fotogramas de una película percibiríamos aún mejor la naturaleza de ese clima emocional que envuelve y vela, como una oscura nube de tormenta, la melancólica imaginería que el artista despliega no solo para describir un viaje sino para levantar, de paso, el andamiaje de un territorio tan propio como mítico, pues es su alma quien lo habita.  

Si nos fijamos en los primeros cuadros que dan origen a El viaje interior, de los años 2003 al 2007, cuando aún el artista no tenía conciencia de estar iniciando serie alguna y obedecían a una inevitable necesidad interna, observamos en ciertos estilemas característicos como el rostro ausente de la figura, desconectado voluntariamente del exterior, la inclinación por el color sombrío y el trazo grueso, la aparición de la vaca como tótem, animal tutelar de la marisma, o el gusto por las formas circulares y las visiones oníricas, recursos y procedimientos (en ocasiones probablemente inconscientes) con los que poder dar salida, unas veces por medio de símbolos y otras recurriendo al arquetipo, a experiencias personales de íntimo carácter así como a estados de ánimo marcados por el desasosiego y cierta angustia vital. Algo así como una secuencia de conjuros plásticos de clara intención catártica; y, en definitiva, una manera de irse autobiografiando en el tiempo sin necesidad de autorretrato alguno.  

                                                                Presencia, grafito sobre papel, 2009


Obras inaugurales en las que percibimos algunas concomitancias de forma y fondo con muchos de los dibujos de Alfred Kubin, pero –algo reseñable- sin el elemento trágico o siniestro que introduce el artista checo. En contadas ocasiones llegan a ser las pinturas y dibujos de P. S. imágenes de mal agüero pues muy raramente se encuentra en ellas ese componente morboso o monstruoso que, por el contrario, sí se refleja en la obra de Kubin o en la serie dedicada a E. Allan Poe de un artista sin casilla como Odilon Redon, por cierto, muy admirado por el primero. En sus más lúgubres dibujos a creta (aquellos que escenifican pesadillas) es acaso donde más se aproxima a lo siniestro o lo sombrío, no solo de la noche sino también de la mente. Imágenes turbadoras en las que el artista vierte una experiencia agónica: el asalto, en la indefensión del sueño, de una extraña forma ovoide, generadora de energía negativa, que lanza sus rayos como redes y atormenta a su víctima. De nuevo, pues, volvemos a tropezarnos con lo numinoso en su doble vertiente de experiencia misteriosa y tremenda a la vez. Lo misterioso y lo tremendo como eficaces estímulos de la imaginación. Una imaginación, la del artista, que entonces puede servirse de ellos como potentes medios de expresión para descubrir las oportunas correspondencias entre lo pensado y/o sentido (las ideas y sentimientos) y lo representado (las cosas).  Y Correspondences será, precisamente, como Baudelaire titule uno de sus más célebres sonetos en el que podemos leer: La natura es un templo donde vividos pilares/ dejan, a veces, brotar confusas palabras./ Por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos/ que lo observan atentos con familiar mirada.[2]

Toda obra simbolista apunta su tiro hacia un objetivo trascendente, máxime si en ella se dan cita motivos, atributos y emblemas religiosos o en la esfera de lo religioso. Es evidente que para P. S. “la natura es un templo” por donde “pasa el hombre entre bosques de símbolos”. No de otro modo ha de entenderse, por poner solo tres ejemplos, la presencia recurrente del nimbo, como signo de estado de beatitud o, incluso, marca de santidad, sobre la cabeza de la solitaria figura, o las desproporcionadas y un punto inquietantes alas negras, prótesis angélicas que subrayan, por contraste, la terrestre condición del mortal que las porta, o, en fin, esa densa geografía fantasmagórica, salpicada de ectoplasmas y figuras espectrales, cuya apariencia hace más solitaria aún la soledad del personaje. Pero, por encima de todas y como gobernando el pensamiento plástico del conjunto al completo, la imagen del viajero, perfecta alegoría de ese viaje interior que atraviesa el espíritu de la serie en su totalidad.


                 Viajero, creta sobre papel, 2010

Sobre una sencilla balsa de troncos, sin más ayuda que una escueta vara a modo de remo, desnudo y expuesto a los elementos, el viajero se concentra en el esfuerzo de dominar la corriente sin perder el equilibrio. Lo que surca –así nos lo parece-  es el río de su propia vida. En eso consiste el viaje trascendente, esa suerte de catábasis que, una vez decidida, debe hacerse en soledad y sin miedo hasta alcanzar las fuentes del yo liberado ya de las servidumbres del ego. Un largo y fatigoso viaje en el que, unas veces, te visitarán recuerdos recurrentes como los de un antiguo amor nunca olvidado (Amantes, 2013) y otras, sueños y visiones rayanos con el arquetipo (Salvación, 2012, donde un ciervo de flamígera cornamenta parece haber sido rescatado por el viajero de las procelosas aguas o El Sueño, 2018, donde ahora el viajero descansa dormido y custodiado por dos ángeles que lo han relevado de su función y en la balsa, durante las horas nocturnas del sueño, lo conducen con esmero). Pero todo profundo ejercicio espiritual (y una catábasis lo es) entraña siempre riesgo psíquico y así el viajero, en su voluntaria e ineludible travesía del desierto, tendrá que superar penalidades, tentaciones y acechantes peligros. Las escenas de cavernas y de cuevas que, sin remedio, nos evocan la inmensa vorágine del Inferno dantesco, con su caterva de condenados de toda laya sufriendo tormento en sus nueve círculos, son formidables pasajes de penalidad del mismo modo que en obras de títulos tan explícitos como Tentaciones o Mujer, de 2012 y 2019, las mujeres –de formas blandas y casi bulbosas o, por el contrario, turgentes como odaliscas- ejercen su poder de seducción y tientan al viajero con ardides que nos traen a la memoria las sirenas de la Odisea, las de sonoro canto letal para los hombres. Y en cuanto al peligro, éste habita, en ocasiones sin saber muy bien dónde localizarlo, por entre las grietas y oquedades del difuso bullir de formas que elevan abruptas cordilleras y bizarras formaciones rocosas y es, por tanto, peligro ubicuo. En cambio, en otras, se hace cuerpo y adopta la apariencia del animal salvaje, ese aterrador y muy concreto felino que acecha, campa o merodea en óleos y dibujos como Travesía (2018) o Amenaza (2010).  

                                                            Amenaza, creta sobre papel, 2010


Recursos iconográficos y temas, por lo demás, muy del gusto simbolista a los que pintores como Moreau, Khnopff o incluso Rousseau, el Aduanero, ya habían recurrido en obras tan significativas como Edipo y la Esfinge, Las caricias o La gitana dormida, respectivamente. Si en el muy poético cuadro del Aduanero es un león el que olfatea con dudosa intención a la figura dormida a la luz de la luna, en Moreau y, aún más claramente, en Khnopff el peligro toma hechuras de felino (pantera y guepardo) para representar a la amenazadora esfinge de la mitología clásica[3]. En el caso de estos dos últimos pintores (cultos, literarios, introvertidos y militantes de la causa simbolista) el juego cruzado de sexo y muerte (tentación y peligro) queda más que sugerido por la gestualidad y el contacto físico de sus protagonistas, algo que, sin embargo, P. S. prefiere evitar en sus cuadros y tratar de un modo menos explícito y por separado. Cabe decir, todavía dentro del campo de resonancias de un pintor como Moreau, que se podrían rastrear ciertas similitudes en el tratamiento del paisaje, si bien es cierto que en el caso de nuestro pintor la naturaleza toma un protagonismo y asume una entidad psíquica que no se advierte en la pintura del francés.

Partiendo, a menudo, de la mancha como recurso inspirador P. S. va, poco a poco, conformando toda una escenografía paisajística de estructura polimórfica y carácter tenebroso, en una suerte de abigarramiento formal en el que se logra la paradoja visual de construir una compleja morfología para luego desmaterializarla. Una naturaleza que se nos ofrece, así, en estado latente, como un espeso misterio donde se amalgama lo humano, lo animal y lo geológico. Contribuye, sin duda, a ello la aplicación del medio, sea éste óleo, creta o lápiz, casi al estilo all over, dificultando en gran medida la distinción entre elementos principales y secundarios de la composición y haciendo de ésta algo no relacional.

 Monte Erebus, grafito y óleo sobre papel, 2018

 

La rotunda y sumamente expresiva presencia del paisaje en El viaje interior responde, sin la menor duda, a necesidades psíquicas del propio autor. Llama la atención que cuanto más se va adentrando el pintor en la experiencia iniciática de su viaje, menos se parece el paisaje representado al natal que le rodea en su cotidianidad, esas dehesas, arrozales y marismas del bajo Guadalquivir, señas vernáculas de identidad que solo en las primeras piezas de la serie cobran protagonismo en forma de choza marismeña y en los llanos horizontes que la circundan. De la vaca hacemos abstracción pues más que un elemento del paisaje como tal nos parece que su tratamiento adquiere otra dimensión, pasando a ser efigie de comarca y símbolo de fecundidad. En cualquier caso, no parece que la recreación más o menos verosímil de su propio paisaje haya sido uno de los propósitos o necesidades que albergara el pintor. La tendencia, más bien, apunta hacia otro objetivo: tomar la naturaleza como punto de partida para, acto seguido, irse distanciando progresivamente de ella hasta lograr favorecer otras dimensiones que la transformen en algo parecido a un enigma. Un enigma en el que caben recuerdos de experiencias personales de carácter familiar (El estanque de los caballitos, 2013, donde vuelve a aparecer la relación entre padre e hijo) o de índole más íntima y personal (por ejemplo, Encuentro con la sombra, Viaje interior y Calma, tres óleos del 2021 donde el espejo es más bien una ventana por la cual el personaje se abisma en su propio interior). Recuerdos y experiencias personales, al fin y al cabo, tratados a la manera de un enigma.

Por todo ello cabe deducir que P. S. no desconoce la diferencia entre lo visible y lo real. Aquello que vemos solo puede ser, a lo sumo, conductor de lo real. Nuestra realidad se conforma, a partes iguales, por lo que percibimos del mundo por medio de los sentidos y –no menos importante- por lo que nos llega filtrado a través de nuestro espíritu. Como muy atinadamente nos recuerda Patrick Harpur, “nuestra visión del mundo es sólo una visión, pero no el mundo (…) La imaginación permite asumir que solo es posible contemplar el mundo a través de alguna perspectiva imaginativa o mito (…) Toda literalidad conduce sin remedio a la ceguera”[4]. P. S., al decidirse por narrar su viaje interior, ha recurrido a la imaginación por la vía del símbolo. Y sabemos que la peculiaridad principal del símbolo consiste en significar lo que está más allá, aquello que por ser trascendente está fuera del mundo. Una experiencia iniciática como la descrita aquí es, en este sentido, trascendente por derecho propio. El pintor, en su imperiosa necesidad de autoconocimiento e introspección, despliega en imágenes un periplo que nos recuerda al de las tres vías del viaje místico (purgativa, iluminativa y unitiva): del descensus ad inferos a la serenidad y plenitud absolutas de sentirse uno con todo lo creado. Unión mística que bien podrían simbolizar esos enigmáticos bloques sagrados que destacan por su granítica blancura en mitad de la noche; secreta y muy lograda manifestación de lo numinoso, donde todo está contenido.

Goethe, que sabía de estas cosas, lo dejó escrito en una carta a su amigo el filósofo Friedrich H. Jacobi: “principio y fin de toda actividad artística es explicar el mundo relativo al yo a través del mundo interior”[5]. P. S. lo ha cumplido.

 

 

 

                                                                                          Francisco L. González-Camaño

 

  



[1] El concepto de lo numinoso (un neologismo originado de numen) lo abordó por primera vez y por extenso el teólogo y especialista en religiones comparadas Rudolf Otto en su célebre ensayo Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Podría decirse, simplificando mucho, que lo numinoso es aquello que nos supera y nos empequeñece por su tremendo misterio. Como el mismo Otto aclara: “el contenido cualitativo de lo numinoso, que se presenta bajo la forma de misterio, está constituido por el elemento que hemos llamado tremendum, que detiene y distancia con su majestad. Pero, de otra parte, es claramente algo que al mismo tiempo atrae, capta, embarga y fascina”.

[2] Primer cuarteto, en efecto, de Correspondencias, soneto que ha pasado a convertirse en uno de los manifiestos más logrados de lo que años más tarde se conocerá como Simbolismo y que Baudelaire incluye en Las flores del mal, obra capital de la poesía europea del siglo XIX.

[3] Recordemos que, según nos cuenta Sófocles en Edipo Rey, al llegar a las cercanías de Tebas huyendo de Corinto por causa de un oráculo, Edipo resuelve el funesto acertijo que la Esfinge le propone, a saber: ¿qué ser, provisto de una sola voz, camina primero a cuatro patas por la mañana, después sobre dos patas al mediodía y finalmente con tres patas al anochecer? Al contestar “el hombre” Edipo logra la muerte de la Esfinge pero también, y para su desgracia, ser proclamado rey de Tebas al verse casado con Yocasta, su desconocida madre, cumpliéndose así el infortunado anuncio del oráculo. 

[4] Citas que pueden encontrarse en el impagable ensayo de Harpur titulado El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación, publicado por Atalanta en 2002.

[5] La carta en cuestión la cita Rolf G. Renner en su monográfico sobre Edward Hopper editado por Taschen en 2002.


lunes, 10 de abril de 2023

PARÍS: GOZO DEL FLÁNEUR

 



Mirar hacia arriba mientras se pasea es, por lo general, una costumbre muy saludable que suele dar gratas sorpresas tanto en el campo como en las contadas ciudades que logran mantener parte de su caserío inmune al rigor mortis del juego de escuadras que ha impuesto el Movimiento Moderno.

Muy cerca del hotel donde nos alojábamos mi pareja y yo estos días pasados en París me sorprendió, al mirar hacia arriba, un monumental conjunto de edificios que, de entrada, me pareció de una cuidada híbrida belleza. Al detenerme para contemplarlo más al detalle enseguida me di cuenta de que sus diferentes edificaciones no tenían otra función que la de común vivienda. Edificaciones, eso sí, hechas con un claro propósito de resultar visualmente bellas. Después de las consabidas fotos de móvil me puse a investigar y esto es un resumen, un poco a vuelapluma, de lo que pude descubrir:

Terminado de construir en 1926 por los arquitectos Joseph Charlet y Etienne Perrin este sugestivo complejo de viviendas sociales en forma de espina de pescado (408 apartamentos y pisos para los que gusten de la exactitud) hay que interpretarlo como un ejemplo más –por muy elegante que pueda parecer- de la corriente higienista que en Francia lideraron los arquitectos Henri Sauvage y Charles Sarazin, fundadores en 1903 de la que se conoció como Sociedad de Viviendas Higiénicas Baratas (HBM, sus iniciales en francés). Se trataba de luchar desde el frente arquitectónico contra la tuberculosis, una verdadera plaga todavía a principios del siglo XX, y la insalubridad de las viviendas urbanas, especialmente del extrarradio. Así, un buen número de jóvenes arquitectos con conciencia social se lanza a construir edificios que hoy llamaríamos de VPO, con unos estándares de calidad que exigían para las familias modestas estancias más espaciosas y mejor ventiladas e iluminadas.




Lo que llama la atención en este caso es no solo el esmero con que están animadas las fachadas con alternancia de pequeñas terrazas y balcones de altos ventanales, algunas en forma de logias, también con elementos cerámicos esmaltados en azul y ladrillos policromados (herencia del art-decó) sino la dotación de una completa infraestructura de servicios como garajes, trasteros, jardines interiores y espacio para una guardería y hasta para depósitos mortuorios. En definitiva, parece que se trataba de hacer una pequeña ciudad dentro del distrito XIII de la propia la ciudad.




jueves, 26 de enero de 2023

Arte Tribal/Arte Occidental

 


Decir, como dijo Picasso, que "la escultura primitiva nunca ha sido superada" es, en última instancia, una afirmación absurda, entre otras cosas porque seguramente nunca se concibió ni realizó como “escultura”.  Reconocer que las tallas tribales, que Rubin las considera como "iconos" y no como "narraciones", tienen genio y combinan lo racional y lo mágico de una extraña manera provocativa, es una cosa, pero decir que cualquier objeto o grupo de objetos tribales de la exposición que comisarió para el MoMA en 1984[1] puede estar al mismo nivel que las obras que son, a la vez, icónicas y narrativas, como los frontones de Zeus de Olimpia o la Capilla de los Medici de Miguel Ángel, por poner dos ejemplos conocidos, es pecar en exceso de negligencia y perder de vista la riqueza de nuestra propia complejidad como cultura occidental.

Y luego está la cuestión, interesantísima, del supuesto efecto apotropaico del arte tribal. Una razón que puede explicar, en parte, la fascinación que ha ejercido en Occidente. En su muy reveladora explicación de las "Demoiselles d'Avignon", que Picasso describió más tarde como su "primer cuadro de exorcismo", Rubin cita la declaración del artista a André Malraux de que las máscaras tribales eran "intercesores" contra todo tipo de espíritus desconocidos y amenazantes ''. “Si damos forma a estos espíritus '', dijo Picasso,  “nos podemos liberar”. En el momento en que Picasso tuvo la revelación de que el arte primitivo era apotropaico (diseñado para evitar o conjurar el mal), pudo sentir una cierta liberación de sí mismo.

La cuestión de la intención apotropaica[2] del arte primitivo es tan controvertida como lo puedan ser sus relaciones con el arte occidental. Ciertamente, una gran parte del arte tribal no estaba destinado a este propósito. Sin embargo, sí es cierto que muchas palabras y gestos humanos tienen alguna función apotropaica  (son, de alguna manera, un intento de aliviar la ansiedad, cortejar, persuadir, confrontar o golpear los poderes de las tinieblas) entonces, ¿por qué no van a poder tener esa intención curativa, sanadora muchas de las obras tribales? Aceptando, a priori, que no es ese un criterio válido de valoración artística sí, en cambio, es una derivada a tener en cuenta en la intención de la obra. Ciertamente,  detalles formales como la frontalidad y las distorsiones del arte primitivo han sido experimentadas por artistas occidentales modernos como recursos para nombrar lo innombrable y así, al menos por un momento, poder mantenerlo a raya.

 

 



[1] Primitivismo en el arte del siglo XX. Afinidad de lo tribal y lo moderno fue su título.

[2] Efecto apotropaico es un término antropológico para describir un fenómeno cultural que se expresa como mecanismo de defensa mágico o sobrenatural evidenciado en determinados actos, rituales, objetos o frases formularias, consistente en alejar el mal o protegerse de él, de los malos espíritus o una acción mágica maligna en particular, purificándose (catarsis) con este rito u objeto ritual.

El término deriva del verbo griego αποτρέπειν (apotrépein ‘alejarse’), y se relaciona fundamentalmente con la necesidad psicológica de hallar cierta seguridad ante lo incierto y desconocido, lo que comúnmente se relaciona con lo peligroso y posiblemente dañino.

 

jueves, 19 de enero de 2023

Paisaje, distancia e identidad. Irene Sánchez Moreno, Alba Cortés y Miguel Gómez Losada

 Hace unos dos meses el crítico y comisario de arte Guillermo Amaya me pidió un texto de sala para la exposición "Paisaje, distancia y entidad" que reunió a tres artistas muy queridos por mí, Irene Sánchez Moreno, Alba Cortés y Miguel Gómez Losada en el peculiar espacio de la recién abierta galería Domo, en Sevilla. Este es el texto en cuestión. 

                                            Irene Sánchez Moreno


“En un paisaje no hay nada que comprender, se nos presenta vacío de razón” afirmaba Ruskin en uno de sus textos más conocidos[1] y Hodler, gran paisajista, añade ratificando lo anterior: “reproducimos lo que amamos; la emoción es una de las primeras causas que determinan a un pintor a hacer una obra”[2]. El paisaje, digámoslo desde el principio, no es la naturaleza sino, en todo caso, una elaboración personal que el artista ejecuta a partir de lo que ve o siente al contemplar un lugar o la imagen de un lugar. En la pintura de paisaje el artista, por tanto, accede a la naturaleza por medio de una operación estética. Esta experiencia estética acarrea, en términos históricos, una vinculación nueva del ser humano con la propia naturaleza que, así, puede ser vista como una entidad anímica o emocional, a veces de resonancias épicas o sublimes, como queda patente por ejemplo en ciertas obras de Irene Sánchez Moreno o Alba Cortés, presentes las dos pintoras en esta exposición, y otras como escenificación del deseo o la nostalgia, siempre en un sutil equilibrio entre naturaleza y cultura, como es el caso de Miguel Gómez Losada, el tercero de los artistas que completa esta concisa y excelente colectiva.

Contra lo que pudiera parecer el paisajismo tanto de I.S.M. como de A.C. no es un paisajismo topográfico, interesado en la descripción física de accidentes geográficos por muy pintorescos o sugestivos que puedan resultar a la mirada. Si en los parajes alpestres de I.S.M. se adivina una inclinación por el carácter inmutable de la naturaleza y su condición de enigma frente a lo transitorio y efímero que distingue a la condición humana, en el paisajismo de A.C. cobran fuerza intereses de alcance netamente posmoderno como son la descontextualización de fragmentos naturales o la reinterpretación de imágenes virtuales procedentes de cámaras ultravioletas pasadas al óleo.

                                            Alba Cortés en su estudio

Caso muy distinto es el de M.G.L. Su poética del paisaje –yo diría de toda su pintura- se nutre de la sorprendente combinación de lo aparentemente sólido con lo elusivo y hasta intangible. Su imaginería parece circundada por un aura romántica u onírica de tal potencia que lleva a sus imágenes al borde de la disolución, como si estuvieran en un tris de desaparecer delante de nuestros ojos. Ficciones románticas son lo que parecen.

Por último, creo que resulta pertinente enfatizar el hecho de que los tres pintores tengan por costumbre partir, para su trabajo, de originales fotográficos ajenos consiguiendo, así, que sus imágenes se distancien necesariamente de la experiencia personal. Una manera de abundar en la tesis posmoderna de que la realidad es siempre problemática y se desenvuelve de manera más neta en nuestra mente que en eso que hemos dado en llamar mundo exterior.   

                                            Miguel Gómez Losada

                                                                                  

 



[1] Ruskin, John, Los Pintores Modernos. El paisaje, Valencia, Prometeo, 1913, p. 8

[2] Hodler, Ferdinand, La misión del artista, Palma de Mallorca, José J. de Oñaleta editor, 2009, p. 9

lunes, 1 de agosto de 2022

María Gómez. El viento. Retirarse es lo primero.

                                                                Camino a Sputnik, 2021



 MARÍA GÓMEZ: LA IMAGEN EMPÁTICA

 

No deberíamos considerar nuestros prójimos a las figuras de María Gómez. Al igual que ocurre con una Venus o una Madonna del Quattrocento su figuración se mueve en una esfera ideal, cercana al arquetipo y en apariencia fuera del alcance de las pasiones y los anhelos mortales. Por eso sus figuras nos resultan fascinantes. Tienen un inexplicable parecido con nosotros pero no son como nosotros. En varias de sus últimas grandes composiciones (De camino a Sputnik, Gran estancia de meditación o Señora pobreza) dichas figuras aparecen ocupadas en tareas o actividades domésticas de cierta enjundia pero lo hacen con una concentración tan ajena a toda mundanidad, con tal delicado altruismo que se dijera que están concebidas como premoniciones de lo eterno, destinadas a trascenderse a sí mismas.

A lo largo de una trayectoria que supera con creces los 40 años en la escena del arte (su primera individual se remonta a 1977) la evolución de MG se nos presenta como una empresa artística de una insólita coherencia a la que ella siempre ha sabido agregar un toque levemente indescifrable, casi mágico, de distinción o rareza que hace que pueda ser reconocida en cualquiera de sus cuadros. Adscrita desde muy joven al empeño general de su generación por renovar los modelos figurativos patrios recién iniciada la década de los ochenta, para MG parece claro que el objetivo del artista moderno no es provocar una ruptura traumática con la tradición sino más bien reapropiársela desde una independencia fáctica que resulta incompatible con cualquier ortodoxia estética. Su obra, así, evidencia que si en aras de la necesidad de novedad el artista de su tiempo opta por enfrentarse al reto de rehacer la forma y el estilo no es tanto para repudiar la tradición clásica cuanto para renovarla con el fin de poder expresar nuevas realidades o necesidades del alma que no habían tenido ocasión de poder ser expresadas antes.

Tratar de renovar la tradición es un empeño noble y difícil, no apto para cualquiera. En los cuadros de MG no hay cabida para la banalidad. Su figuración parece estar atravesada por el afán de rescatar una cierta idea de lo que la belleza debería ser hoy: algo a medio camino entre lo sagrado y lo humilde. La necesidad íntima de belleza surge de nuestra condición metafísica, de nuestro afán por encontrar nuestro lugar en un mundo cada vez más global y público. Se trata, en definitiva, de saber hallar el punto de equilibrio para poder alcanzar un cierto estado de armonía con los demás y con nosotros mismos. MG ordena el mundo en sus cuadros y yo diría que lo hace para encontrar su propio lugar en él, para vivir en él según sus necesidades. Pero una artista tan sensible y espiritual como ella sabe que solo puede acariciar la esperanza de conciliación con el mundo asumiendo su condición de “extraña”, de inadaptada, de ahí que la experiencia de belleza también pueda interpretarse en su caso como un ejercicio consolatorio, como una forma de encontrar por fin respuesta a las legítimas aspiraciones de concordia o armonía con aquello que de sustancial nos rodea. Nadie atento a la belleza prescinde de la idea de redención. Siempre me ha parecido que la obra de MG se sitúa en el umbral de lo trascendente. Sus personajes y aquello que hacen sus personajes apuntan más allá de este mundo de cosas materiales y concretas hacia un ámbito en el que la vida humana estaría tocada por una lógica emocional tan poderosa que haría que el sufrimiento fuera noble y el amor valiera la pena. Por eso he dicho al principio que sus figuras se resisten a ser consideradas como nuestros prójimos. Nosotros hemos terminado por ser, a fuerza de adaptación al mundo, de otra pasta, más endeble y más innoble. Los personajes de MG sienten lo que hacen, incluso aunque lo que hagan sea solo mirar o pensar, como sus enigmáticas cabezas sobre el papel de las antiguas páginas amarillas. Nosotros, en cambio, nos hemos acostumbrado a disertar sobre el amor o el dolor sin tomarnos la molestia de tan siquiera sentirlos.

Veo el plasticismo de MG lleno de sustancia. Con el añadido virtuoso de estar expresado de una forma elegante y sumaria donde la intensidad emocional apenas necesita de anécdota narrativa. Es como si en sus cuadros pudiera respirarse el olor de la melancolía, una suerte de amable recogimiento pleno de gracia. A lo que contribuye, sin duda, un estilo que yo llamaría  neoarcaico, de cierta dureza expresiva muy finamente hilvanada a través de trazos nítidos y sencillos apoyados en un cromatismo apagado, a veces casi sordo, donde predominan los verdes, amarillos, azules y rosas. El óleo, en su caso, podría confundirse con el temple, trabajado a base de sucesivas capas o transparencias. Una pintura, en todo caso, con afán de síntesis espiritual que aspira a reflejar una voz interior, única, sincera, porque la pintora pinta el mundo que lleva dentro.

En uno de sus cuadernos de viaje (una especie de Diario) en 1985 la artista dejó escrito: “una vez que se ha volado ya no es posible caminar sin que una sensación de pérdida se instale entre nosotros”. Y, en efecto, en esta certera reflexión, que nos trae a la memoria los versos de aquella inolvidable conversación entre el Amado y su Esposa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, MG nos dice mucho más de lo que parece de su propia obra. No solo en la mujer que medita con un libro en la mano o en aquella que le ofrece a otra una luminiscente pequeña ofrenda o en el niño que porta con tierno esmero un cuenco verde sino incluso en una desnuda arquitectura o una simple cortina al viento podemos adivinar la necesidad de la artista por hacer “especiales” las cosas que toca, por extraerlas de sus respectivos contextos cotidianos para dotarlas de un peculiar embeleso, de una especie de encantamiento que las hace a un tiempo flotantes e indefensas. Como si hubieran levantado el pie, por un momento, de la tierra y perdido el contacto con el resto del mundo para volver, al poco, cambiadas, trascendidas por la experiencia, pero también conscientes de su propia vulnerabilidad, de su inevitable indefensión ante los embates de la vida real.

MG evita en su pintura involucrarse en exceso en las contingencias de la cotidianidad. Acaso por temor a mancillar aquello que de puro todavía persevera en nuestro sentimiento. Así, nos ofrece meditaciones sobre los anhelos e inquietudes humanas en lugar de soluciones mediante la acción. El arte genuino se distingue del artificioso porque apela a la imaginación en vez de buscar un sucedáneo de lo real. Las escenas imaginadas de MG no necesitan convertirse en realidad sino que están cómodas, como en su sitio, en tanto que representaciones. Llegan hasta nosotros empapadas de pensamiento y sensibilidad, son imágenes empáticas que se contentan con ponderar su valor de iconos  y nos deleitan de un modo inexplicable que, a la postre, termina por ser  la parte principal de su significado.