miércoles, 1 de febrero de 2012

THE BLACK RIDER o la bala rebelde

Yo una vez tuve sueños y ambiciones artísticas y, lo que es mejor, la ocasión de poder realizarlas. Conocí, de colaborador de Miguel Romero Esteo en la organización del Festival de Teatro de Málaga, a Robert Wilson. Hace de esto ya tantos años que no sabría poner fecha. Y por una serie de avatares que ahora no vienen al caso me vi, durante cierto tiempo, ejerciendo de asistente técnico del prestigioso -y en mi opinion, genial- director de escena norteamericano. Así fue como llegué a implicarme en los preparativos del debut en España -fue en Sevilla y en el transcurso de aquella larga y memorable fiesta que se llamó Expo 92- de The Black Rider.
wilson, Waits, Burroughs
La obra había sido estrenada dos años antes en el Thalia Theater de Hamburgo y llegaba a España en olor de multitud y con los más encendidos parabienes de la crítica especializada de medio mundo. Y, en efecto, razones no faltaban para ello. La coincidencia de talentos que en la génesis de la obra se dio intimidaba un poco y era toda una garantía: William Burroughs se encargó del libreto, Tom Waits de la música, Frida Parmeggiani del vestuario y Bob (Wilson) del montaje escénico. Y para rizar aún más el rizo se llamó a Marianne Faithful para que se metiera en la piel del papel protagonista, el de Pegleg, el mismísimo jinete negro.
El día del estreno en Hamburgo el público, turbado por el impacto visual de la obra, por la belleza extraña, tétrica y mordaz de sus canciones, permaneció veintitrés minutos de pie aplaudiendo hasta que las palmas de sus manos empezaron a despellejarse. No hace falta subrayar que durante los tres o cuatro días que estuvimos en el Teatro Central de Sevilla en aquel verano del 92 no quedó un solo billete sin vender y el público (abrumadoramente joven) salía noche tras noche con un brillo vibrante en los ojos que todavía hoy me hace sentir un cosquilleo de placer por haber tenido la oportunidad de participar -todo lo modestamente que se quiera- de aquel evento formidable. Encontrarme, de repente, envuelto en una obra así, de aquellas dimensiones artísticas, al lado ya no sólo de Bob como otras veces, sino de genios como Waits o Parmeggiani, de la mujer de Waits, la también escritora Kathleen, de tantos músicos y actores de fuste con los que, por cierto, después de cada representación compartía bromas y confidencias hasta que los camareros decidían no seguir sirviéndonos más copas, fue una experiencia que no se me ha vuelto a repetir en mi vida.
Hacía ya algún tiempo que Bob buscaba la colaboración de Waits para un proyecto teatral después de haber conseguido enganchar a Burroughs para que reelaborara una antigua leyenda del folklore alemán de connotaciones fáusticas. El legendario autor de El almuerzo desnudo era perfecto para la ocasión porque en su propia vida se había tenido que tragar una experiencia semejante cuando al jugar a ser como Guillermo Tell mató a su mujer de un disparo poco atinado. Corría el año 1951 y fue en México en el transcurso de una jarana de drogas y alcohol. Burroughs nunca superó del todo esa experiencia y Bob pensó que el guión de la historia podía hacerle algún bien. Se pasó diez días escribiendo el libreto de la obra metido bajo las sábanas y mantas de la cama de su hotel hamburgués - el Reichshof - por no molestar por las noches a sus vecinos de habitación con el tecleado de la máquina de escribir.
En una atmósfera escénica que se balancea entre un onirismo gótico de leyendas ancestrales y la imaginería del cabaret de entreguerras a lo Kurt Weill, la obra se centra en la relación ambigua e interesada entre un joven enamorado al que se le impide casarse con su amada por su falta de pericia en el tiro y un jinete negro de nombre Pegleg que no es más que una nueva reencarnación del diablo. Éste le ofrece unas balas mágicas que consiguen dar siempre en la diana. Admirado por la muy mejorada puntería del pretendiente de su hija, el padre acepta por fin ese matrimonio con la condición de que Wilhem (así se llama el futuro marido) realice una última exhibición ante sus invitados. Angustiado por no disponer de más balas endiabladas Wilhem le ruega a Pegleg que le proporcione nueva munición, pero éste solo acepta si le deja decidir el objetivo de la última bala.
Llega finalmente el día de la boda y al concluir los festejos Wilhem decide hacer el último disparo apuntando a una paloma que se había posado en un árbol. Sin explicación racional alguna el proyectil se desvía de su trayectoria y va a dar en la frente de su amada que cae fulminada al suelo. La obra acaba con la burlesca y maléfica risotada del jinete negro que parece divertirse habiéndose salido con la suya.
El resultado de esta comedia negra, como le gustaba llamarla a Bob, es perturbador desde todos los puntos de vista. De una intensidad emocional y estética como yo no he conocido otra igual. Y no creo que pueda volver a vivir otro momento teatral tan verdaderamente maravilloso como aquel, cuando aun era joven, tenía ilusiones y no me había convertido en el oscuro y desmoralizado funcionario que desde hace demasiado tiempo vengo siendo.




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