VER ES CREER
J L Puche y yo delante de "En el nombre de los pájaros"
Si me permiten la impertinencia me gustaría empezar
recordando cómo abría Tom Wolfe aquel deletéreo ensayo suyo, titulado “La
palabra pintada”, en el muy arriesgado año de 1975. Empleando una sorna
desacostumbrada en la comunidad artística hasta la fecha Wolfe denunciaba, como
preludio a la batería de dardos envenenados que vendrían después, las palabras
de Hilton Kramer, director por aquel entonces de la sección de Arte del New York Times, relativas a una
exposición de siete pintores realistas que se acababa de inaugurar en la
Universidad de Yale. Por abreviar, lo que a Wolfe le resultaba no solo chocante
sino intelectualmente inadmisible era el hecho de que Kramer anatemizara la
obra de esos siete artistas por la peregrina razón de que practicaran un estilo
–el realista- “falto de teorías convincentes”. O lo que es lo mismo, que
alguien erigido, no se sabe bien en virtud de qué méritos, en pope de la
modernidad se atreviera a dispensar certificados de buena conducta artística en
función de lo “convincente” que resulte la “teoría” que acompaña y justifica la
obra de un artista. Remataba con guasa
afirmando: “durante todos estos años he creído que en arte, más que en
cualquier otra cosa, ver es creer. Bien, ¡cuánta miopía! (…) De golpe he
recuperado toda mi visión. Nada de “ver es creer”, tonto de mí: “creer es ver”,
porque el Arte Moderno se ha vuelto completamente literario: las pinturas y
otras obras solo existen para ilustrar el texto”[i].
Estas dos últimas afirmaciones iban subrayadas en cursiva y, en realidad,
conformaban la síntesis de su célebre y combativo ensayo. Lo que hizo Wolfe fue
poner el dedo en la llaga y, de paso, dar a los patrioteros mandarines del arte
(básicamente el tándem Greenberg/ Rosenberg)[ii]
una cucharada de su propia medicina: ¿si el movimiento moderno se originó como
reacción frente a la naturaleza literaria del arte académico cómo era posible
que la vanguardia artística, tanto europea como norteamericana, terminara
practicando un arte tan necesitado de literatura?
La llaga, en cualquier caso, no era Kramer, éste solo era un
integrante más de la influyente camarilla de críticos y profesionales del arte
moderno que seducidos por el discurso abiertamente doctrinario y llamativamente
maniqueo, aunque construido con cierto rigor intelectual, de Clement Greenberg,
habían prescrito una receta a modo de edicto a tenor de la cual todo lo que no
fuera abstracción no podía ser calificado de moderno y, por tanto, desde el punto de vista artístico resultaba
inmediatamente sospechoso de reaccionario.
A lo largo de su dilatada obra y desde el breve pero prescriptivo ensayo
“Vanguardia y kitsch” (1939) hasta su artículo “La pintura moderna” (1960)
Greenberg mantuvo su particular fatwa
contra lo que él entendía era la principal amenaza del arte de su tiempo: la
figuración realista[iii]. Así,
dictaminó que para ser libre el arte habría de buscar su propio desarrollo y
supervivencia en la renuncia a cualquier referencia figurativa y en la exigente
concentración en el trabajo sobre su propio medio. Este será, por tanto, -y no
la realidad- el exclusivo centro de operaciones del pintor moderno. “Medio” se convertirá en un concepto central en su
jerigonza artística. Tal como él lo define el “medio” se corresponde con la
suma de condiciones específicas que caracterizan una forma expresiva y la
distinguen de otras. En el caso que nos ocupa, el de la pintura, estas
condiciones se reducen, según Greenberg, a tres, a saber: la planitud (flatness) de la superficie de la obra, las
propiedades del pigmento, que él llamaba la “palpabilidad de la pintura” y los
límites del cuadro impuestos por el marco. Estos serán los únicos elementos a
los que el pintor vanguardista deba prestar atención y con los que tiene que
operar. Dejando a un lado la dimensión política de las operaciones Painterly Abstraction de Greenberg y Action Painting de Rosenberg
(profusamente estudiadas por Serge Guilbaut en su indispensable ensayo “De cómo
Nueva York robó la idea de arte moderno”[iv])
lo que, desde nuestra perspectiva actual, nos parece de un idealismo casi
tierno es el rigor y la persistencia con que alguien como Greenberg elaboró y
supervisó un programa estético tan hermético y sofisticado que terminó sin
remedio por morir de asfixia. Asfixia de los propios artistas, naturalmente. Todo
lo que no se ajustara a sus tres condiciones sagradas era o bien desviacionismo
(el arte conceptual) o bien herejía (el arte pop y el realismo en general). A
la herejía, por cierto, la llamó kitsch.
Solo en este sentido su figura se nos antoja parecida a la de André Breton,
sumo sacerdote de las esencias surrealistas, siempre dispuesto, en aras de la
ortodoxia, a condenar cualquier desviación o desobediencia. Hijos de la misma
época, ambos crecieron en unos tiempos que aun creían en las “utopías
redentoristas” (en su caso, de orientación marxista) para terminar en su
madurez siendo testigos de las severas contradicciones que las consumían en su
interior. Ninguno de los dos se tomó la molestia de reconocerlas y analizarlas con
la suficiente distancia y ni uno ni otro supieron prever lo que Gianni Vattimo
llamaría “el fin de la modernidad”[v],
es decir, la sustitución de la esperanza en un futuro mejor por el pragmatismo
del presente tal cual o, lo que es lo mismo, el reemplazo de los deseos
piadosos por las acciones eficientes. Llama la atención, por su paralelismo de
causa-efecto, que así como después del colapso creativo producido por la
violenta sucesión de las vanguardias históricas (cubismo, futurismo, constructivismo
y dadaísmo principalmente) sobreviniera, en el panorama artístico de la época
justo al acabar la 1ª Guerra Mundial, lo que Jean Cocteau llamó en un momento
de lucidez “le rappel a l´ordre” (la
llamada al orden)[vi],
también se produjera, justo después de los numerosos esfuerzos críticos por
replegar la práctica de la pintura al exclusivo campo de la pintura (ocasionando
una metapintura o pintura autorreferencial), un hartazgo por la abstracción y
empezaran a aparecer, tanto en Europa como en los Estados Unidos, una serie de
artistas que vieron en la repentina eclosión de las imágenes de masas de la
nueva sociedad de consumo de los años 50 del pasado siglo, una oportunidad para
ser modernos de otra manera, digamos pop. Lo que resulta significativo es que
tanto en una como en otra respuesta (le
rappel a l´ordre o el pop art) los
pintores vuelvan a sentir la necesidad de acercarse a la figura y al objeto, es
decir, a practicar sin complejos, un renovado realismo, por mucho que éste
remita o no a lo real.
![]() |
G. Richter, Tourist Office, 1966 |
[i] Wolfe,
Tom, “La palabra pintada”, Anagrama, Barcelona, 1976.
[ii]
Clement Greenberg puso las bases teóricas de lo que él denominó Painterly Abstraction (abstracción
pictórica) y Harold Rosenberg es el padre del concepto Action Painting (pintura de acción).
[iii] Ambos
artículos están incluidos en “La pintura moderna y otros ensayos”, Siruela,
Madrid, 2006. Ed. Félix Fanés.
[iv]
Guilbaut, Serge, “De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno”, Tirant lo
Blanch, Valencia, 2007.
[v] Vattimo,
Gianni, “El fin de la modernidad”, Gedisa, Barcelona, 1986.
[vi]
Ver su mítico libro de ensayos de 1926 “Le
rappel a l´ordre” en el que se recogen diversos estudios publicados entre
1918 y 1923 cuyo punto en común lo resume el propio título del volumen que
queda, no obstante, desarrollado en el capítulo que recoge la conferencia
impartida en el Collège de France y
que Cocteau tituló “D´un ordre considéré comme une anarchie”, donde el escritor
defiende un clasicismo y un orden contemporáneos a partir de los cuales pueda
desarrollarse una “disciplina de libertad” capaz de proteger la creatividad
individual de los desastres de la anarquía.
¿Qué es lo real? Si en la obra de un artista pop como Richard
Hamilton lo real toma la forma de ciertos productos de la cultura popular
envueltos en la estética, sexy y glamurosa, del anuncio publicitario y en la
pintura de su compatriota David Hockney lo real, en cambio, adquiere una
dimensión mucho más autobiográfica en la que la vida personal del artista y su
entorno físico y humano cobran especial protagonismo, en un pintor como Gerhard
Richter lo real es una suerte de gris indiferencia, una sucesión de registros
visuales asépticos, imprecisos, anodinos, que abordan distintos géneros, en los
que cualquier sentimiento humano parece haber sido, en principio, puesto en
cuarentena y al borde del cliché. Más que en ningún otro de los artistas antes mencionados
lo real en él resulta una ficción. Y
es precisamente esa inclinación a representar lo real como ficción lo que viene a singularizar el conjunto de obras que José
Luis Puche lleva desarrollando desde hace algún tiempo y del que esta
exposición es una acabada muestra.
En primer lugar, al emplear como medio auxiliar la
fotografía, algo en lo que coincide, por cierto, con dos de los pintores antes
citados -Hockney y Richter, aunque con intenciones artísticas muy distintas en
cada caso- el acercamiento a la realidad que Puche practica termina por elevar
a rango de real el valor de lo
aparente. Las apariencias, tal como las registra la cámara, cobran una
irremediable nueva dimensión en manos del pintor o dibujante. En vez de
quedarse en el registro más o menos objetivo y hasta banal de una realidad
determinada, en el trasvase de la operación de la foto al dibujo el artista añade
a la imagen no solo un significativo número de ingredientes estéticos sino -algo
que a veces pasa desapercibido- el carácter de un tiempo mucho más lento (el de
la propia ejecución de la obra) que, por fuerza, termina por otorgar a la
imagen una densidad conceptual y, a menudo, una intencionalidad de las que
carece la fotografía y a las que resulta muy difícil sustraerse. Esta
añadidura, consciente o involuntariamente, logra hacer del dibujo o la pintura
algo inevitablemente distinto de la mera transcripción, algo cuya densidad
obliga a ver la imagen representada con otros ojos, prontos a descubrir el aura
nostálgica que la compromete. A la presencia física del lento y sucesivo trabajo
que el tiempo mensurable logra volcar sobre la superficie del papel -trabajo
que desgasta, quiebra y desdibuja a conciencia el propio dibujo por medio de la
compleja técnica de intensa plasticidad del artista, de la que luego
hablaremos- hay que añadir el tiempo histórico de las imágenes utilizadas,
fuera de nuestro estricto presente y remitiéndonos, con terca sutileza, a un
escurridizo pasado, familiar y extraño a la vez. De ahí, el aura nostálgica ya mencionada. Todo
concurre, en definitiva, para que aquello que en un principio el artista miró
como una foto -o un conjunto de ellas- se nos devuelva en el dibujo como escenario construido en el que se
representa un drama (en su sentido
etimológico) al que asistimos con inevitable perplejidad.
¿Qué tienen las fotografías de seductoras y eficaces para que
tantos pintores –desde Richter o Leon Golub a Tuymans, Rauch, Dzama o el propio
Puche, entre los más actuales- las
prefieran como material de trabajo? Para empezar, su carácter de pura imagen ajena
a la vida y a las experiencias personales del artista. Partir de una
fotografía, sacada de una revista, de un archivo histórico o del infinito
catálogo de internet, libera al artista de la carga emocional de sus propias
vivencias. Es, en ese sentido, un trabajo desapasionado en el que el pintor o
dibujante solo debe concentrar sus esfuerzos en los aspectos técnicos y
formales sin necesidad de sentirse concernido por ningún tipo de sentimiento o
emoción de carácter personal. Por otra parte, por su naturaleza de artefacto
construido la fotografía ahorra la toma de determinadas decisiones como puedan
ser el encuadre, la composición o la caracterización de los personajes y, en
muchas ocasiones, también las fuentes de luz. Te da, por así decirlo, ese
trabajo hecho. Y finalmente, no podemos olvidar que una fotografía es una
poderosa y formidable arma de destrucción de la privacidad del otro y desde
este punto de vista constituye siempre, aun en el posado, una verdadera
intromisión que, por lo mismo, facilita una información psicológica de primera
magnitud.
En el caso de Puche, esta tercera virtualidad de la
fotografía no parece tener apenas importancia pues su iconografía se mantiene
voluntariamente ajena a cualquier tentativa de interpretación psicológica. Quien
quiera conocer qué piensa y siente José Luis Puche no lo sabrá a través del
estudio de la temática de su dibujo. Sin
embargo, lo que sí tendrá claras consecuencias en la manera de mirar es el uso
que el dibujante hace de cierto tipo de material fotográfico, por lo general
trivial, incidental, indiferente a su intimidad, que terminará por cambiar su
propia visión de artista pues ha logrado acostumbrar al ojo a la idea de la
visión por la visión misma. Cuando cualquier cosa que se ve es susceptible de pasar
al papel o al lienzo, prescindiendo de toda valoración ética o estética, lo que
se está alimentando es una didáctica de la indiferencia perceptiva, semilla,
por otra parte, de las principales poéticas de la posmodernidad. Es evidente
que en el asiduo ejercicio de transliterar al dibujo una o varias fotografías
combinadas se corrige o puede corregirse nuestra manera de mirar. Convendría,
no obstante, matizar la supuesta indiferencia perceptiva más arriba señalada,
pues las distintas decisiones que el artista va tomando mientras desarrolla su
trabajo y que obligan a convivir a unas imágenes con otras al tiempo que le
empujan a elegir unos motivos y eliminar otros, convierten finalmente al dibujo
en una auténtica transfiguración del original fotográfico. Lo que hace de José
Luis Puche un pintor/dibujante de lo real como ficción es, en primera
instancia, su preferencia por la foto como motivo desencadenante de su quehacer
artístico. En este sentido conviene tener en cuenta la advertencia de Susan
Sontag: “en vez de limitarse a registrar la realidad, las fotografías se han
vuelto norma de la apariencia que las cosas nos presentan, alterando por lo
tanto nuestra misma idea de realidad y de realismo”.[i]
Los dibujos de Puche no son, en puridad, imitaciones de una foto, su esfuerzo
como artista no lo pone al servicio de la imitación de una imagen sino de hacer
que esa imagen se nos presente tan ajena y compleja, tan indiferente a nuestra
vivencia cotidiana que nos parezca que estamos ante una ficción difícilmente
localizable y fechable, ante una nueva realidad
transfigurada por el arte.
Los dibujos que Puche nos ofrece no obedecen, por
consiguiente, a una realidad directamente contemplada sino que se originan de
la contemplación directa de una o varias representaciones de la realidad. Así,
frente a la consabida impostura del naturalismo visual de la televisión Puche
nos plantea otra manera de celebrar las dificultades que entraña la tarea de
mirar, pues la mirada que él propone no es tanto una transcripción de las
evidencias externas cuanto una reelaboración consciente, obligada a
confrontarse con las resistencias inherentes al material diverso del que el
mundo está hecho. Así es como queda neutralizado en las escenas de Puche cualquier
atisbo de insuficiencia frente a la eventual precisión de la imagen
fotográfica. No se trata de establecer
un único protocolo de aproximación a la fotografía sino de sublimar sus
ambivalencias con estrategias tales como la combinación paradójica de varias de
ellas en la resolución de un solo dibujo o bien la manipulación de la imagen
fotográfica seleccionando unos pocos motivos y prescindiendo de otros en
función del interés del artista por intensificar la sensación de verdad pictórica del mundo.
Contemplando el sugestivo conjunto de dibujos que
conforman esta exposición accedemos a una auténtica ética del mirar que, en
última instancia, no se reconoce en ningún compromiso, a excepción de que
consideremos el placer de mirar por mirar como una nueva categoría de
compromiso.
J L Puche, Sabali, 2016 |
[i] Sontag,
Susan, “Sobre la fotografía”, Penguin Randon House, Barcelona, 2017, p. 91.
En los papeles de Puche la banalidad de lo mirado está
estratégicamente envuelta en un aire impregnado por el sutil aroma del
misterio. Un misterio muy cercano, en ciertas ocasiones, a lo que Freud llamó unheimlich, es decir, lo desconocido, lo
clandestino, lo extraño que a menudo produce inquietud y nos desasosiega[i].
Unheimlich como antónimo de heimlich, lo doméstico o familiar y, por
tanto, conocido, no extraño. Freud, de una manera bastante novedosa, plantea el
concepto como una vivencia contradictoria en virtud de la cual lo extraño
adopta la apariencia de lo conocido y lo conocido se torna extraño. Ante una
imagen así, aun siendo en apariencia familiar y conocida, podemos desarrollar
un sentimiento o sensación de extrañeza que fácilmente puede derivar en inquietud
o angustia. Freud cita la definición que F. W. J. von Schelling propone para unheimlich, “el nombre para todo aquello
que debió quedar oculto, secreto (…) pero que terminó por manifestarse”[ii].
De ahí que al tomar conciencia de ello sobrevenga la angustia. En las
escenografías que nos propone Puche juega un papel relevante la habilidad con
que utiliza la combinación y manipulación de imágenes fotográficas en un mismo
dibujo para deslizar ese elemento perturbador en nuestra conciencia perceptiva
al que obliga a convivir, a veces, con un sutil y particular sentido del humor.
Escenografías marcadas también por la elección del mismo material fotográfico. Así,
la aparición de personajes de peinado y vestimenta ligeramente anacrónicos, de
una época similar a la del mobiliario o automóviles que utilizan –todo ello
deliberadamente anterior a la fecha de nacimiento del artista y manifiestamente
ajeno a su vernácula tradición cultural- como, por otra parte, la
descontextualización a la que se somete a la imagen al arrancarla de su originario
contexto –muchas veces dinámico- para transformarla en icono estático y, por
tanto catalizador de significados, contribuyen a hacer del dibujo de Puche una
realidad que, por su propia inmovilidad y su muy elaborada puesta en escena,
tiende a acumular varios significados, a veces paradójicos: ¿dónde está el
trampolín de esos saltadores en cruz en pleno vuelo en piezas como Counting Coup o Air? ¿Qué les espera al final de la caída? ¿Son atletas o jóvenes sin
rostro lanzados al vacío? ¿Qué tipo de sorpresa le espera al conductor de Air7 en plena noche? ¿Quién es, de
haberla, la amenaza, el conductor o el peatón iluminado que parece esperar a lo
lejos?
J L Puche, Air, 2016 |
[i]
Hoffmann E.T.A.-Freud, Sigmund, “El hombre de arena. Lo siniestro”, José J. de
Olañeta editor, Palma de Mallorca, 2008.
[ii] Hoffmann-Freud, op. cit., p. 19.
Por otro lado, pero en un sentido que abunda en lo ya dicho, encontramos
en el despliegue escénico de Puche una permanente dialéctica entre lo estático y
lo dinámico. La misma naturaleza estática del cuadro en que el artista se
obliga a fijar una imagen, por definición, detenida entra en claro conflicto
con la narrativa visual del propio cuadro, un dibujo punteado de movimiento y
pleno de dinamismo en su aspecto compositivo. No solo en la práctica totalidad
de sus escenas con figuras nos hallamos ante representaciones de un marcado
dinamismo que, a veces, parece desafiar incluso a las leyes de la gravedad (como
epítome espléndido y rotundo destaca su políptico En el nombre de los pájaros, donde todas las figuras aparecen en
acción y, las principales, en alambicadas poses, excepto el pequeño y discreto
gato) sino también en sus escenas de paisaje (Air2 o Afternoon of rays) la naturaleza se nos presenta turbulenta
y en estado de excitación (el vendaval que tuerce las palmeras o los rayos
eléctricos que estremecen la noche). Esta tensión de principios opuestos contribuye,
de una manera velada pero efectiva, a que se manifieste el elemento perturbador
al que antes aludíamos.
Ya sea, entonces, por la ambigüedad de lo tratado como por la
sorprendente coreografía visual de sus dibujos la idea de un posible
significado latente acecha como enigma en buena parte de la obra de Puche,
sugiriendo con frecuencia interpretaciones de equívoco sentido. Si reparamos,
por ejemplo, en el motivo del blíster –al que recurre en dos ocasiones- tan
legítimo nos parece ver en él la denuncia paródica de una sociedad incapaz de
hacer frente, por sí sola, a un estado de ansiedad y angustia generalizado (una
sociedad farmacologizada) como
interpretarlo en clave alegórica, y ver en ellos el emblema posmoderno de la
frágil artificiosidad del entramado social: al fin y al cabo los blíster
parecen estar formando un inestable castillo de naipes. O, ¿por qué desecharlo?,
como simple elemento excéntrico de función desconcertante. Sea como fuere, al
contemplar muchas de las composiciones del artista no podemos evitar acordarnos
de cierta imaginería de raíz surrealista tan vinculada al concepto bretoniano
de dépaysement[i]
(extrañamiento) pero sin el aditamento sexual tan caro al surrealismo y sin
rastro, tampoco, de resabio psicológico alguno, consustancial también al
espíritu de las primeras vanguardias. Ambas implicaciones (la sexual y la
psicológica) están ahora voluntariamente descartadas del vocabulario visual de
Puche, que juega en otro campo. En su elaborada y meticulosa dramaturgia hay
siempre una distancia interpuesta entre el espectador y la obra que convierte a
sus dibujos en artefactos descreídos. La mirada de Puche es una mirada
desapasionada, deliberadamente neutra, desideologizada, posmoderna. En cierto
sentido, distinta a la de artistas como Neo Rauch o William Kentridge, dos
autores que practican un dibujo que puede compartir determinados rasgos
estilísticos con los del malagueño pero en los que las implicaciones sociales y
políticas, respectivamente, saltan a la vista.
Aun a sabiendas de lo equívoco y contradictorio que pueda
resultar el término posmoderno (que
más que la precisión de un concepto filosófico ostenta la ambigüedad de una
máscara sin gesto) si contemplamos en conjunto la obra de José Luis Puche
–especialmente a partir de la producida para Never Before, expuesta en Yusto/Giner en 2015- obtenemos la
impresión de encontrarnos delante del trabajo de un artista sin complejos ni
lastres programáticos, que no cree en los poderes de negación del arte moderno,
que intuye que la ruptura con el pasado no es creadora y que está dispuesto a
poner en entredicho la idea del fin del arte por medio de un rearme figurativo
que si, en lo visual, se nutre del infinito banco de imágenes que proporciona
internet, en lo formal se apoya, por un lado, en una portentosa seguridad
técnica –en su caso, ganada de forma autodidacta- y, por otro, en un vasto
caudal de conocimientos artísticos, producto de su formación académica como
historiador del arte. Rearme figurativo que no vacila en combinar el
relativamente reciente legado del pop europeo (británico e italiano para
mayores señas) con la herencia más antigua de ilustradores y caricaturistas
como William Hogarth u Honoré Daumier, sin olvidar la imaginería surrealista o
el realismo social de los países del desaparecido bloque soviético.
Esta nueva koiné
realista, de carácter trasnacional y voluntad sincrética, no podría entenderse
sin el advenimiento de una nueva era, calificada por unos de “neobarroca” y por
otros de “posmoderna” o incluso “del vacío”[ii],
en la cual los artistas han optado por sustituir la rebelión violenta contra el
orden oficial y el academicismo, el desprecio a la tradición y el furor por la
novedad por una actitud mucho más contemporizadora con el legado universal de
la historia del arte que ha adoptado el realismo como vía de expresión
artística precisamente por su doble carácter ecuménico y contrarrevolucionario.
Koiné cuyo nutriente principal no es
ya la experiencia directa y caliente de la realidad sino la que pasa por el
cedazo cool del dispositivo
fotográfico. Así, el realismo que practica la nueva constelación de artistas en
la que se incardina Puche no es reflejo de una realidad vivida sino de una realidad vista.
Algo, por lo demás, no tan nuevo en la práctica artística ya desde mediados del
siglo XIX (recuérdese la influencia de la fotografía en las obras de Degas o
Caillebotte) pero que tendrá que esperar hasta la aparición de un artista como
Francis Picabia para hallar un franco defensor de esta postura, dispuesto a
darle carta de naturaleza[iii].
Corrientes como el fotorrealismo norteamericano de un Chuck Close o un Richard
Estes (afanados en el efecto mimético y ajenos a toda emoción humana) o, en
Europa, el llamado, no sin explícito sarcasmo, “realismo capitalista” de los
aun jóvenes Polke y Richter, pueden considerarse, pese a sus notables diferencias
éticas y estéticas, antecedentes inmediatos del recurso a la fotografía que
luego emplearán artistas tan dispares como Peter Doig, Marlene Dumas, Luc Tuymans, M. Borremans
o, en nuestro país, Paco Pomet, Concha Martínez Barreto o el propio José Luis
Puche, entre otros. En definitiva, una estrategia de superación de la realidad
que queda así orillada y sustituida por la mirada interpuesta –y muchas veces
anónima- del fotógrafo o cineasta y que da como resultado una imagen artística
que es elaboración de una elaboración y, por eso mismo, artificio y ficción. Artificio
y ficción artísticos. Puche tiene la
habilidad de generar discurso donde, en principio, aparentaba no haber más que
imagen. En sus escenografías todo evoca un lugar deslocalizado en un tiempo difuso
lo suficientemente lejano como para no vernos reflejados del todo en él pero, a
la vez, lo suficientemente cercano como para poder seguir sintiéndonos
concernidos. Rozando, en ocasiones, la estética publicitaria da a sus escenas
una sabia vuelta de tuerca hasta lograr hacérnoslas sentir como extrañamiento, como si los personajes
que retratara fueran marcas desarraigadas de nuestro tiempo, habitantes de un
lugar que antaño fue nuestro, no vacío de vida ni de pensamiento pero sí ya de
nosotros tal como ahora nos vemos.
J L Puche, Duluth, 2015 |
[i]
El concepto de dépaysement está
desarrollado en el segundo manifiesto surrealista y se basa en la reunión
arbitraria de elementos dispares. Ver André Breton, “Manifiestos del
surrealismo”, ediciones Guadarrama, Madrid, 1974.
[ii]
Calabrese, Omar, “La era neobarroca”, Cátedra, Madrid, 1989. Jean-François
Lyotard, “La condición posmoderna”, Cátedra, Madrid, 2006. Gilles Lipovetsky,
“La era del vacío”, Anagrama, Barcelona, 1986.
[iii]
Boulbès, Carole, “Francis Picabia. Monstres délicieux. La peinture, la
critique, l´histoire”, texto del catálogo de la exposición “Cher peintre…
peintures figuratifs depuis l´ultime Picabia”, Musée Natinal d´Art
Moderne-Centre Pompidou, Paris, 2002, p. 29-38.
Y todo ello, ya lo hemos apuntado, a través de un dibujo muy
tramado y de una intensa plasticidad. El dibujo de Puche, dejémoslo claro desde
un principio, se beneficia de un virtuosismo técnico literalmente asombroso.
Por lo que tiene de autodidacta y, quizá también y como consecuencia, por la
forma desinhibida con que lo ejecuta. Como dibujante su aprendizaje es el lento
resultado de una fuerte determinación desde los primeros años de infancia.
Nunca asistió a academia alguna y tanto su conocimiento técnico como su
evolución estilística lo deben todo a la selectiva voracidad de su mirada y al
insistente ejercicio de la mano que se entrenan, primero, en la ingenua
reproducción de las típicas láminas escolares para pasar, años después, a una
copia más atenta y consciente de la imaginería religiosa malagueña vinculada a
su Semana Santa así como de los cuadros de Velázquez, a los que accede a través
del catálogo que le regala su madre después de ver juntos la célebre exposición
antológica del Museo del Prado de 1990 cuando apenas frisaba los 13 años. Caso el suyo que nos recuerda, por ciertos
paralelismos biográficos, al del célebre dibujante holandés M. C. Escher. Ambos
coinciden en su poco provechosa experiencia escolar y en la posterior formación
técnica al margen del circuito académico si exceptuamos el interés por el mundo
gráfico: los pormenores del grabado en Puche y la xilografía y el linóleo en
Escher; asimismo coinciden en su pasión por Roma como tableau vivant capaz de
poner a su alcance sin intermediarios buena parte de lo mejor de la historia
del arte occidental. Y, por último, en la versatilidad y virtuosismo con que aplican
las posibilidades artísticas del lápiz graso y de grafito. Paralelismos más
vitales que estilísticos pues si el holandés se inclinó en lo estético por una
elaborada ornamentación de carácter geométrico y por la construcción de
portentosas arquitecturas inventadas, Puche ha preferido seguir investigando en
las distintas interacciones de la figura humana en ámbitos que van de lo
doméstico y urbano a la recreación de una naturaleza expresivamente arrebatada.
Por la complejidad técnica de su dibujo y por el formato
ciertamente heroico de muchos de sus papeles lo que en esta exposición se nos
ofrece no es sino, en realidad, una sucesión de cuadros concebidos y resueltos como si de pintura se tratara.
Urdidos con cálculo en el ajustado pero sugestivo espectro cromático del gris
–color, en principio, de exigua fuerza expresiva al que, en ocasiones, hace
convivir con golpes de color más vivo- Puche ha sabido sacar, gracias a la
lúcida combinación de una batería de recursos técnicos, resonancias a sus
grisallas de una fuerte plasticidad logrando la sensación de corporeidad de la
materia típica de la pintura. La presunta indiferencia emocional del gris
(transcripción rigurosa al cuadro del blanco y negro de las fotografías
preliminares) queda contrapesada por un toque del lápiz muy físico que convierte
al dibujo en un apasionado baile corporal[i].
Si a esto añadimos la tendencia natural del artista a experimentar con los
materiales hasta el punto, por ejemplo, de hacer que el carbón graso pueda ser
acuarelable (algo, en principio, reservado al grafito) o a incorporar con
admirable confianza los accidentes ocurridos en el proceso del dibujo al
resultado final de la obra como ocurre en Tattoo
donde un presunto error acarrea una
mancha orgánica que a su vez provoca un tono de gris que no existía para la
química pero que se plasma milagrosamente sobre el papel convirtiendo, a la
postre, el accidente en hallazgo feliz o, bien, observamos cómo por medio del
líquido enmascarador se crea una película que aísla y protege determinadas
zonas del papel de los ataques del agua vertida y chorreada o de las
salpicaduras de la brocha, con su carga de sedimentos, sobre él, si, como digo,
somos en definitiva conscientes de todo este caudal de procedimientos,
convendremos entonces en la profunda naturaleza pictórica del dibujo de José
Luis Puche, naturaleza a la que de forma indirecta alude el poético y
debussyniano título de esta exposición[ii].
Como nieve que baila, así es como el
autor interpreta su propia forma de obrar. Como la nieve ejecuta su acompasada
e ineludible acción de metamorfosis y barrido de formas así el pintor/dibujante
compone y descompone con los instrumentos de su oficio (tiza, lápiz, agua y
brocha) el completo escenario de su propia ficción.
Alentar en el espectador la posibilidad de interpretar y
vivir la vida de este mundo –su realidad- de una manera distinta a la habitual,
de conocerse mejor por medio de aventuras ajenas, de comprometerse de algún modo
con la verdad de la mirada del otro es parte de la inmensa y fascinante tarea
del pintor de realidades. No hay nada
más fácil ni natural de entender que el hecho de que la pintura sigua viva depende
principalmente de que siga hablando de nosotros. Ver es creer. El amigo Wolfe
tenía razón.
Francisco L. González-Camaño
[i]
Este aspecto técnico ya ha sido visto por el crítico italiano Nicola Mariani en
un breve texto que escribiera con ocasión de la muestra de J. L. Puche en la
galería barcelonesa de Víctor Lope en 2016 y en el que relaciona ese toque musical con su pasado de percusionista
en un grupo de música clásica y contemporánea.
[ii]
Claude Debussy compone para su pequeña hija Claude-Enma y para su institutriz
inglesa en 1908 la suite para piano Children´s Corner. Compuesta por 6 piezas,
cinco de ellas están tituladas en inglés. The
snow is dancing es la cuarta y en ella intenta evocar la caída de los copos
de nieve sobre las cosas que componen el mundo.
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