jueves, 24 de mayo de 2018

José Luis Puche: ver es creer


VER ES CREER



J L Puche y yo delante de "En el nombre de los pájaros"


Si me permiten la impertinencia me gustaría empezar recordando cómo abría Tom Wolfe aquel deletéreo ensayo suyo, titulado “La palabra pintada”, en el muy arriesgado año de 1975. Empleando una sorna desacostumbrada en la comunidad artística hasta la fecha Wolfe denunciaba, como preludio a la batería de dardos envenenados que vendrían después, las palabras de Hilton Kramer, director por aquel entonces de la sección de Arte del New York Times, relativas a una exposición de siete pintores realistas que se acababa de inaugurar en la Universidad de Yale. Por abreviar, lo que a Wolfe le resultaba no solo chocante sino intelectualmente inadmisible era el hecho de que Kramer anatemizara la obra de esos siete artistas por la peregrina razón de que practicaran un estilo –el realista- “falto de teorías convincentes”. O lo que es lo mismo, que alguien erigido, no se sabe bien en virtud de qué méritos, en pope de la modernidad se atreviera a dispensar certificados de buena conducta artística en función de lo “convincente” que resulte la “teoría” que acompaña y justifica la obra de  un artista. Remataba con guasa afirmando: “durante todos estos años he creído que en arte, más que en cualquier otra cosa, ver es creer. Bien, ¡cuánta miopía! (…) De golpe he recuperado toda mi visión. Nada de “ver es creer”, tonto de mí: “creer es ver”, porque el Arte Moderno se ha vuelto completamente literario: las pinturas y otras obras solo existen para ilustrar el texto”[i]. Estas dos últimas afirmaciones iban subrayadas en cursiva y, en realidad, conformaban la síntesis de su célebre y combativo ensayo. Lo que hizo Wolfe fue poner el dedo en la llaga y, de paso, dar a los patrioteros mandarines del arte (básicamente el tándem Greenberg/ Rosenberg)[ii] una cucharada de su propia medicina: ¿si el movimiento moderno se originó como reacción frente a la naturaleza literaria del arte académico cómo era posible que la vanguardia artística, tanto europea como norteamericana, terminara practicando un arte tan necesitado de literatura?
La llaga, en cualquier caso, no era Kramer, éste solo era un integrante más de la influyente camarilla de críticos y profesionales del arte moderno que seducidos por el discurso abiertamente doctrinario y llamativamente maniqueo, aunque construido con cierto rigor intelectual, de Clement Greenberg, habían prescrito una receta a modo de edicto a tenor de la cual todo lo que no fuera abstracción no podía ser calificado de moderno y, por tanto, desde el punto de vista artístico resultaba inmediatamente sospechoso de reaccionario. A lo largo de su dilatada obra y desde el breve pero prescriptivo ensayo “Vanguardia y kitsch” (1939) hasta su artículo “La pintura moderna” (1960) Greenberg mantuvo su particular fatwa contra lo que él entendía era la principal amenaza del arte de su tiempo: la figuración realista[iii]. Así, dictaminó que para ser libre el arte habría de buscar su propio desarrollo y supervivencia en la renuncia a cualquier referencia figurativa y en la exigente concentración en el trabajo sobre su propio medio. Este será, por tanto, -y no la realidad- el exclusivo centro de operaciones del pintor moderno. “Medio” se convertirá en un concepto central en su jerigonza artística. Tal como él lo define el “medio” se corresponde con la suma de condiciones específicas que caracterizan una forma expresiva y la distinguen de otras. En el caso que nos ocupa, el de la pintura, estas condiciones se reducen, según Greenberg, a tres, a saber: la planitud (flatness) de la superficie de la obra, las propiedades del pigmento, que él llamaba la “palpabilidad de la pintura” y los límites del cuadro impuestos por el marco. Estos serán los únicos elementos a los que el pintor vanguardista deba prestar atención y con los que tiene que operar. Dejando a un lado la dimensión política de las operaciones Painterly Abstraction de Greenberg y Action Painting de Rosenberg (profusamente estudiadas por Serge Guilbaut en su indispensable ensayo “De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno”[iv]) lo que, desde nuestra perspectiva actual, nos parece de un idealismo casi tierno es el rigor y la persistencia con que alguien como Greenberg elaboró y supervisó un programa estético tan hermético y sofisticado que terminó sin remedio por morir de asfixia. Asfixia de los propios artistas, naturalmente. Todo lo que no se ajustara a sus tres condiciones sagradas era o bien desviacionismo (el arte conceptual) o bien herejía (el arte pop y el realismo en general). A la herejía, por cierto, la llamó kitsch. Solo en este sentido su figura se nos antoja parecida a la de André Breton, sumo sacerdote de las esencias surrealistas, siempre dispuesto, en aras de la ortodoxia, a condenar cualquier desviación o desobediencia. Hijos de la misma época, ambos crecieron en unos tiempos que aun creían en las “utopías redentoristas” (en su caso, de orientación marxista) para terminar en su madurez siendo testigos de las severas contradicciones que las consumían en su interior. Ninguno de los dos se tomó la molestia de reconocerlas y analizarlas con la suficiente distancia y ni uno ni otro supieron prever lo que Gianni Vattimo llamaría “el fin de la modernidad”[v], es decir, la sustitución de la esperanza en un futuro mejor por el pragmatismo del presente tal cual o, lo que es lo mismo, el reemplazo de los deseos piadosos por las acciones eficientes. Llama la atención, por su paralelismo de causa-efecto, que así como después del colapso creativo producido por la violenta sucesión de las vanguardias históricas (cubismo, futurismo, constructivismo y dadaísmo principalmente) sobreviniera, en el panorama artístico de la época justo al acabar la 1ª Guerra Mundial, lo que Jean Cocteau llamó en un momento de lucidez “le rappel a l´ordre” (la llamada al orden)[vi], también se produjera, justo después de los numerosos esfuerzos críticos por replegar la práctica de la pintura al exclusivo campo de la pintura (ocasionando una metapintura o pintura autorreferencial), un hartazgo por la abstracción y empezaran a aparecer, tanto en Europa como en los Estados Unidos, una serie de artistas que vieron en la repentina eclosión de las imágenes de masas de la nueva sociedad de consumo de los años 50 del pasado siglo, una oportunidad para ser modernos de otra manera, digamos pop. Lo que resulta significativo es que tanto en una como en otra respuesta (le rappel a l´ordre o el pop art) los pintores vuelvan a sentir la necesidad de acercarse a la figura y al objeto, es decir, a practicar sin complejos, un renovado realismo, por mucho que éste remita o no a lo real.


G. Richter, Tourist Office, 1966




[i] Wolfe, Tom, “La palabra pintada”, Anagrama, Barcelona, 1976.
[ii] Clement Greenberg puso las bases teóricas de lo que él denominó Painterly Abstraction (abstracción pictórica) y Harold Rosenberg es el padre del concepto Action Painting (pintura de acción).
[iii] Ambos artículos están incluidos en “La pintura moderna y otros ensayos”, Siruela, Madrid, 2006. Ed. Félix Fanés.
[iv] Guilbaut, Serge, “De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno”, Tirant lo Blanch, Valencia, 2007.
[v] Vattimo, Gianni, “El fin de la modernidad”, Gedisa, Barcelona, 1986.
[vi] Ver su mítico libro de ensayos de 1926 “Le rappel a l´ordre” en el que se recogen diversos estudios publicados entre 1918 y 1923 cuyo punto en común lo resume el propio título del volumen que queda, no obstante, desarrollado en el capítulo que recoge la conferencia impartida en el Collège de France y que Cocteau tituló “D´un ordre considéré comme une anarchie”, donde el escritor defiende un clasicismo y un orden contemporáneos a partir de los cuales pueda desarrollarse una “disciplina de libertad” capaz de proteger la creatividad individual de los desastres de la anarquía.



¿Qué es lo real? Si en la obra de un artista pop como Richard Hamilton lo real toma la forma de ciertos productos de la cultura popular envueltos en la estética, sexy y glamurosa, del anuncio publicitario y en la pintura de su compatriota David Hockney lo real, en cambio, adquiere una dimensión mucho más autobiográfica en la que la vida personal del artista y su entorno físico y humano cobran especial protagonismo, en un pintor como Gerhard Richter lo real es una suerte de gris indiferencia, una sucesión de registros visuales asépticos, imprecisos, anodinos, que abordan distintos géneros, en los que cualquier sentimiento humano parece haber sido, en principio, puesto en cuarentena y al borde del cliché. Más que en ningún otro de los artistas antes mencionados lo real en él resulta una ficción. Y es precisamente esa inclinación a representar lo real como ficción lo que viene a singularizar el conjunto de obras que José Luis Puche lleva desarrollando desde hace algún tiempo y del que esta exposición es una acabada muestra.

En primer lugar, al emplear como medio auxiliar la fotografía, algo en lo que coincide, por cierto, con dos de los pintores antes citados -Hockney y Richter, aunque con intenciones artísticas muy distintas en cada caso- el acercamiento a la realidad que Puche practica termina por elevar a rango de real el valor de lo aparente. Las apariencias, tal como las registra la cámara, cobran una irremediable nueva dimensión en manos del pintor o dibujante. En vez de quedarse en el registro más o menos objetivo y hasta banal de una realidad determinada, en el trasvase de la operación de la foto al dibujo el artista añade a la imagen no solo un significativo número de ingredientes estéticos sino -algo que a veces pasa desapercibido- el carácter de un tiempo mucho más lento (el de la propia ejecución de la obra) que, por fuerza, termina por otorgar a la imagen una densidad conceptual y, a menudo, una intencionalidad de las que carece la fotografía y a las que resulta muy difícil sustraerse. Esta añadidura, consciente o involuntariamente, logra hacer del dibujo o la pintura algo inevitablemente distinto de la mera transcripción, algo cuya densidad obliga a ver la imagen representada con otros ojos, prontos a descubrir el aura nostálgica que la compromete. A la presencia física del lento y sucesivo trabajo que el tiempo mensurable logra volcar sobre la superficie del papel -trabajo que desgasta, quiebra y desdibuja a conciencia el propio dibujo por medio de la compleja técnica de intensa plasticidad del artista, de la que luego hablaremos- hay que añadir el tiempo histórico de las imágenes utilizadas, fuera de nuestro estricto presente y remitiéndonos, con terca sutileza, a un escurridizo pasado, familiar y extraño a la vez.  De ahí, el aura nostálgica ya mencionada. Todo concurre, en definitiva, para que aquello que en un principio el artista miró como una foto -o un conjunto de ellas- se nos devuelva en el dibujo como escenario construido en el que se representa un drama (en su sentido etimológico) al que asistimos con inevitable perplejidad.       
¿Qué tienen las fotografías de seductoras y eficaces para que tantos pintores –desde Richter o Leon Golub a Tuymans, Rauch, Dzama o el propio Puche, entre los más actuales-  las prefieran como material de trabajo? Para empezar, su carácter de pura imagen ajena a la vida y a las experiencias personales del artista. Partir de una fotografía, sacada de una revista, de un archivo histórico o del infinito catálogo de internet, libera al artista de la carga emocional de sus propias vivencias. Es, en ese sentido, un trabajo desapasionado en el que el pintor o dibujante solo debe concentrar sus esfuerzos en los aspectos técnicos y formales sin necesidad de sentirse concernido por ningún tipo de sentimiento o emoción de carácter personal. Por otra parte, por su naturaleza de artefacto construido la fotografía ahorra la toma de determinadas decisiones como puedan ser el encuadre, la composición o la caracterización de los personajes y, en muchas ocasiones, también las fuentes de luz. Te da, por así decirlo, ese trabajo hecho. Y finalmente, no podemos olvidar que una fotografía es una poderosa y formidable arma de destrucción de la privacidad del otro y desde este punto de vista constituye siempre, aun en el posado, una verdadera intromisión que, por lo mismo, facilita una información psicológica de primera magnitud.
En el caso de Puche, esta tercera virtualidad de la fotografía no parece tener apenas importancia pues su iconografía se mantiene voluntariamente ajena a cualquier tentativa de interpretación psicológica. Quien quiera conocer qué piensa y siente José Luis Puche no lo sabrá a través del estudio de la temática de su dibujo.  Sin embargo, lo que sí tendrá claras consecuencias en la manera de mirar es el uso que el dibujante hace de cierto tipo de material fotográfico, por lo general trivial, incidental, indiferente a su intimidad, que terminará por cambiar su propia visión de artista pues ha logrado acostumbrar al ojo a la idea de la visión por la visión misma. Cuando cualquier cosa que se ve es susceptible de pasar al papel o al lienzo, prescindiendo de toda valoración ética o estética, lo que se está alimentando es una didáctica de la indiferencia perceptiva, semilla, por otra parte, de las principales poéticas de la posmodernidad. Es evidente que en el asiduo ejercicio de transliterar al dibujo una o varias fotografías combinadas se corrige o puede corregirse nuestra manera de mirar. Convendría, no obstante, matizar la supuesta indiferencia perceptiva más arriba señalada, pues las distintas decisiones que el artista va tomando mientras desarrolla su trabajo y que obligan a convivir a unas imágenes con otras al tiempo que le empujan a elegir unos motivos y eliminar otros, convierten finalmente al dibujo en una auténtica transfiguración del original fotográfico. Lo que hace de José Luis Puche un pintor/dibujante de lo real como ficción es, en primera instancia, su preferencia por la foto como motivo desencadenante de su quehacer artístico. En este sentido conviene tener en cuenta la advertencia de Susan Sontag: “en vez de limitarse a registrar la realidad, las fotografías se han vuelto norma de la apariencia que las cosas nos presentan, alterando por lo tanto nuestra misma idea de realidad y de realismo”.[i] Los dibujos de Puche no son, en puridad, imitaciones de una foto, su esfuerzo como artista no lo pone al servicio de la imitación de una imagen sino de hacer que esa imagen se nos presente tan ajena y compleja, tan indiferente a nuestra vivencia cotidiana que nos parezca que estamos ante una ficción difícilmente localizable y fechable, ante una nueva realidad  transfigurada por el arte.
Los dibujos que Puche nos ofrece no obedecen, por consiguiente, a una realidad directamente contemplada sino que se originan de la contemplación directa de una o varias representaciones de la realidad. Así, frente a la consabida impostura del naturalismo visual de la televisión Puche nos plantea otra manera de celebrar las dificultades que entraña la tarea de mirar, pues la mirada que él propone no es tanto una transcripción de las evidencias externas cuanto una reelaboración consciente, obligada a confrontarse con las resistencias inherentes al material diverso del que el mundo está hecho. Así es como queda neutralizado en las escenas de Puche cualquier atisbo de insuficiencia frente a la eventual precisión de la imagen fotográfica.  No se trata de establecer un único protocolo de aproximación a la fotografía sino de sublimar sus ambivalencias con estrategias tales como la combinación paradójica de varias de ellas en la resolución de un solo dibujo o bien la manipulación de la imagen fotográfica seleccionando unos pocos motivos y prescindiendo de otros en función del interés del artista por intensificar la sensación de verdad pictórica del mundo.
Contemplando el sugestivo conjunto de dibujos que conforman esta exposición accedemos a una auténtica ética del mirar que, en última instancia, no se reconoce en ningún compromiso, a excepción de que consideremos el placer de mirar por mirar como una nueva categoría de compromiso.


J L Puche, Sabali, 2016



[i] Sontag, Susan, “Sobre la fotografía”, Penguin Randon House, Barcelona, 2017, p. 91.



En los papeles de Puche la banalidad de lo mirado está estratégicamente envuelta en un aire impregnado por el sutil aroma del misterio. Un misterio muy cercano, en ciertas ocasiones, a lo que Freud llamó unheimlich, es decir, lo desconocido, lo clandestino, lo extraño que a menudo produce inquietud y nos desasosiega[i]. Unheimlich como antónimo de heimlich, lo doméstico o familiar y, por tanto, conocido, no extraño. Freud, de una manera bastante novedosa, plantea el concepto como una vivencia contradictoria en virtud de la cual lo extraño adopta la apariencia de lo conocido y lo conocido se torna extraño. Ante una imagen así, aun siendo en apariencia familiar y conocida, podemos desarrollar un sentimiento o sensación de extrañeza que fácilmente puede derivar en inquietud o angustia. Freud cita la definición que F. W. J. von Schelling propone para unheimlich, “el nombre para todo aquello que debió quedar oculto, secreto (…) pero que terminó por manifestarse”[ii]. De ahí que al tomar conciencia de ello sobrevenga la angustia. En las escenografías que nos propone Puche juega un papel relevante la habilidad con que utiliza la combinación y manipulación de imágenes fotográficas en un mismo dibujo para deslizar ese elemento perturbador en nuestra conciencia perceptiva al que obliga a convivir, a veces, con un sutil y particular sentido del humor. Escenografías marcadas también por la elección del mismo material fotográfico. Así, la aparición de personajes de peinado y vestimenta ligeramente anacrónicos, de una época similar a la del mobiliario o automóviles que utilizan –todo ello deliberadamente anterior a la fecha de nacimiento del artista y manifiestamente ajeno a su vernácula tradición cultural- como, por otra parte, la descontextualización a la que se somete a la imagen al arrancarla de su originario contexto –muchas veces dinámico- para transformarla en icono estático y, por tanto catalizador de significados, contribuyen a hacer del dibujo de Puche una realidad que, por su propia inmovilidad y su muy elaborada puesta en escena, tiende a acumular varios significados, a veces paradójicos: ¿dónde está el trampolín de esos saltadores en cruz en pleno vuelo en piezas como Counting Coup o Air? ¿Qué les espera al final de la caída? ¿Son atletas o jóvenes sin rostro lanzados al vacío? ¿Qué tipo de sorpresa le espera al conductor de Air7 en plena noche? ¿Quién es, de haberla, la amenaza, el conductor o el peatón iluminado que parece esperar a lo lejos?

J L Puche, Air, 2016



[i] Hoffmann E.T.A.-Freud, Sigmund, “El hombre de arena. Lo siniestro”, José J. de Olañeta editor, Palma de Mallorca, 2008.
[ii]  Hoffmann-Freud, op. cit., p. 19.


Por otro lado, pero en un sentido que abunda en lo ya dicho, encontramos en el despliegue escénico de Puche una permanente dialéctica entre lo estático y lo dinámico. La misma naturaleza estática del cuadro en que el artista se obliga a fijar una imagen, por definición, detenida entra en claro conflicto con la narrativa visual del propio cuadro, un dibujo punteado de movimiento y pleno de dinamismo en su aspecto compositivo. No solo en la práctica totalidad de sus escenas con figuras nos hallamos ante representaciones de un marcado dinamismo que, a veces, parece desafiar incluso a las leyes de la gravedad (como epítome espléndido y rotundo destaca su políptico En el nombre de los pájaros, donde todas las figuras aparecen en acción y, las principales, en alambicadas poses, excepto el pequeño y discreto gato) sino también en sus escenas de paisaje (Air2 o Afternoon of rays) la naturaleza se nos presenta turbulenta y en estado de excitación (el vendaval que tuerce las palmeras o los rayos eléctricos que estremecen la noche). Esta tensión de principios opuestos contribuye, de una manera velada pero efectiva, a que se manifieste el elemento perturbador al que antes aludíamos.

Ya sea, entonces, por la ambigüedad de lo tratado como por la sorprendente coreografía visual de sus dibujos la idea de un posible significado latente acecha como enigma en buena parte de la obra de Puche, sugiriendo con frecuencia interpretaciones de equívoco sentido. Si reparamos, por ejemplo, en el motivo del blíster –al que recurre en dos ocasiones- tan legítimo nos parece ver en él la denuncia paródica de una sociedad incapaz de hacer frente, por sí sola, a un estado de ansiedad y angustia generalizado (una sociedad farmacologizada) como interpretarlo en clave alegórica, y ver en ellos el emblema posmoderno de la frágil artificiosidad del entramado social: al fin y al cabo los blíster parecen estar formando un inestable castillo de naipes. O, ¿por qué desecharlo?, como simple elemento excéntrico de función desconcertante. Sea como fuere, al contemplar muchas de las composiciones del artista no podemos evitar acordarnos de cierta imaginería de raíz surrealista tan vinculada al concepto bretoniano de dépaysement[i] (extrañamiento) pero sin el aditamento sexual tan caro al surrealismo y sin rastro, tampoco, de resabio psicológico alguno, consustancial también al espíritu de las primeras vanguardias. Ambas implicaciones (la sexual y la psicológica) están ahora voluntariamente descartadas del vocabulario visual de Puche, que juega en otro campo. En su elaborada y meticulosa dramaturgia hay siempre una distancia interpuesta entre el espectador y la obra que convierte a sus dibujos en artefactos descreídos. La mirada de Puche es una mirada desapasionada, deliberadamente neutra, desideologizada, posmoderna. En cierto sentido, distinta a la de artistas como Neo Rauch o William Kentridge, dos autores que practican un dibujo que puede compartir determinados rasgos estilísticos con los del malagueño pero en los que las implicaciones sociales y políticas, respectivamente, saltan a la vista.
Aun a sabiendas de lo equívoco y contradictorio que pueda resultar el término posmoderno (que más que la precisión de un concepto filosófico ostenta la ambigüedad de una máscara sin gesto) si contemplamos en conjunto la obra de José Luis Puche –especialmente a partir de la producida para Never Before, expuesta en Yusto/Giner en 2015- obtenemos la impresión de encontrarnos delante del trabajo de un artista sin complejos ni lastres programáticos, que no cree en los poderes de negación del arte moderno, que intuye que la ruptura con el pasado no es creadora y que está dispuesto a poner en entredicho la idea del fin del arte por medio de un rearme figurativo que si, en lo visual, se nutre del infinito banco de imágenes que proporciona internet, en lo formal se apoya, por un lado, en una portentosa seguridad técnica –en su caso, ganada de forma autodidacta- y, por otro, en un vasto caudal de conocimientos artísticos, producto de su formación académica como historiador del arte. Rearme figurativo que no vacila en combinar el relativamente reciente legado del pop europeo (británico e italiano para mayores señas) con la herencia más antigua de ilustradores y caricaturistas como William Hogarth u Honoré Daumier, sin olvidar la imaginería surrealista o el realismo social de los países del desaparecido bloque soviético.
Esta nueva koiné realista, de carácter trasnacional y voluntad sincrética, no podría entenderse sin el advenimiento de una nueva era, calificada por unos de “neobarroca” y por otros de “posmoderna” o incluso “del vacío”[ii], en la cual los artistas han optado por sustituir la rebelión violenta contra el orden oficial y el academicismo, el desprecio a la tradición y el furor por la novedad por una actitud mucho más contemporizadora con el legado universal de la historia del arte que ha adoptado el realismo como vía de expresión artística precisamente por su doble carácter ecuménico y contrarrevolucionario. Koiné cuyo nutriente principal no es ya la experiencia directa y caliente de la realidad sino la que pasa por el cedazo cool del dispositivo fotográfico. Así, el realismo que practica la nueva constelación de artistas en la que se incardina Puche no es reflejo de una realidad vivida sino de una realidad vista. Algo, por lo demás, no tan nuevo en la práctica artística ya desde mediados del siglo XIX (recuérdese la influencia de la fotografía en las obras de Degas o Caillebotte) pero que tendrá que esperar hasta la aparición de un artista como Francis Picabia para hallar un franco defensor de esta postura, dispuesto a darle carta de naturaleza[iii]. Corrientes como el fotorrealismo norteamericano de un Chuck Close o un Richard Estes (afanados en el efecto mimético y ajenos a toda emoción humana) o, en Europa, el llamado, no sin explícito sarcasmo, “realismo capitalista” de los aun jóvenes Polke y Richter, pueden considerarse, pese a sus notables diferencias éticas y estéticas, antecedentes inmediatos del recurso a la fotografía que luego emplearán artistas tan dispares como  Peter Doig, Marlene Dumas, Luc Tuymans, M. Borremans o, en nuestro país, Paco Pomet, Concha Martínez Barreto o el propio José Luis Puche, entre otros. En definitiva, una estrategia de superación de la realidad que queda así orillada y sustituida por la mirada interpuesta –y muchas veces anónima- del fotógrafo o cineasta y que da como resultado una imagen artística que es elaboración de una elaboración y, por eso mismo, artificio y ficción. Artificio y ficción artísticos. Puche tiene la habilidad de generar discurso donde, en principio, aparentaba no haber más que imagen. En sus escenografías todo evoca un lugar deslocalizado en un tiempo difuso lo suficientemente lejano como para no vernos reflejados del todo en él pero, a la vez, lo suficientemente cercano como para poder seguir sintiéndonos concernidos. Rozando, en ocasiones, la estética publicitaria da a sus escenas una sabia vuelta de tuerca hasta lograr hacérnoslas sentir como extrañamiento, como si los personajes que retratara fueran marcas desarraigadas de nuestro tiempo, habitantes de un lugar que antaño fue nuestro, no vacío de vida ni de pensamiento pero sí ya de nosotros tal como ahora nos vemos.

J L Puche, Duluth, 2015



[i] El concepto de dépaysement está desarrollado en el segundo manifiesto surrealista y se basa en la reunión arbitraria de elementos dispares. Ver André Breton, “Manifiestos del surrealismo”, ediciones Guadarrama, Madrid, 1974.
[ii] Calabrese, Omar, “La era neobarroca”, Cátedra, Madrid, 1989. Jean-François Lyotard, “La condición posmoderna”, Cátedra, Madrid, 2006. Gilles Lipovetsky, “La era del vacío”, Anagrama, Barcelona, 1986.
[iii] Boulbès, Carole, “Francis Picabia. Monstres délicieux. La peinture, la critique, l´histoire”, texto del catálogo de la exposición “Cher peintre… peintures figuratifs depuis l´ultime Picabia”, Musée Natinal d´Art Moderne-Centre Pompidou, Paris, 2002, p. 29-38. 



Y todo ello, ya lo hemos apuntado, a través de un dibujo muy tramado y de una intensa plasticidad. El dibujo de Puche, dejémoslo claro desde un principio, se beneficia de un virtuosismo técnico literalmente asombroso. Por lo que tiene de autodidacta y, quizá también y como consecuencia, por la forma desinhibida con que lo ejecuta. Como dibujante su aprendizaje es el lento resultado de una fuerte determinación desde los primeros años de infancia. Nunca asistió a academia alguna y tanto su conocimiento técnico como su evolución estilística lo deben todo a la selectiva voracidad de su mirada y al insistente ejercicio de la mano que se entrenan, primero, en la ingenua reproducción de las típicas láminas escolares para pasar, años después, a una copia más atenta y consciente de la imaginería religiosa malagueña vinculada a su Semana Santa así como de los cuadros de Velázquez, a los que accede a través del catálogo que le regala su madre después de ver juntos la célebre exposición antológica del Museo del Prado de 1990 cuando apenas frisaba los 13 años.  Caso el suyo que nos recuerda, por ciertos paralelismos biográficos, al del célebre dibujante holandés M. C. Escher. Ambos coinciden en su poco provechosa experiencia escolar y en la posterior formación técnica al margen del circuito académico si exceptuamos el interés por el mundo gráfico: los pormenores del grabado en Puche y la xilografía y el linóleo en Escher; asimismo coinciden en su pasión por Roma como tableau vivant  capaz de poner a su alcance sin intermediarios buena parte de lo mejor de la historia del arte occidental. Y, por último, en la versatilidad y virtuosismo con que aplican las posibilidades artísticas del lápiz graso y de grafito. Paralelismos más vitales que estilísticos pues si el holandés se inclinó en lo estético por una elaborada ornamentación de carácter geométrico y por la construcción de portentosas arquitecturas inventadas, Puche ha preferido seguir investigando en las distintas interacciones de la figura humana en ámbitos que van de lo doméstico y urbano a la recreación de una naturaleza expresivamente arrebatada.

Por la complejidad técnica de su dibujo y por el formato ciertamente heroico de muchos de sus papeles lo que en esta exposición se nos ofrece no es sino, en realidad, una sucesión de cuadros concebidos y resueltos como si de pintura se tratara. Urdidos con cálculo en el ajustado pero sugestivo espectro cromático del gris –color, en principio, de exigua fuerza expresiva al que, en ocasiones, hace convivir con golpes de color más vivo- Puche ha sabido sacar, gracias a la lúcida combinación de una batería de recursos técnicos, resonancias a sus grisallas de una fuerte plasticidad logrando la sensación de corporeidad de la materia típica de la pintura. La presunta indiferencia emocional del gris (transcripción rigurosa al cuadro del blanco y negro de las fotografías preliminares) queda contrapesada por un toque del lápiz muy físico que convierte al dibujo en un apasionado baile corporal[i]. Si a esto añadimos la tendencia natural del artista a experimentar con los materiales hasta el punto, por ejemplo, de hacer que el carbón graso pueda ser acuarelable (algo, en principio, reservado al grafito) o a incorporar con admirable confianza los accidentes ocurridos en el proceso del dibujo al resultado final de la obra como ocurre en Tattoo donde un presunto error  acarrea una mancha orgánica que a su vez provoca un tono de gris que no existía para la química pero que se plasma milagrosamente sobre el papel convirtiendo, a la postre, el accidente en hallazgo feliz o, bien, observamos cómo por medio del líquido enmascarador se crea una película que aísla y protege determinadas zonas del papel de los ataques del agua vertida y chorreada o de las salpicaduras de la brocha, con su carga de sedimentos, sobre él, si, como digo, somos en definitiva conscientes de todo este caudal de procedimientos, convendremos entonces en la profunda naturaleza pictórica del dibujo de José Luis Puche, naturaleza a la que de forma indirecta alude el poético y debussyniano título de esta exposición[ii]. Como nieve que baila, así es como el autor interpreta su propia forma de obrar. Como la nieve ejecuta su acompasada e ineludible acción de metamorfosis y barrido de formas así el pintor/dibujante compone y descompone con los instrumentos de su oficio (tiza, lápiz, agua y brocha) el completo escenario de su propia ficción.

Alentar en el espectador la posibilidad de interpretar y vivir la vida de este mundo –su realidad- de una manera distinta a la habitual, de conocerse mejor por medio de aventuras ajenas, de comprometerse de algún modo con la verdad de la mirada del otro es parte de la inmensa y fascinante tarea del pintor de realidades. No hay nada más fácil ni natural de entender que el hecho de que la pintura sigua viva depende principalmente de que siga hablando de nosotros. Ver es creer. El amigo Wolfe tenía razón.

                                                                      
                                                                                       Francisco L. González-Camaño


[i] Este aspecto técnico ya ha sido visto por el crítico italiano Nicola Mariani en un breve texto que escribiera con ocasión de la muestra de J. L. Puche en la galería barcelonesa de Víctor Lope en 2016 y en el que relaciona ese toque musical con su pasado de percusionista en un grupo de música clásica y contemporánea.
[ii] Claude Debussy compone para su pequeña hija Claude-Enma y para su institutriz inglesa en 1908 la suite para piano Children´s Corner. Compuesta por 6 piezas, cinco de ellas están tituladas en inglés. The snow is dancing es la cuarta y en ella intenta evocar la caída de los copos de nieve sobre las cosas que componen el mundo.





martes, 15 de mayo de 2018

Joaquín Sáenz, Las Buenas Compañías







A los ausentes



No pretendía ser esta una exposición elegíaca ni ambicionaba el homenaje. Nuestra intención era bien distinta y mucho más modesta: la de reunir una serie de obras que, por heterogéneas razones y de épocas diversas, habían permanecido junto a su creador en el ámbito de la privacidad doméstica. Pero la muerte trastoca los deseos, fuerza voluntades y lo cambia irremediablemente todo. Aquel encargo que una tarde de otoño de 2016 me hiciera en su casa Joaquín Sáenz, rodeado de amigos entre los que se contaban varios pintores, en el que expresaba su deseo de ver colgados unos junto a otros un buen puñado de sus cuadros, dibujos, carteles y acuarelas que bien por propia voluntad bien por avatares del destino aun le pertenecían y le seguían acompañando día a día, se ha convertido ahora, por causa de su ausencia, en una suerte de homenaje póstumo, cuando ni mucho menos podían ser esas las intenciones iniciales de Joaquín ni tampoco hemos querido nosotros que fueran las nuestras, aun después de su muerte.
 Si bien es cierto que el pintor sabía mejor que nadie del carácter conclusivo de esta muestra también estoy convencido de que esperaba poder acompañarnos el día de su inauguración. Joaquín hacía demasiados años que no podía ver sus cuadros –dejó de pintar a principios de 2001 tras sufrir una depresión posoperatoria combinada con una diabetes que fue mermando su visión- y en los últimos tiempos de muchos de ellos ni siquiera recordaba el título o los lugares. Primero fue su vista, al poco fue su ánimo y últimamente me daba cuenta de que también iba perdiendo sus recuerdos y la capacidad de conservar cierta memoria de las cosas más queridas. Sin embargo esa tarde, sin duda estimulado por la calidad y la calidez de la compañía, nos confió un deseo que probablemente llevara rumiando algún tiempo y me encargó que asumiera personalmente las gestiones. La única condición que puso fue que la exposición no tuviera carácter comercial pues no deseaba desprenderse de obra alguna. Recuerdo que en los allí reunidos (Félix de Cárdenas y José Luis Mauri, entre otros) pronto se convino en que lo más adecuado sería proponerla a la Diputación de Sevilla por ser esta institución pública la propietaria y custodia de la mejor y más significativa parte de los cuadros de la imprenta de San Eloy, que siguen, por expreso deseo de su autor, accesibles al público en la primera planta de la Casa de la Provincia. Así lo hice. La idea fue recibida con absoluta cordialidad y sus gestores la defendieron, desde el principio, con sincera convicción. Quiero aprovechar, por tanto, la ocasión para agradecer al equipo del área de Cultura y Ciudadanía de la Diputación de Sevilla la receptividad mostrada y la constante y esmerada atención puesta en la resolución del inevitable cúmulo de necesidades que apareja una exposición como ésta.


Joaquín Sáenz (sentado) J L Mauri y un servidor en casa de JS




Joaquín estaba muy satisfecho de que sus obras más íntimas y personales pudieran, por fin, verse reunidas en un espacio tan vinculado a él y tan prestigioso como el de las salas principales de la Casa de la Provincia de su ciudad natal, ocasión que naturalmente hemos aprovechado para poder sumar a ellas las piezas principales de la colección de la imprenta, ya mencionada. Nos ha parecido, no solo por la naturaleza familiar del espacio descrito en esos cuadros sino porque de ellos el autor solo accedió a desprenderse cuando se aseguró de que jamás se dispersarían ni irían a ninguna otra casa que no fuera la de todos, muy oportuna la posibilidad de poder reunir ambas colecciones. Entre ellas salta a la vista que se cruza, por lo demás, un fructífero diálogo (de la casa al trabajo y viceversa) muy oportuno, por otra parte, para el alcance de esta exposición.

No creo que sea necesario incidir, dadas las circunstancias personales del pintor, en que desde el primer momento me tuve que resignar a hacer la selección de obra solo. Pedirle ayuda hubiera sido una crueldad innecesaria pues para él incluso sus obras más queridas se confundían ahora en una oscura nebulosa en la que ya no era capaz de orientarse. Obras, todas ellas, que obedecieron a otros días y ocasiones –sin duda más felices- en los que la luz del mundo brillaba con la acostumbrada puntualidad del Sur para que Joaquín Sáenz pudiera elegir el momento más propicio para el traslado de lo real a la emoción. Mientras pintó Sáenz fue un artista con un objetivo en la vida: testimoniar, a partir de lo real, la verdad de una emoción, de un estado interior. Esa determinación ideal la convirtió en su principal seña de identidad y con ella se forjó su destino como artista. Estoy seguro de que las horas más completas y felices de su vida las pasó pintando.
De todas maneras he de decir que me fueron de gran ayuda para la elección de algunos cuadros las largas horas de conversaciones que en el transcurso de estos últimos diez años hemos venido manteniendo Joaquín y yo, siempre en su casa, en las que, a menudo, el artista me aportaba ciertos datos, valoraba de distinta guisa algunas de sus obras o bien me hacía partícipe de los intríngulis de otras, generalmente cuando yo se lo requería. De aquellas primeras conversaciones, las mantenidas entre las navidades del 2008 y la primavera del 2010, quizá algún memorioso lector recuerde que publiqué un libro titulado precisamente así, “Conversaciones con Joaquín Sáenz” que dio origen a nuestra tardía amistad[i]. Si la posibilidad de haber conversado tan de continuo con Joaquín ha podido orientarme en ciertas ocasiones a la hora de decidirme por unos cuadros y excluir otros, también la colaboración de su familia (especialmente de su sobrina Rocío Corvillo) ha supuesto para mí una ayuda indispensable en lo concerniente al acceso y localización de las obras, pues algunas de ellas estaban almacenadas, y no en las mejores condiciones, en una especie de trastero de la planta baja de la casa familiar, mientras que otras se encontraban en la segunda planta, que ocupa precisamente dicha sobrina con su propia familia. 
Joaquín, de haber vivido, bien sabe Dios que no hubiera podido disfrutar tampoco del placer de ver reunidas las obras que en estas salas se exhiben y que un día pintó, en unos casos, desde su misma concepción y en otros, por razones de índole sentimental o artística, para que terminaran haciéndole compañía –buena compañía- entre las cosas del hogar. No del placer de verlas reunidas pero sí, en cambio, del placer de saberlas reunidas por fin en una muestra que es, antes que nada, un acto de generosidad pero también de sinceridad.  Si algo beneficioso pudiéramos encontrar en la ceguera es que a quien la sufre le obliga a tomar conciencia de su propia vulnerabilidad y de su ultrajante finitud incluso con respecto a las cosas que ha hecho y le pertenecen. Me viene a la memoria, en este sentido, un admirable soneto del gran Jorge Luis Borges (hermano de Joaquín en la ceguera) de tono levemente quevedesco y que habla de lo mismo. Las cosas lo titula y concluye así: “¡Cuántas cosas, /limas, umbrales, atlas, copas, clavos,/nos sirven como tácitos esclavos,/ciegas y extrañamente sigilosas!/Durarán más allá de nuestro olvido;/no sabrán nunca que nos hemos ido.”
Sus cuadros, ciegos y eternos, no sabrán nunca que Joaquín Sáenz se ha ido ni podrán verlo, como yo lo he visto, sentado permanentemente en su butaca orejera, la noble cabeza erguida, levemente escorada hacia la izquierda, la mirada ausente, esperando con resignada paciencia el momento de abandonar una penumbra que llevaba pareciéndose demasiado tiempo a la inexistencia. 


En la terraza, acuarela, 1991




[i]Conversaciones con Joaquín Sáenz” apareció en noviembre de 2010 publicado por el Ayuntamiento de Alcalá de Guadaíra y la Diputación de Sevilla e inauguró la colección “Palabra de Pintor” que va ya por su cuarto volumen.

En una ocasión, en el transcurso de nuestras “Conversaciones”, hablando de poetas y poesía Joaquín me dijo que el poeta español con el que más identificado se sentía era con Antonio Machado. La confidencia no me extrañó lo más mínimo. Machado era un paseante de paso lento de caminos y campos abiertos, un oteador de horizontes, un hombre reflexivo y severamente melancólico que muy bien hubiera podido glosar muchos de los paisajes de Joaquín Sáenz, pues la poesía del primero sintoniza la misma frecuencia de onda emocional que los paisajes de nuestro pintor. El paisajismo de Sáenz, desde sus inicios, se ha nutrido invariablemente de la visión directa. De su paso, como alumno libre oyente, por las clases de Pintura de Paisaje del profesor Martínez Díaz en la Escuela de Bellas Artes, el joven Sáenz aprendió en paralelo dos lecciones: que el verdadero pintor responde siempre de forma personal a aquello que ve, pues la pintura es una cosa y la naturaleza otra. Así, la impronta del pintor es lo que determina lo visto por el ojo. Y también, que no hay que preocuparse tanto del color local como de todo aquello que lo rodea, es decir, de la expresión general. Como bien señala el crítico Díaz-Urmeneta lo que hacía Martínez Díaz era sencillamente “poner sobre la mesa una exigencia que la academia solía pasar por alto: un cuadro es un problema poético y demanda por tanto una solución plástica acorde”[i]. Por las mismas fechas (mediados los años cincuenta) nuestro aun novel pintor va a recibir otro aldabonazo estético de la mano, esta vez, de una exposición que pronto se convertirá en mítica en Sevilla, hablamos de “Cuatro maestros de la pintura española actual” de la que para Sáenz la revelación la supuso la obra del extremeño Ortega Muñoz[ii].  A pesar de ser identificado por sus paisajes de playas gaditanas y sus vistas del caserío sevillano al principio de su trayectoria Joaquín Sáenz prefería buscar su inspiración en las siempre más severas visiones campestres. Lo agreste de un alcor o de una loma recortados muy arriba sobre un estrecho trozo de cielo en cálidos marrones, sienas tostados y desvaídos amarillos es el tipo de paisaje que más momentos felices le ha dado y que mejor se ajusta a su sensibilidad. 
Precisamente con Ortega Muñoz coincide en la elección de ese estrecho rango de colores e incluso en el punto de vista adoptado, casi siempre amplias perspectivas donde el horizonte queda alto, ocupando la tierra, de sólito, más de tres cuartas partes del lienzo. Hasta aquí, sin embargo, las coincidencias. Ortega Muñoz, a fin de cuentas, es heredero de una tradición que si bien se enraíza en el paisajismo noventayochista se recarga con fuerza gracias a la generación de pintores en torno a la Escuela de Vallecas, coincidentes en edad con el pintor extremeño y practicantes, como él, de lo que el profesor Lafuente Ferrari llamaba “la veta brava de la pintura española”. La dureza de trazo, el esquematismo de las formas y la tentación –acaso latente- por sintetizar el alma del lugar (castellana en el caso de los de Vallecas,  extremeña en Ortega Muñoz) no se perciben nunca en el paisajismo de Joaquín Sáenz. Ni siquiera en el de su primera época de la que contamos aquí con lienzos tan representativos como “Campos de Morón” o “De Alcalá a Morón” y un magnífico dibujo a carboncillo que dio origen a una de sus mejores vistas, “Loma marrón”, todos ellos de los alrededores de Morón y que podemos fechar entre finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, cuando aún el pintor no tenía por costumbre poner expresamente las fechas a sus obras. Por mucho que impactara al joven Sáenz la obra de Ortega Muñoz, su pintura quiso y supo mantenerse ajena a todo atisbo de drama o animosidad desde el principio. En los paisajes dramáticamente telúricos del extremeño anida lo que podríamos llamar un espíritu belicoso, una especie de disgusto anímico que en algunas ocasiones podría interpretarse en clave social o política. Nada más alejado de las intenciones de Joaquín Sáenz. 
Sutilmente filtrada por la soledad y la melancolía lo que nos encontramos en los paisajes de Sáenz es una profunda conexión empática, un coloquio amoroso o, lo que es lo mismo, un idilio con la naturaleza percibida como algo muy próximo al ánimo del que la pinta. Como una vez apuntara Juan Manuel Bonet hay pintores que parecen querer pintar siempre el mismo cuadro y Joaquín Sáenz, en su opinión, es uno de ellos[i]. Ese aparente carácter monotemático, más perceptible si cabe en la obra paisajística, no es otra cosa que afán por universalizar lo cercano, lo conocido y más querido por el pintor y poco importa si unas veces son las extensas llanuras de Morón donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo el escenario y otras, las solitarias y vaporosas playas de Conil o el centelleo de una calle de Sevilla sobre las aguas del Guadalquivir. No se trata, como ya se apuntó más arriba, de sintetizar el alma andaluza a través del paisaje –toda huella etnográfica o folklórica queda excluida- sino de expresar una emoción universal a través de la pintura de paisaje.
Joaquín Sáenz es un pintor de la luz, de la luz del sur. Y de atmósferas. En sus imágenes de la naturaleza hay siempre más luz que cuerpo y más pintura que dibujo. Como paisajista nato ha logrado el prodigio de incorporar el aire al paisaje cuando lo pinta y a pesar de que sabemos de su exclusiva vocación por la pintura del natural, en sus obras más inspiradas –algunas verdaderamente maestras como Playa de Conil, Bateles desde el alto de la atalaya y Playa de Bateles o Torre de la O o la más temprana Desde el río, todas ellas presentes en esta muestra- el tiempo aparenta ser recreado por la memoria más que si obedeciera a un instante concreto de la visión.

Playa de Bateles, óleo sobre lienzo, 1998



[i] Bonet, Juan M. “Joaquín Sáenz, el mismo cuadro” en Joaquín Sáenz, catálogo de la exposición. Museo Cruz Herrera, La Línea, 1994.



[i] Díaz-Urmeneta Muñoz, Juan B. “Joaquín Sáenz, una poética del paisaje” Colección Arte Hispalense, nº 92, Sevilla, 2011, p. 21.
[ii] Dicha exposición se llevó a cabo en 1954 y tuvo lugar en la sede del club La Rábida de la calle Alfonso XII. Además de Ortega Muñoz se pudo ver obra de Vázquez Díaz, Benjamín Palencia y Rafael Zabaleta.


Todo parece quedar protegido por el signo de la moderación: economía en los medios, mesura en la expresión, restricción en el uso del color y repudio de toda anécdota costumbrista y hasta de marca humana alguna. El realismo de Sáenz, desde primera hora, ha huido de cualquier resabio pintoresquista así como de la habilidad manual y el virtuosismo efectista o mimético. Su arte ha buscado la emoción a través del gesto leve y misterioso, el más capacitado para hacer únicas y durables a las cosas.  De todos los paisajistas sevillanos de su generación –y los hay magníficos- es, en nuestra opinión, el que mejor ha sabido estabilizar el siempre precario equilibrio entre  realidad y poesía. En su dilatada trayectoria podemos encontrar un gran número de obras redondas y felices y otras, en cambio, no tan bien resueltas pero lo que nunca encontraremos en la pintura de Joaquín Sáenz serán obras almibaradas o inauténticas, reproducciones a la manera de uno mismo. Y es en su última década como artista en ejercicio (los años noventa) donde le veremos alcanzar los más espléndidos resultados en cuanto a capacidad de imbricar realidad y poesía. En este sentido, sus playas de Conil y los últimos paisajes hechos en Puebla del Río suponen la prueba definitiva de que en el paisajismo de Sáenz el espacio geográfico es, a la vez, objeto y estado emocional y, en consecuencia, generador de sentimientos verdaderos. 


No es el retrato un género que Sáenz haya frecuentado mucho. Y cuando lo ha hecho se ha limitado a su círculo más íntimo, el familiar y, en casos muy contados, a algún amigo (recuerdo ahora el que le hizo a Pepe Soto sentado en la terraza de la casa de Conil). De él, por ejemplo, no recuerdo ningún autorretrato. Cuando le pregunté por la razón de tal vacío me respondió que “nunca había sentido esa necesidad”[i]. Sea como fuere, si exceptuamos los dibujos de desnudos femeninos practicados en sesiones del natural en compañía de otros colegas en algún estudio -y que se imponía como ejercicios de concentración de la mirada y adiestramiento de la mano- la relación del pintor con la figura humana ha sido escasa cuando no abrumadoramente evitada en el género de paisaje. En este sentido, su caso nos recuerda al de Félix de Cárdenas, por cierto, pintor que se declaró desde el principio y sin ambages ferviente admirador de la obra de Sáenz.
Aún así, los pocos ejemplos de retratos que hemos podido reunir parecen confirmarnos al menos tres convencimientos: la prevención hacia un género que obliga a acomodar la figura en un espacio determinado, la ausencia de un aprendizaje de fórmulas adquiridas de carácter académico y, finalmente, el profundo y sistemático análisis del retrato velazqueño. Joaquín Sáenz es, antes que nada, un paisajista nato y un pintor que se formó, en su juventud, en la práctica del bodegón y la copia de espacios interiores. Su contacto con la figura humana es más tardío y lo podemos situar a finales de los años setenta cuando empieza a asistir, en el estudio de algún pintor amigo, a sesiones de dibujo del natural que estuvo frecuentando, con interrupciones y en diversos locales, hasta bien entrados los noventa. El paso del dibujo a la pintura, sin embargo, no terminaba de convencerle y por propia inseguridad prefirió mantener su vertiente retratística casi siempre fuera del alcance del escrutinio público, en el ámbito de la privacidad. Sin embargo –y aquí enlazamos con el siguiente convencimiento- la falta de un guía artístico que le orientara en los preceptos metodológicos del aprendizaje de la representación humana le llevó a un camino que si bien suele ser más lento también a menudo procura mejores resultados: el autodidactismo. A base de mucha observación y de una perseverancia tan provechosa como callada Sáenz va adquiriendo seguridad y dominio hasta alcanzar resultados memorables. De la perseverancia dan fe las notables diferencias que se observan entre los retratos de su sobrina Mª Carmen de 1963, en el que aunque la expresividad de la niña está finamente captada el trazo y el color son aun algo rudimentarios, y el de su sobrina nieta Carmen de 1993, también un perfil completo, pero ahora con un absoluto dominio de las gradaciones tonales así como del fluido control de una pincelada capaz de ensamblar, a un tiempo, espacio y figura, rasgo y emoción e insertando al personaje en una atmósfera en donde lo que lo envuelve es tan importante como su propia presencia. Hasta tal punto que nos lleva inevitablemente a acordarnos de Velázquez.

Retrato de Carmen, óleo sobre lienzo, 1993



[i] González-Camaño, Francisco L., op cit. p. 70.


Ahora sabemos dónde ha ido el pintor a observar, a aprender las lecciones infalibles del supremo retrato. A falta de un maestro cercano Joaquín Sáenz elige al maestro de maestros, a su paisano Velázquez. Y en un acto de elogiable osadía se mide con él en el retrato de todos los retratos, Las meninas.
Las meninas es un cuadro sin época, una obra en la que el tiempo parece todo él reunido y reducido a forma y color, es, de algún modo, la historia de la pintura escrita en pintura. Medirse con Velázquez es asumir un riesgo casi suicida. Sáenz lo hace con tal naturalidad y respeto, con tal falta de fatuidad que sale indemne. Se limita a copiarlo sin afán de remedo, deja la parte superior, la del techo de la estancia y el asunto de los cuadros que cubren las paredes, sin resolver -acaso porque se trataba de aprender del retratista- y evita a conciencia caer en el pastiche o la actualización ocurrente al modo de un Manolo Valdés o un Eduardo Arroyo, por citar a dos contemporáneos. Su voluntad es más humildemente admirativa y también una declaración de principios: confesar, por un lado, sin aspavientos ni trucos de tahúr sus influencias y, por otro, demostrar que a las obras sublimes que uno admira no es necesario añadirles nada, excepto exclusivamente nuestra propia admiración.
Mención aparte merecen los diferentes retratos que a lo largo de una vida juntos le dedicara a su mujer Carmela. Unas veces a lápiz y carboncillo, otras con pastel y otras al óleo la fue retratando en sucesivas ocasiones durante, al menos, tres décadas, generalmente en un parecido ángulo de enfoque de medio perfil y siempre sentada evitando la mirada frontal. En la última casa que compartieron yo recuerdo ver colgados tres de los que me gustaría ahora referirme solo a uno, su preferido. Y también el mío. Es un retrato a carboncillo y lápiz conté del año 1975 que hemos querido traer a esta exposición como póstuma declaración de amor de Joaquín a su mujer. El dibujo capta un primer plano de Carmela en déshabille con el pelo recogido y un mechón desobediente –subrayado por el carboncillo- recién pasado por detrás de la oreja izquierda. De mirada volátil y un tanto ensimismada posa para su marido con los dedos de la mano derecha haciendo hueco sobre la boca. El dibujo parece querer evocar un momento íntimo en el que sabemos que la protagonista convalecía de una dolencia que la mantuvo postrada durante algún tiempo en la cama. Rostro, expresión y actitud son captados con sencillez y rigor, sin arrepentimientos conscientes. El tiempo parece, de nuevo, suspendido en ese estatismo característico de las ocasiones insustituiblemente personales. El resultado estético es de una profunda y delicada belleza no exenta de cierta gravedad, tan característica del estilo de Joaquín Sáenz.


Si algún contacto con los llamados procedimientos académicos tuvo el joven Sáenz fue en su relativamente breve paso por la Escuela de Artes y Oficios y, sobre todo, en las clases que recibiera del pintor y profesor de la Escuela de Bellas Artes, Rafael Cantarero. En las Conversaciones me dijo: “Cuando yo empecé a pintar al óleo tuve un maestro que en Sevilla era muy conocido por sus bodegones, don Rafael Cantarero (…) Hasta ese momento lo que había hecho era dibujar y dibujar. Él nos ponía bodegones y nosotros los repetíamos hasta que él los aprobaba”[i]. Cantarero, retratista y paisajista también, es por tanto el maestro que le obliga a enfrentarse por primera vez a la pintura. Y, como es lógico, lo hará desde unos planteamientos convencionales y netamente académicos. El bodegón es un género particularmente adecuado para poner en práctica el aprendizaje de ciertos conocimientos básicos: la ilusión de volumen, el sombreado, el encaje de elementos dispares en distintos planos, los efectos de luz, la relación fondo-figura, etc. Todo este preciado bagaje lo fue adquiriendo el aún novel pintor en el reiterado ejercicio del bodegón, género, por lo demás, al que ha de volver con el paso de los años, despertándose en él un renovado interés, sobre todo a partir de los años noventa. Son los bodegones de Sáenz de un austero refinamiento, parcos en aderezo y amigos de las frutas, verduras y plantas, pero no de los animales muertos. Más próximos, por tanto, al estilo de un Zurbarán que al de un Sánchez Cotán, atento siempre este último al efecto escenográfico y autor de  sofisticadas coreografías. Como bien me recordaba el propio pintor en nuestras Conversaciones: “en el bodegón no tienes más remedio que organizar una coreografía, digamos, de objetos y cacharros que cambias y recolocas una y otra vez hasta quedar satisfecho. Yo prefiero pintar el motivo hecho ya, situado de forma natural. Que parezca que está ahí solo para que yo lo pinte, mejor dicho, para que yo pueda dar una versión de aquello”[ii].  Así, en el bodegón no es el pintor el que se adapta a lo creado, como en el paisaje, sino más bien alguien con pujos de maestro de ceremonias que distribuye, organiza y dispone las relaciones que van a establecerse entre los objetos que finalmente se verán en el cuadro. Algo, como el mismo pintor confiesa, no muy de su agrado y, con bastante probabilidad, la razón que explique que sus bodegones sean de sencilla composición y tiendan a la concentración y el ensimismamiento del objeto.
Dignos herederos del linaje de Chardin, Fantin-Latour, Bonnard o Morandi en muchos de los bodegones de Joaquín Sáenz –de los que en esta exposición hay varios ejemplos admirables- nos encontramos con aquella paradoja de la que hablaba Proust al respecto, precisamente, de los bodegones de Chardin en virtud de la cual la opulencia de la pintura es capaz de salvar a las cosas más comunes de su mediocridad doméstica[iii].  Si lo que hasta que el pintor no vio nos parecía vulgar y como impropio de ser pintado y, sin embargo, ahora, una vez pintado, nos parece bello de ver es porque el pintor lo encontró, a su vez, digno y bello para pintar. Y, más aun, al pintor le pareció digno y bello para pintar porque previamente lo encontró bello de ver. Ambos placeres son inseparables para Sáenz y solo así consigue lograr que un tosco manojo de cebollas reclame nuestra atención con un lenguaje tan imperativo y brillante, por medio de unas pinceladas tan untuosas y genuinas que nos producen una sincera y profunda emoción. O que una simple cafetera con pinceles o unos melocotones mofletudos y aterciopelados nos parezcan, por la sola gracia de la pintura, seres inmortales.


[i] González-Camaño, Fco. L., op. cit. p. 55.
[ii] González-Camaño, Fco. L., op. cit. p. 55.
[iii] Proust, Marcel.”Pintores”, Casimiro Libros, Madrid, 2016.

Frutero con fruta, pastel, 1996

En los espacios interiores, de sus distintos estudios o de la familiar imprenta, si nos tomamos el trabajo de aislar algunos motivos también podemos encontrar delicados y sorprendentes bodegones. “Frontal con reloj” o “La mesa del regente” son obras paradigmáticas en este sentido. Otras veces, como ocurre en la rápida y entrañable acuarela “La vieja máquina de escribir”, un solo motivo es capaz de actualizar el género sin necesidad de recurrir a más medios que a la propia emoción sentida por la seducción de un objeto en un instante preciso.
De un modo sutil y probablemente involuntario el pintor ha ido elaborando en sus sucesivos bodegones un conjunto de mínimos altares votivos donde poder alabar a las cosas humildes y cercanas. Mesas como tabernáculos donde se oficia y se canta el hechizo de las cosas. Densidad conceptual y levedad aérea, ascetismo compositivo e iluminación embriagadora son las fértiles dualidades paradójicas que conforman la manera de entender un género que ha sido profusamente practicado por tantos pintores de su propia generación pero al que Joaquín Sáenz sabe darle el toque de una gracia perfectamente equilibrada. En ellos hay algo de laboratorio de ensayo y capilla de meditación. No debe olvidarse que en el bodegón el pintor acostumbra a encontrarse en un espacio cerrado que es su propio lugar de trabajo, el sitio donde ensaya, medita y se emociona en silencio.


Es imposible recorrer la obra plástica de Joaquín Sáenz sin hacer una parada en su valiosa y nutrida cartelería. A lo largo de tres décadas (desde principios de los años setenta hasta finales de los noventa) y en más de medio centenar de carteles el artista ha ido tocando temas en general muy queridos por él y, en algunos casos, estrechamente vinculados a su vida y sus aficiones. De lo flamenco a lo taurino, pasando por los festejos religiosos y profanos de su ciudad natal Sáenz ha contribuido de forma muy notable a la renovación y dignificación del cartel de tradición decimonónica. En un estudio imprescindible sobre el tema Francisco del Río ya subrayaba la utilidad que sus amplios conocimientos como impresor y litógrafo –toda una vida laboral dedicada a ello- le habían procurado a la hora de aplicarlos a su creatividad como cartelista[i].
Desde primera hora el pintor asumió la doble vertiente que todo cartel comprende y la consecuente exigencia de saber conjugar ambas con el menor menoscabo en cada caso: por un lado, la motivación y requisitos del cliente (particular, comunitario o institucional) y por otro, la debida libertad del creador al afrontar la realización del encargo. En este sentido, me parece muy oportuno volver a recordar las palabras que Joaquín me dijera con motivo, precisamente, del cartel con el que se bautizó como cartelista de firma: “El primer cartel en el que yo estampé el nombre de Joaquín Sáenz surgió a la hora de la siesta de verano, estando yo en Gráficas del Sur. Cuando aun andaban las máquinas paradas llegó un grupo de personas con el encargo de hacer un cartel para un festival de cante flamenco. Pertenecían a una peña flamenca de Palma del Río (…) Ellos querían saber si nosotros teníamos algún modelo de cartel que les pudiera servir (…) Les enseñé los modelos en serie que, a mi entender, se ajustaban mejor a los esquemas que ellos pedían. Sin embargo no parecían decidirse por ninguno, y entonces a mí se me encendió una luz y me atreví a decirles: ´ahora  bien, si quieren ustedes yo podría hacerles un cartel que se ajustara a su festival flamenco´. Me contestaron con vaguedades y me pidieron que les hiciera un boceto sobre el que ellos decidirían. A mí no me pareció bien y les contesté que no, que tendrían que confiar en mí, que no les iba a cobrar nada pero, a cambio, tenían que confiar en mí (…) Ellos, para mi sorpresa, aceptaron. Y ese fue mi primer cartel, para el festival flamenco de Palma del Río. Por cierto, tengo que confesarte que era, más o menos, un plagio de un cartel de Mucha”[i]. Corría el año 1978 y este cartel será, en efecto, el primero que Sáenz realiza dibujando sobre la piedra, es decir, como maestro litógrafo.
Luego, dos años más tarde, vendrá el encargo del cartel para la I Bienal de Arte Flamenco de Sevilla que lo consagrará como uno de los más inspirados cartelistas del panorama andaluz y del que en esta muestra contamos con el original al pastel, de 1980. Como bien señala Francisco del Río[i] para la primera corporación municipal democrática después de la dictadura la celebración de la I Bienal Flamenca suponía no solo un reto organizativo sino, muy especialmente, una declaración de principios en tanto recuperación y dignificación de la cultura popular andaluza. Se quería dar un nuevo enfoque a la proyección cultural de la ciudad que prestigiara, a través del arte, una de sus señas de identidad más característica como es el flamenco. Joaquín Sáenz se decide por un cartel moderno y clásico a la vez en el que el protagonismo lo comparten dos imágenes que no son, por separado, explícitamente “flamencas” pero que juntas –casi diríamos fundidas- proponen, con fina elegancia, un escenario propicio a la expresión de lo flamenco: una vista aérea de la Sevilla histórica cruzada por el río y un airoso mantón de manila que parece caer sobre la ciudad. Tanto en este cartel admirable como en el dedicado al Corpus, del año siguiente, también al pastel y asimismo entre nosotros, Sáenz se nos aparece claramente como un pintor que conoce, desde dentro, los secretos del mundo gráfico. Se han calificado con frecuencia  los carteles de Joaquín Sáenz de “pictóricos” y, en efecto, lo son. Se nota en ellos la mano y la mirada del pintor. No percibimos apenas intención alguna de impresionar con la imagen o de mediatizar el ánimo del espectador sino, antes al contrario, de enfrentarlo a una imagen “densa”, de digestión lenta y que reclama un cierto recogimiento de la mirada. En ningún caso son carteles de un publicista o diseñador gráfico.
Posiblemente de todos sus carteles el de mayor potencia plástica y, también, uno de los preferidos del artista es el que en 1982 hiciera del celebérrimo Cristo de la Expiración como encargo de la Hermandad titular.  Un cartel donde la fuerte presencia del dibujo a sanguina, carboncillo y lápiz negro nos evoca el recuerdo de ciertos maestros del barroco como Ribera, Murillo o Rubens. Durante varios días estuvo dibujando y tomando apuntes en la soledad de la iglesia del Patrocinio frente a la expresiva y dramática imagen del Cachorro. Apuntes que, a modo de homenaje, quiso conservar en su resultado final. Fragmentos de una cabeza levantada en medio perfil, del paño de pureza o de un pie y una mano atravesados por el clavo y, en la parte baja, anotaciones manuscritas de naturaleza declarativa o admirativa en las que reivindica a los maestros barrocos de su tierra, con especial mención al imaginero Ruiz Gijón, autor de la talla, y otras en las que explica cómo “las líneas rectas de este dibujo me han servido para relacionar o estructurar que el cachorro es una curva total (sic)”.
Más que su perfección técnica lo que nos asombra de este dibujo-cartel es su agónico dramatismo y la manera tan emocionante de explicitar una reflexión formal. El dibujo original que aquí mostramos acompañó a su creador colgado en el último tramo de la escalera que llega a su casa. Y fue, con toda seguridad, otra de sus fieles, escogidas y buenas compañías.

Cartel Bienal Flamenco, pastel, 1980
 

                                                                                               



[i] Del Río, Fco., op. cit. p. 67.


[i] González-Camaño, Fco. L., op. cit. p. 97.


[i]  Del Río, Francisco. “Carteles de Joaquín Sáenz”, Padilla Libros, Sevilla, 1991.