viernes, 13 de noviembre de 2015

¿Qué fue de Eugene Zak?


El Pastor, óleo sobre lienzo c 1911.Zak




Que la fama no solo es caprichosa sino además volátil nos lo recuerda con cíclico tesón también la historia del arte y, dentro de ella, aun con más acento la historia del gusto estético. ¿Quién se acuerda hoy, por ejemplo, de un pintor como Eugene Zak?
No voy a detenerme ahora en sus pormenores biográficos, solo decir que el bielorruso Zak gozó desde muy temprano del éxito de crítica y público (como suele decirse) y que su carrera artística fue lo más parecido a un meteoro fulgurante. Entre los años diez y veinte del siglo pasado su obra copaba los lugares más destacados de salones, museos y galerías de París y Alemania al tiempo que los coleccionistas más pintureros del beau monde, como el barón Henri de Rothschild, aumentaban con sus insistentes compras el precio de sus cuadros hasta alcanzar cantidades de vértigo. Incluso después de muerto (murió joven, sin cumplir los treinta) su mujer abrió en París una galería a la que llamó por su nombre, “Galerie Zak”, con el fin de poder seguir exprimiendo hasta el último de sus jugos plásticos. En nuestro país, sin ir más lejos, un crítico como Eugenio D´Ors (por lo general de fino criterio aunque de verbo pedante) acostumbraba a ensalzarlo hasta el abuso, llegando a compararlo nada menos que con el mismísimo Leonardo da Vinci.

Retrato Viril, 1918. Zak

Todo esto, como es natural, fue olvidándose con el tiempo, pero por mucho que en el suyo rigiera en los destinos del arte europeo inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial esa tendencia que los franceses bautizaron, algo después, como “le rappel a l´ordre” (entre nosotros, neoclasicismo), no deja de llamar la atención que un pintor tan menor como Zak ocupara tan destacada posición.
Si como dibujante su mano fue diestra, su tendencia al preciosismo y a la voluta siempre termina por rebajar el carácter de sus retratos y composiciones paisajísticas. En cuanto a los óleos, témperas y aguadas hoy nos parecen  muy alejadas de la gracia a causa de un mal entendido decorativismo y de un exceso de sentimentalidad. Hay siempre en Zak una inflación de sensibilidad resbaladiza apoyada en ciertos recursos de estudiada pedantería que terminan por desgraciar sus obras.
Baste demostrar lo que digo una simple comparación entre “El bebedor” de Zak (1924) y el “Arlequín sentado” de Picasso (de solo un año antes) y probablemente no hagan falta más explicaciones.

El bebedor, 1924. Zak



Arlequín sentado 1923. Picasso




















Nota: Aquellos pocos que supieran de la existencia de Zak seguro que han entendido por qué me he atrevido a compararlo, precisamente, con Picasso.


miércoles, 11 de noviembre de 2015

Max Bill y la Cinta de Möbius


Max Bill, Fundación Juan March, 2015



“Diseñar de la cuchara a la ciudad” fue un ambicioso programa técnico-artístico con vocación de totalidad que probablemente Max Bill encarnó mejor que ningún otro artista de su tiempo. Estamos hablando, naturalmente, de una época concreta (los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial) y de un lugar determinado (la Alemania arrasada que encuentra en el Plan Marshall la vía obligada para su imperiosa reconstrucción).
Las ideas de Bill parten de que en el mare mágnum de productos industriales de diseño de una sociedad cada vez más tecnologizada es posible encontrar un sistema que aporte orden y coherencia a un supuesto corpus resultante de actividades y conocimientos. Sistema que, por lo demás, vendría a restablecer los vínculos entre el arte y el diseño, por un lado, y la ciencia y la tecnología por otro. Así, el “arte concreto” y las teorías de la “buena forma” habría que entenderlos como la respuesta “racional” tanto al informalismo europeo en boga como al expresionismo abstracto norteamericano. “Arte concreto”, pues, como la piedra filosofal de Bill, sobre la que edificó toda su producción artística, así como la que guió el ideario de su influyente escuela, la Hochshule für Gestaltung de Ulm.

Max Bill en la Escuela de Ulm

Todo esto, aun siendo bien sabido, viene a cuento, como preámbulo, por la exposición que estos días la Fundación Juan March de Madrid le dedica a la obra de Max Bill. El campo de trabajo de Bill fue vastísimo, incursionando en la pintura, la escultura, la publicidad o la arquitectura, sin olvidar su conocida labor como diseñador gráfico e industrial (recuérdense, a este respecto, sus famosos relojes para la firma Junghans). Pero yo quisiera referirme ahora brevemente a su faceta de escultor y, dentro de ella, a algunas de sus más características esculturas. Hablo de las sucesivas versiones de “Endless Ribbon” (Cinta sin Fin), que comenzaron en los primeros años treinta, y de sus variaciones posteriores, las “Endless Twists” de la década de los cincuenta.  Ambas series lo primero que ponen de manifiesto es la voluntad de tratar la cuestión formal desde el rigor matemático. Lo que venía a amalgamar dos de las principales pasiones intelectuales del artista: la reflexión sobre lo que él entendía como la “buena forma” y el estudio sistemático de las matemáticas aplicadas al espacio.
Desde muy joven (la primera “Endless Ribbon” la realizó con apenas 26 años) Max Bill se sintió atraído por lo que él definió como “la pura expresión de dimensiones y leyes armónicas del arte”, de clara inspiración matemática, y así se impuso trasladar al ejercicio de las artes plásticas principios metodológicos matemáticos, en concreto de la topología. En esto, sin embargo, no se distinguía demasiado de colegas como Theo van Doesburg o del propio Gropius, profesor suyo en la Bauhaus. Lo que de verdad singulariza de forma notable a Bill es que, aun reconociéndose como un artista lógico, quiso incluir la belleza como uno más de los requisitos que todo objeto artístico debía cumplir. No se trata, por tanto, de aplicar los procedimientos matemáticos a las artes plásticas sin más, sino, antes bien, de producir “cosas bellas” con el mismo grado de especificidad y rigor metodológico con que se resuelve un problema lógico. Y aquí es donde aparece Möbius, matemático alemán del siglo XIX, descubridor de la famosa cinta, una superficie no orientable de una sola cara y un solo borde que, a buen seguro, inspiró a Bill sus esculturas continuas, las sugestivas Endless Ribbons.
Cinta de Möbius








Endless Twist, Max Bill, 1953.
Y aunque el propio Bill ha contado el origen de su conocida pieza como consecuencia de un encargo privado[i], lo que está fuera de toda duda es que sus esculturas (pero también toda su pintura) parten de un riguroso estudio de la geometría como mecanismo a través del cual poder aprender a visualizar las relaciones e interacciones de los objetos en el espacio.
El juego de esas relaciones es, por tanto, lo que importa en su obra, un juego que se constituye en torno a un concepto clave: el de “continuidad” de la experiencia estética. La idea de “continuidad” implica una doble dirección: de un lado, implica una conexión en la separación y, del otro, un cierto movimiento dentro de un orden inamovible. Esta doble dicotomía será precisamente la que una pieza como “Endless Ribbon” logre sintetizar felizmente como forma hasta llegar a convertirse en el perfecto emblema de su teoría de la “buena forma”, que no es otra cosa que una forma coherente tanto en lo “visible” como en lo “comprensible”.




[i] Encargo que consistió en diseñar una escultura que aumentara el atractivo visual de una moderna chimenea eléctrica de una casa de estética vanguardista. Bill asegura que cuando ideó la escultura en cuestión no tenía en mente ni el símbolo egipcio para el concepto de infinito ni tampoco la famosa cinta de Möbius.

sábado, 7 de noviembre de 2015

La Mano con Lápiz


Bailarinas, E Degas



Lo de esta ciudad es muy curioso; átona en lo cultural, paupérrima en su oferta artística, se permite, a la vez, el lujo de ignorar una exposición tan lograda y magnífica como la que estos días podemos ver en la suntuosa y siempre deshabitada sede de su Museo de Bellas Artes: “La mano con lápiz”, una reunión excelente de dibujos y pequeños collages de algunos de los mejores artistas del siglo XX que la Fundación Mapfre ha logrado reunir a lo largo de estos últimos dieciocho años.
No hay muchas oportunidades de ver una muestra así por estos lares, razón de más por lo que resulta tan desconcertante como deprimente observar el nulo entusiasmo popular y la escasa repercusión mediática que esta iniciativa está recibiendo. La he visitado ya tres veces, una de ellas en fin de semana, y nunca he coincidido con más de tres o cuatro personas en las salas –generalmente visitantes foráneos- y en la última ocasión estuve en la más completa soledad casi toda mi visita. En fin, este es el tono de la ciudad pero al menos pude hacer algunas fotografías sin que ningún conserje o vigilante me importunara con la dichosa normativa.
La exposición arranca con una serie de dibujos de pintores como Burne-Jones, Fernand Khnopff (fascinante el tratamiento formal del fondo con crayón de colores), Edgar Degas, Klimt (del que puede verse uno de los bocetos de su “Mujer con sombrero”, tema que le ocupó durante los años 1909-1910) o Matisse, todos ellos conspicuos representantes de la expresión de un cambio trascendente en el ámbito de las artes visuales entre los siglos XIX y XX. Junto a los dibujos de estos artistas conviven otros de figuras como Darío de Regoyos, Nonell o el primer Picasso.
Por otra parte, es evidente que el cubismo como nueva forma de leer el motivo ocupa un lugar destacado en los fondos de esta colección. Obras de Juan Gris, Dalí, André Lhote o, de nuevo, Picasso vienen a demostrar las distintas maneras de abordar el cuerpo y el objeto desde el riguroso prisma cubista.

Estampa, Maruja Mallo

En la última sala se han dispuesto básicamente las obras de naturaleza surrealista y, aparte de los consabidos Miró, Óscar Domínguez o Dalí (su dibujo a tinta y lápiz “Guerra estética”, de un virtuosismo técnico que aspira a emparentarse con las figuras del Laocoonte o las de “El incendio en El Borgo” de Rafael, es magnífico), podemos disfrutar de los dibujos escultóricos de Alberto Sánchez o Julio González así como de una refinadísima tinta china de José Caballero titulada “La rosa y el velocípedo”.

La rosa y el velocípedo, José Caballero
Fuera de toda clasificación quisiera destacar, por un lado, la preciosa acuarela de Paul Klee “Joven palmera” y, por otro, el impresionante carboncillo y aguada de Lyonel Feininger, “Deep”, una característica composición paisajística de robusta pero poética geometría que hace honor a su título.
Por último y como único pero ¡ay! lamentable desacierto solo señalar la inconveniencia de incorporar un pamplinoso dibujo de Tàpies, extraña nota discordante en tan selecta colección.





viernes, 30 de octubre de 2015

CUANDO ORAZIO GENTILESCHI SE LLAMABA VELÁZQUEZ



Moisés salvado de las aguas, Gentileschi.Colección Privada



La historia del arte está salpicada de atribuciones erróneas cuando no directamente falsarias. Es algo con lo que hay que contar y que a ningún historiador bregado le puede llamar, en exceso, la atención. No obstante, algunas son tan flagrantes que no pueden por menos que resultar inexplicables. Quisiera referirme ahora a una de estas últimas que afectó por mucho tiempo nada menos que al más emérito de nuestros pintores, Diego Velázquez. Para ello hay que retornar a las primeras décadas del siglo XIX y situarnos en las islas británicas.
Veamos: hace 168 años, en 1848, cuando el hispanista escocés William Stirling publicó el que se considera primer catálogo de la obra de Velázquez sacó algunas conclusiones curiosas, entre las cuales destacaba el hecho de que de las 226 pinturas catalogadas por él había más cuadros del sevillano en Gran Bretaña que en España. Tres décadas después, en 1883, el norteamericano Charles Curtis, en un catálogo aun menos riguroso, afirmó que las obras originales velazqueñas eran más, y las aumentó hasta un número de 274 originales, añadiendo 315 copias y réplicas. Llamaba asimismo la atención de dicho autor el dato de que prácticamente la mitad de las obras consideradas auténticas estuvieran en colecciones británicas.
Tamaños entusiasmos los vinieron a enfriar, primero, el que fuera director del Museo del Prado, Aureliano de Beruete, en 1898 y, mucho después, López-Rey con su catálogo razonado de 1996, poniendo orden a tan alegres atribuciones. Hoy sabemos que solo existen 130 obras autógrafas, de las que los británicos han de conformarse con apenas 16, número que no está nada mal, sobre todo si consideramos que disfrutan de dos auténticas obras maestras como son “La Venus del espejo” de la National Gallery de Londres (“The Rokeby Venus” para ellos) y la “Dama del abanico”, perteneciente a la Wallace Collection.  
Resulta evidente que tanto Stirling como Curtis no conocieron nunca de forma directa la mayoría de los cuadros de Velázquez y a pesar de ello no tuvieron reparo alguno en emitir sus “autorizados” juicios[i]. Pero entre tantas atribuciones erróneas quisiera centrarme, por la gravedad del dislate, solo en una, que afecta de manera –pienso yo- no poco ofensiva a la reputación de otro gran pintor contemporáneo de Velázquez y, por cierto, bien conocido de las élites culturales británicas por haber pasado la última etapa de su vida en la corte de Carlos I de Inglaterra, como es el toscano Orazio Gentileschi.
Según investigaciones del historiador A. Weston-Lewis las dos versiones que Gentileschi pintara  del tema de “Moisés salvado de las aguas” apenas difieren dos o tres años en cuanto a su realización (1660/1663). La más temprana, a su parecer, es la que Carlos I encarga para disfrute de su mujer, la reina Enriqueta, que la lleva a su villa palladiana de Greenwich, la Queen´s House. Una obra de aparatosas dimensiones (258x302 cm) que terminó perteneciendo durante dos siglos a los sucesivos condes de Carlisle que la disfrutaron durante ese tiempo en Castle Howard (su célebre mansión inglesa por ser el escenario donde se rodó la serie de televisión “Retorno a Brideshead”) hasta que sus actuales herederos, acuciados por las deudas, la venden en 1995 a un coleccionista privado.
La segunda versión, que custodia nuestro Museo del Prado, fue, en cambio,  un regalo del propio Gentileschi al rey Felipe IV y, aparte de ser de dimensiones algo menores (242x281 cm), es, en mi opinión, notablemente más refinada de factura y exquisita de color, como si hubiera sido pintada con mayor exigencia estética y no alla prima como parece haber sido hecha la primera.
Pero aun hay otra tercera diferencia, realmente extraordinaria, que afecta solamente a la primera versión y que deja en entredicho no sé si el ojo crítico o más bien la honorabilidad tanto de William Stirling como de Charles Curtis, los dos “entendidos” al principio citados, que asignaron la autoría de la obra nada menos que a Diego Velázquez. Atribución a todas luces disparatada que hizo creer no solo a varias generaciones de condes de Carlisle sino a decenas de especialistas británicos y franceses que entre las paredes de Castle Howard brillaba uno de los más insólitos y magníficos Velázquez.

Moisés salvado de las aguas, Gentileschi, Museo del Prado



Sabiendo como tenían que saber que el cuadro en cuestión, cuando lo adquirió en pública subasta el quinto conde de Carlisle, provenía de la colección privada del duque de Orléans, ¿no se les ocurrió pensar que al estar éste casado con la hija menor de Carlos I y Enriqueta de Inglaterra, protectores de Gentileschi, y además ser vendido dentro del lote de “pinturas italianas y francesas” del duque tenía todas las papeletas para ser considerada una obra italiana o, cuando menos, francesa? ¿Acaso ignoraban que, por ejemplo,  Veronese o Poussin –con los que el cuadro tiene, sin duda, muchas más concomitancias- habían tratado el mismo tema bíblico o que el propio auténtico autor, Gentileschi, había hecho otra versión? ¿Por qué Velázquez, pintor del que ya en esa época no se tenía noticia de haber tratado ese tema nunca y al que se podía recurrir en el país por estar bien representado en algunas colecciones privadas? ¿No compararon, siquiera superficialmente, los estilos?
Lo cierto es que no será hasta muchos años después, a principios del siglo XX, como demostró R.W. Bissell en su “Orazio Gentileschi and the Poetic Tradition in Caravaggesque Painting”, que se repare el error anglosajón y se restituya la autoría de Gentileschi no solo en relación a esta obra sino también a su “Lot y sus hijas”, atribuida otra vez a Velázquez.
Repito, ¿por qué ese empeño en Velázquez? Las respuestas que se me ocurren dejan todas en mal lugar a un sinfín de connoisseurs británicos y franceses y me llevan a pensar, por un lado, en la apremiante necesidad de rivalizar con España en la posesión de obras del que ya se consideraba uno de los más grandes pintores de la historia moderna y, por otro, en la habitual falta de escrúpulos de determinados especialistas a la hora de mezclar el dinero con el arte.



[i] Probablemente se fiaron de una información que aparece por primera vez impresa en Rutland 1813, I,p. 97 que se hacía eco de la leyenda de que el cuadro fue regalado por la Corona española al Duque de Orléans.

lunes, 26 de octubre de 2015

Gómez de la Torre, Gesto y Color

Con motivo de la exposición que el Museo de Alcalá de Guadaira está dedicando estos días a la obra paisajística de Juan José Gómez de la Torre escribí estas palabras para el catálogo que se ha editado, un texto donde analizo su obra más reciente.


El pintor el día de la inauguración



"Llama la atención en un hombre tan circunspecto y de naturaleza tan reservada como la que se deja entrever en Juan José Gómez de la Torre una obra de pincelada tan brava y de color tan desinhibido como la suya. Pareciera querer desmentirse como individuo en sus cuadros y es harto probable que podamos encontrar en ellos ecos de su personalidad que pasarían desapercibidos en un primer y superficial acercamiento.
JJGT es un pintor que no se ha prodigado mucho a la hora de someter su obra al escrutinio público y cuando lo ha hecho –especialmente en Málaga (su tierra natal) y Sevilla (su ciudad de aclimatación)- se ha mantenido fiel a las mismas galerías que apostaron por él desde un principio: ámbitos discretos de repercusión mediática limitada carentes de la infraestructura necesaria para ofrecer a su obra la visibilidad que ésta lleva reclamando desde hace años por méritos propios. De hecho, si no estamos equivocados, esta es la primera ocasión en que un museo público decide programar una exposición lo suficientemente amplia y representativa de su trabajo, por mucho que éste se ciña al realizado en los últimos tres o cuatro años.

Paisaje de huerta, óleo sobre lienzo, JJGT


Desde que en 1989 inaugurara su primera individual en la Casa de la Cultura de Torremolinos hasta su más reciente cita en las salas del Ateneo de Mairena del Aljarafe, hace algo más de tres años, el mundo de JJGT ha venido creciendo en torno a unos pocos temas, apenas un par: el bodegón y el paisaje. Si acaso, alguna puntual incursión en el retrato o en el apunte rápido de ciertos animales de granja como el caballo o los gallos. Ceñida a esos dos géneros y centrada en la interpretación de unos mismos motivos recurrentes (el agua mansa de río o de laguna, la alquería de labranza, la agreste campiña, la solitaria barca o, si hablamos del bodegón, la fruta en el frutero o los útiles del pintor) la pintura de JJGT ha sabido madurar, a través de un constante y elaborado ejercicio de concentración de la mirada, en emoción expresiva y rico cromatismo hasta alcanzar, en ocasiones, los límites de la pura abstracción. A las puertas de ella ha querido dejar más de un paisaje y no nos parece descabellado que aun siendo un pintor formado y educado en “el natural” su propia evolución le lleve, en un futuro, a incursionar por esos derroteros.

¿Qué vemos en un paisaje de JJGT? Para empezar, toda la agitación que habita en él está en su pincel y su paleta, no en el paisaje elegido. Es él quien lo agita mientras lo pinta, quien traslada, por tanto, su propia agitación emocional de la naturaleza al cuadro. Tanto si su mirada recala en un apacible rincón de huerta como en un anónimo tramo de río con molino o en una solitaria y melancólica chalana, son los propios recursos pictóricos –básicamente la línea y el color- los que obran esa transformación, esa mutabilidad plástica, logrando alborotar sobre el lienzo o el papel lo que en la naturaleza parece reposar o convivir en avenencia. Un alboroto que no es solo de carácter óptico sino también psíquico.


Barca, óleo sobre lienzo, JJGT


Evidentemente, es a eso a lo que llamamos “estilo”. Un estilo que partiendo de la pincelada suelta, empastada, de raíz impresionista, asume sin reservas el festín cromático de ecos fauves en una suerte de figuración que ya no es, ni mucho menos, realista sino de naturaleza íntima, una figuración emocional. Paisajes que se revelan de empuje rápido, probablemente acabados en el estudio en unas pocas sesiones mediante toques gestuales, muy corpulentos de color, que van cubriendo un esquemático dibujo previo, cuando lo hay. Una paleta que tiende a apoyarse en una gama de tonos fríos (azules, verdes, violetas) que buscan el contraste complementario con localizados puntos de un color más encendido (naranja, rojo, amarillo). Un punto de vista a menudo frontal, ni demasiado cerca ni demasiado lejos del motivo, que prefiere los horizontes altos, a veces sin cielo, y que proyecta en una red de planos sucesivos la ilusión de distancia sin apenas evidencias de elaboradas perspectivas. Un dibujo previo de carácter reductivo que somete a las formas al mínimo esencial. Una pintura, en suma, que no pretende la ilusión tridimensional y refuta, a un tiempo, el claroscuro, el volumen y el modelado, los tres principales dogmas de la tradición académica.
Bien a través de la mancha en la acuarela o del toque enardecido, rápido y certero al óleo, los paisajes de JJGT lo que anhelan y, sin duda, consiguen es la expresividad. Mancha y toque, así pues, como catalizadores de una personalidad profundamente pasional que ha sabido descifrar en la naturaleza el pálpito esencial que consuela y no defrauda.


Finalmente no quisiera dejar de notar su labor de consumado dibujante, manifiesta sobre todo en su serie de acuarelas, de un lirismo vivaz y sugestivo. La acuarela es una técnica endiablada, que exige un doble y constante entrenamiento de la mano y la mirada. Una buena acuarela solo está al alcance del pintor que incorpora al exacto conocimiento del color la pericia en el dibujo. Las suyas son magníficas. Si consiguen evocarnos la gracia de las cosas, el secreto bullir de la vida y, en suma, nos transmiten mucho más de lo que realmente enseñan es, en buena parte, por el previo trabajo de dibujo que muchas veces palpita discretamente por debajo y, otras, solo está pensado. Un dibujo menudo, nervioso y fluido que alcanza la verdad del motivo, desvelando su auténtico carácter, precisamente por recurrir a la supresión del detalle y eludir, así, la acumulación de todo elemento innecesario".



                                                                     



jueves, 22 de octubre de 2015

Warhol/Beuys o el artista como obra


Andy Warhol, autorretrato






Andy Warhol y Joseph Beuys se sirvieron a lo largo de sus vidas de estrategias opuestas para alcanzar, a la postre, un mismo objetivo: la autoconsagración del artista. Tomando el testigo de Duchamp –siempre adelantado en la astuta práctica de convertir la obra de arte en artefacto conceptual tributario del artista- ambos señalarán los dos caminos principales por los que el conceptualismo transitaría a partir de los sesenta del pasado siglo. Por un lado la “representación” warholiana, del otro, la “presentación” del carismático alemán.

Si a Warhol le animaba la escenificación del artista como estrella mediática (“Si alguien quiere saber todo acerca de Andy Warhol solo tiene que mirar la superficie de mis pinturas, de mis películas, de mí mismo. Ahí estoy, no hay nada más debajo”), a Beuys, en cambio, le chiflaba el engorde de su propia leyenda como resucitado (recuérdese la historia de su rescate por unos campesinos de Crimea en 1943), la cual facilitó, desde entonces, el tema del artista taumaturgo capaz de recuperar para la sociedad parte de su energía vital perdida por culpa de haber despreciado sus vínculos con la naturaleza y el cosmos. Su famosa performance  de 1974 “Coyote: I like America and America likes me” es paradigmática en este sentido, y no debe ser entendida tanto en clave de crítica anticapitalista cuanto en sentido redentorista, a la manera de un nuevo chamán que utiliza la acción artística como el fraile Savonarola utilizaba el púlpito.


Joseph Beuys, Coyote... 1974

martes, 20 de octubre de 2015

Michaël Borremans, la seducción que abruma



Borremans, nº 10, nº 11



Después de ver las 35 obras que Michaël Borremans ha traído al CAC malagueño bajo el ambiguo marbete de “Fixture” (semántica y fonéticamente turbio término que nos remite tanto a “instalación permanente” como a “figura”) tengo más claro que nunca estas tres cosas:

1.        .Que Borremans es el más “español” de todos los grandes pintores extranjeros. Su pincelada es manifiestamente velazqueña. Y su paleta también. No he visto a nadie desde los tiempos de Degas que manejara los grises ópticos de los fondos con  tal maestría.

2       .Que Borremans ha llegado a pintar como quería no hace tanto tiempo, seis o siete años a lo sumo. Basta observar las diferencias entre obras como “The Preservation” o el retrato llamado “One”, ambas de los primeros años de este siglo, y sus impresionantes retratos “The angel”, “The missile” o “Lakei”, todos ellos realizados a partir del 2010, para comprobar su fulgurante evolución técnica y cómo Borremans ha pasado de ser un nuevo figurativo más a ser Borremans a secas.

 3 .Que Borremans debe de ser un hombre muy inteligente y muy seguro de lo que hace y no parece dispuesto a perder un minuto de su tiempo en cuestionarse lo que significa ser hoy un pintor moderno. Sabe que lo es y eso le basta. Abruma y seduce a partes iguales




Borremans, Lakei, 2012

martes, 13 de octubre de 2015

Póngame al lado de Zurbarán


Funerales de S Buenaventura, Zurbarán, 1629

Cuenta Françoise Gilot que, preocupado por el escaso número de obras de Picasso en los museos públicos parisinos, George Salles, nieto de Gustave Eiffel y, a la sazón, director de los Museos Nacionales franceses, buscaba con insistencia el modo de convencer al artista para que se desprendiera de algunas de sus obras más representativas y así poder reparar esa carencia. Como quiera que Picasso se solía mostrar reacio a complacer cualquier petición gubernamental –máxime cuando, como era este caso, no había buenas sumas de dinero por medio- a ella se le ocurrió pensar en ciertos grandes lienzos de los que el pintor se quejaba porque andaban ocupando demasiado espacio en el estudio de la Rue des Grands-Agustins y en el piso vacío de la Rue La Boétie. “Serenata”, el primero, de 1942 y “El taller de la modista” el otro, pintado en 1926. Dejó pasar algún tiempo y un día le sugirió a su pareja que debido a su tamaño esos cuadros eran demasiado difíciles de vender a causa de su precio y que su lugar más adecuado sería un museo donde podrían lucir y representarle al lado de los cuadros de Matisse y Braque que colgarían en las salas vecinas a la suya. A Picasso, siempre competitivo cuando se trataba de medirse con los grandes, le animó la idea y después de rumiarla durante un mes decidió que regalaría al Museo de Arte Moderno esos dos enormes lienzos y ocho cuadros más pequeños entre los que se encontraban “La mecedora” de 1943, “Cacerola esmaltada en azul” del 45 y dos retratos de Dora Maar.
Emocionado con la decisión de Picasso, George Salles, antes de trasladarlos al Museo de Arte Moderno, se los llevó al Louvre para poder disfrutarlos con calma en su propio despacho. Y como detalle de agradecimiento invitó al artista y a ella misma a que se pasaran por el museo el día que éste cerraba para sorprenderles con una “divertida experiencia”.
-Será usted el primer pintor vivo que verá su obra colgada en el Louvre- le dijo al pintor mientras le explicaba que pretendía colgar sus obras al lado de las obras maestras del museo que Picasso eligiera.
-Tiene usted la posibilidad de elegir los lienzos que desearía ver colgados junto a los suyos.
-Antes que nadie, póngame al lado de Zurbarán, de sus “Funerales de San Buenaventura”- le contestó Picasso sin pensárselo dos veces. Un cuadro, dice Gilot, por el que el padre del Cubismo se sentía fascinado y al que habían ido a ver en múltiples ocasiones al museo para estudiar juntos su composición y el sabio manejo de todas sus líneas de fuerza.
Picasso observó atentamente cómo los guardas del Louvre sostuvieron durante un tiempo algunos de sus cuadros junto al de Zurbarán y no dijo nada. Luego la operación se repitió con otros cuadros de pintores como Delacroix, Courbet o Uccello, pero Picasso ya no estaba tan emocionado.
Dice Gilot que cuando salieron del museo Picasso seguía en un mutismo completo y que solo al llegar a casa consiguió murmurar que siempre había anhelado contemplar alguno de sus cuadros junto al de Zurbarán.

Serenata, P Picasso, 1942


miércoles, 7 de octubre de 2015

Picasso, algo más que un pintor


Françoise Gilot et Picasso, foto Doisneau.





Que no cite mucho a Picasso no constituye prueba alguna de mi desinterés por él. Quizá, en todo caso, evidencia mi perplejidad y, lo confieso, también una invencible inquietud ante la dimensión de su obra y el desmesurado peso de su legado. Siempre me he resistido al panegírico negligente y a la tentación ditirámbica al hablar de artistas y, en cambio, me siento mucho más cómodo en los más modestos límites del elogio razonado de sus méritos y en el análisis de las aportaciones singulares. Sin embargo con Picasso es difícil ser comedido y hace falta un gran esfuerzo para no perder el equilibrio. Hay en él –y en su obra, por supuesto- algo que lo convierte en excesivo.

Tengo en casa –todos leídos- más de 12 libros sobre el pintor y un estante entero dedicado a sus catálogos, pero hasta que no ha caído en mis manos “Vida con Picasso”, el libro que Françoise Gilot, pintora y compañera por 10 años del artista, escribiera junto a Carlton Lake en los años sesenta, no he encontrado la clave que me permitiera descifrar el enigma, por decirlo así. Gilot, al describir de manera minuciosa e implacable determinados aspectos de la creación artística de su pareja, nos descubre a un Picasso de una gran complejidad intelectual, a un hombre que es cualquier cosa excepto una “fuerza bruta de la naturaleza”, como en demasiadas ocasiones se le ha pretendido presentar.

Picasso se nos revela como un pensador agudo, casi como un filósofo del arte figurativo. En la página 85 de mi edición, enfrascados en una conversación que ambos mantienen en el estudio parisino del pintor, éste se explica así:  “Juan Gris dijo: “tomo un cilindro y hago de él una botella”, invirtiendo en cierto sentido una observación de Cézanne. Su idea consistía en que comenzando con una forma plástica ideal, uno puede hacer que una porción de realidad, la botella, entre en esa forma. El método de Gris era el de un auténtico gramático. Supongo que podrías llamar al mío enteramente romántico. Comienzo por una cabeza y acabo en un huevo. Incluso si comienzo con un huevo y termino en una cabeza siempre me encuentro en el camino que hay entre ambas cosas y nunca estoy satisfecho con ninguna de las dos. Lo que me interesa es establecer lo que tú podrías llamar rapports de grand écart, la más inesperada relación posible entre las cosas de las que quiero hablar porque hay cierta dificultad en establecer las relaciones en esa forma, y en esa dificultad existe un interés, y en ese interés, cierta tensión, y para mí esa tensión es mucho más importante que el equilibrio estable de la armonía, que no me interesa en absoluto. La realidad debe echarse a un lado en todo el sentido de la palabra. Lo que la gente olvida es que todas las cosas son únicas. La naturaleza nunca produce dos veces la misma cosa. De ahí que yo haga hincapié en buscar  los rapports de grand écart (…) Quiero dirigir la mente hacia una dirección desacostumbrada y despertarla. Quiero ayudar al espectador a descubrir algo que nunca descubriría sin mí. Es por eso que hago hincapié, por ejemplo, en la disimilitud entre el ojo izquierdo y el derecho. El pintor no debe pintarlos similares porque no son así. Por ello mi propósito es que las cosas se muevan y provoquen ese movimiento mediante tensiones contradictorias, fuerzas opuestas, y en esa tensión u oposición encontrar el momento que a mí me parezca más interesante”.


La cita no tiene desperdicio y creo que en ella se encuentra la clave principal que desentraña el significado de prácticamente toda su figuración, en los rapports de grand écart, es decir, en las sintonías que laten en las grandes diferencias.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Villa Necchi Campiglio de P. Portaluppi: Milán años 30

Villa Necchi Campiglio de P. Portaluppi: Milán años 30

            
                  
Villa Necchi Campiglio, P. Potaluppi, 1932-35. Milán

                            

La primera vez que oí hablar de Piero Portaluppi fue en casa de Gianni Versace. Recuerdo que cenábamos un grupo variopinto de invitados entre los que se hallaba un arquitecto de gruesas gafas redondas –su nombre lo he olvidado- que lo citó con admiración a propósito de la imagen urbana del Milán de posguerra. Como quiera que yo debí de interesarme por él me recomendó que fuera a ver una de sus casas más emblemáticas que, a la sazón, estaba muy cerca de donde vivía Versace y yo me alojaba, en Via del Gesù, 12.
A la mañana siguiente le pedí a Bob Wilson unas horas libres –en aquel entonces andaba envuelto, como su asistente técnico, en los ensayos de la Salomé de Richard Strauss para la Scala- y me encaminé al número 14 de Via Mozart con la intención de ver la primera casa de Portaluppi. Mi ilusión duró poco, justo el trayecto entre las dos calles, porque la Villa Necchi Campiglio, que así se llamaba, estaba cerrada y nadie me había advertido que no podía visitarse. Me asomé por entre las rejas de la gran cancela verde de la entrada, entreví lo poco que podía entreverse del jardín, parte de los tejados y la espigada chimenea y me volví cariacontecido al teatro. Era la primavera de 1986 y, hasta muchos años después, no supe que todavía en aquel tiempo vivían en el chalet las hermanas Gigina y Nedda, las últimas propietarias de la estirpe de los Necchi.

El arquitecto de las lecorbusianas gafas redondas me había contado que el mundo de los Necchi era el prototípico de la alta burguesía industrial lombarda y que en este caso la fortuna se había amasado a fuerza de fabricar y vender máquinas de coser en una época en que todas las familias pequeñoburguesas querían tener una. Pero lo que sin duda espoleó mi curiosidad fue que añadiera, como si tal cosa, que la casa presumía de una decoración dieciochesca que convivía perfectamente con los diseños déco-racionalistas de puertas y armarios hechos por el propio Portaluppi.


Escritorio en madera de brezo con cajones, P. Portaluppi

                               

Lo cierto es que mi curiosidad tuvo que esperar más de veinte años para poder ser satisfecha, pero quizá esa larga espera mereciera la pena porque en el transcurso de esos años en la casa se operaron significativos cambios que terminaron por hacerla mucho más interesante, si cabe. No será hasta el 2008 que se abra ya como museo, un lustro después de que Gigina Necchi la done al FAI (Fondo Ambiente Italiano) y éste concluya los trabajos de restauración y acomodo. Así que, por fin, en el verano de 2009, aprovechando unos días en el lago de Como, resolvimos bajar a Milán con el único propósito de poder conocer la Villa Necchi Campiglio. Mientras tanto yo había aprovechado el tiempo para hacerme con algunos libros sobre la obra de Portaluppi en los que descubrí que el arquitecto había sembrado, durante el periodo de entreguerras, el centro de esta ciudad de más de una docena de edificios verdaderamente memorables. De ellos me gustaría destacar tres: el Linificio e Canapificio Nazionale (1919-38) de larga fachada curva que todavía testifica la inicial adhesión al gusto déco y a las formas de la Secesión vienesa, el Palazzo della Società Buonarroti-Carpaccio-Giotto (1926-30), situado en Corso Venezia frente a unos jardines públicos, un complejo en forma de U fuertemente caracterizado por su gran pasaje abovedado de aspecto clásico que te conduce hasta Via Tomasso Salvini y, sobre todo, el edificio residencial y de oficinas donde Portaluppi alojó su propio estudio de arquitectura (1935-39), en Via Morozzo della Roca, 5.

Casa estudio de P. Portaluppi, 1935-39. Milán

                                    
Construido en cortina, consta de una sola fachada pública elegantemente severa que el autor resuelve por medio de una estricta cuadrícula cartesiana. Toda la superficie está revestida de losas de piedra y en ella inscribe, a intervalos regulares, las aberturas de las ventanas cuadradas. La perfecta simetría de la fachada en torno al eje central que marca la puerta de entrada queda discretamente alterada por la variación sustancial que supone el basamento que recorre toda la planta baja exterior, a modo de gran zócalo, al que Portaluppi recubre con una suerte de chapado metálico cromado, parecido al que se utiliza en la construcción de los trenes, aviones y automóviles más modernos de la época. El resultado visual consigue sintetizar la elegancia secesionista con el rigor matemático del primer Movimiento Moderno.                                

Detalle de la planta baja exterior, Portaluppi

 Pero dejemos de pasear por la ciudad y volvamos a la Villa Necchi Campiglio. Será Angelo Campiglio, marido y cuñado de Gigina y Nedda Necchi, quien le encargue al arquitecto la realización de su propia vivienda en 1932. Tres años más tarde está acabada. Sin embargo, la familia pronto empieza a sentirse algo incómoda entre tanta modernidad y termina por ofrecerle al arquitecto Tomaso Buzzi la reforma interior de ciertas estancias de la casa con la intención de que tuvieran un aspecto más clásico y tradicional que imaginamos debió de defraudar bastante los ideales de Portaluppi. En cualquier caso, su sello sigue siendo evidente, por ejemplo, en la distribución funcional de los espacios: la planta baja como sede, al mismo tiempo, de la convivencia familiar y la representación, la planta superior destinada a las habitaciones privadas y el ático reservado para acoger al servicio. En el semisótano, que no pudimos ver, el arquitecto situó los vestuarios y las duchas para uso de la piscina –la primera piscina privada de Milán, por cierto-, la habitación de la plancha y hasta una pequeña sala de proyecciones.
Del mismo modo que el arquitecto fue innovador en el exterior, con la incorporación al jardín de la piscina y la cancha de tenis, lo fue también en el interior, dotando a la vivienda de los sistemas tecnológicos más avanzados: ascensor y montacargas internos, intercomunicadores electrónicos en las habitaciones, portón automático de entrada a la finca, cajas fuertes blindadas, etc.

Hall de entrada de la Villa Necchi Campiglio

Cuando te paseas por la casa y consigues hacer abstracción de buena parte del mobiliario y decoración añadidos por Buzzi tienes la impresión de que en este trabajo Portaluppi quiso lograr la “obra de arte total”, ya superada su primera inclinación déco y ahora bajo unos parámetros mucho más racionalistas. Del mismo modo, la sobriedad decorativa de los distintos frentes de la casa vuelve a traslucir su adhesión a las últimas tendencias arquitectónicas que, como en el edificio de Via Morozzo della Roca antes citado, el arquitecto incorporará a sus mejores creaciones de los años treinta y cuarenta.
Con todo, la sorpresa más formidable me la llevé al contemplar la colección de obras de arte que se exhiben en la planta baja y que fueron, en su día, propiedad de la galerista e historiadora del arte Claudia Gian Ferrari. Están aquí por decisión del FAI, institución a la que, también, esta amante del arte las donó poco antes de su muerte: 44 piezas entre pinturas, esculturas y obra gráfica que recorren, a modo de sucinta antología, los dos decenios que se conocen artísticamente como Novecento italiano. “La amante muerta” de Arturo Martini, el “Retrato de Alfredo Casella” de Giorgio de Chirico, dos bodegones de Morandi y, destacando entre todas ellas en el amplio recibidor de la casa, “La familia del pastor” de Mario Sironi, la joya pictórica de la colección. 

"La familia del pastor", óleo sobre lienzo,1929. M Sironi

                         
¡Qué talento compositivo! ¡Qué atmósfera tan conseguida, atemporal, laica y sagrada a la vez! ¡Qué capacidad para sugerir, con solo tres figuras semidesnudas de neutros rasgos en un paisaje rudo, toda la pesada humanidad del trabajo y la familia! ¡Y qué pintor tan maltratado!