martes, 28 de febrero de 2012

El Dolor de los Animales

La raiz del sufrimiento es muy probable que se esconda en el deseo. El hombre es la única especie que desea, es decir, que proyecta en el futuro las pasiones que siente con el fin de ejecutarlas tarde o temprano, pues una pasión no ejecutada se convierte en seguida en frustración y angustia.
Es precisamente en nuestra naturaleza humana, en eso que hemos dado en llamar alma, donde hay que ir a buscar el impulso del mal.
El instinto de caza palpita en nuestros genes desde que el hombre tiene memoria de sí mismo, desde antes incluso. Los animales, naturalmente, también cazan. Pero no he visto nunca a ninguno que lo haga por aburrimiento, costumbre, placer o incluso por revancha. Su instinto de caza está hecho de otra pasta.
Mucho me temo que junto a nuestro instinto de caza o mezclado con él late otro instinto de diferente índole y distintivamente nuestro, el que antes llamamos "impulso del mal". Ese que lleva al niño a apedrear a un gato de la calle, a inflar hasta reventar a las ranas de las charcas, a pisar y hacer crujir a los saltamontes y los caracoles, el que lleva a los hombres a tirotear a los bisontes desde los trenes en marcha, a disparar a los pajarillos para verlos caer a plomo, a colgar a los galgos inútiles de las ramas de los árboles, a cazar mufones y venados para ¿decorar? salones con prosapia, etc. etc.
A estas fieras humanas, grandes y pequeñas, que matan por avaricia, afición, costumbre o divertimento habrá que recordarles que ningún animal se enfrenta al hombre para vivir y muy pocos tan siquiera para sobrevivir. Que los animales tienen un sistema nervioso que también se excita ante los estímulos y sufre dolor con las agresiones. Quienes saben observar comprenden en seguida que los animales que nos acompañan responden psicológicamente de forma parecida a la nuestra cuando se les somete a acoso, violencia o tortura: elevación de la presión sanguínea, dilatación de las pupilas, pulso y respiración agitados, alteraciones del comportamiento, etc; y saben que los animales, especialmente los mamíferos, no son ajenos a los sentimientos y las emociones, localizados en su diencéfalo. Aunque, bien mirado, recordarles todo esto sea en vano y hasta se lo tomen a mal.
Lo peor de un bárbaro es que no sepa que es bárbaro.

miércoles, 22 de febrero de 2012

La Fanta de Franco


LA FANTA DE FRANCO


A Franco lo que más le gustaba era tomarse una Fanta. Y no es fantasía. Lo dice su médico, el doctor Vicente Pozuelo, que se las veía beber entre hoyo y hoyo de La Zapateira, el club de golf cercano al Pazo de Meirás.
Reacio al vino y desdeñoso con todo tipo de licores, Franco sólo se permitía en público la ingesta de alguna que otra cerveza, pero en privado y en su círculo más íntimo no se resistía a pimplarse unas Fantas. El doctor Pozuelo, su sombra perenne y clínica en los meses finales de su vida, no escatima tinta en revelaciones de parecido jaez, tan enjundiosas y pilóricas para el completo estudio antropológico de tan superlativo personaje. Revelaciones que pueden leerse bajo el puntual rótulo de “Los últimos 476 días de Franco”, ni uno más, ni uno menos. El libro, conviene subrayarlo, no tiene desperdicio, no por su valor literario –que es nulo- ni por sus confidencias embarazosas, pues está escrito desde la más genuflexa pleitesía, sino por las numerosas y desternillantes escenas que intenta poner en pie con meritorio esfuerzo. Todo un rico yacimiento de imágenes para un inquieto director de cine con ganas de tratar la figura del Caudillo con ánimo desmitificador pero sin necesidad de revancha, a la manera berlanguesca, para entendernos. Otra cosa es que queden directores así en nuestro país…
Por ejemplo: Franco ensayando una y otra vez, con conmovedor denuedo, la técnica del repentizaje con el fin de contrarrestar el declive de sus reflejos mentales. Así, podemos encontrarnos al doctor asumiendo los sucesivos papeles de presidente del Sindicato Nacional del Carbón, de presidente de la Comisión Nacional de Hidrocarburos, de presidente de los Astilleros de la Armada, los tres en audiencia para presentar sus respectivos respetos, y Franco improvisando unas respuestas protocolarias y más o menos coherentes con lo que le quedaba de su vocecilla temblona y monocorde en apenas sesenta segundos. Lúdica terapia que por lo visto le divertía mucho.
O Franco metido en una heterodoxa rehabilitación de piernas al bravo compás de marchas militares e himnos de la legión por pasillos, despachos y salitas del Palacio del Pardo –un, dos, un, dos-, el paso lo más marcial posible para robustecer sus nonagenarias piernas, fisioterapéuticamente hablando.

O Franco ejerciendo de decorador de interiores y haciendo caso omiso a la Señora (su mujer) a cuenta de un vistoso faisán blanco, taxidermizado con macabro gusto, para el que no conseguía encontrar justo acomodo entre el oscuro y macizo mobiliario de su pazo gallego… Y así, unas cuantas escenas más.
Con todo, me sigo quedando con la Fanta, bebida castrense donde las haya. No me digan que no es impagable esa imagen de Franco en el bar del selecto club de golf y un camarero de bruñido smoking blanco que se le acerca y le pregunta con la mayor consideración: “Excelencia, ¿qué desea usted tomar?” Y el Generalísimo que dice, después de secarse concienzudamente las gotas de sudor que bajan de su bigotito cano y como si nada: “una Fanta, por favor.”


viernes, 17 de febrero de 2012

Advertencia para ilusos (de José Luis Pardo)

Alemania, año cero
Esto dice José Luis Pardo en su cavilación de este viernes en El País. Como su lectura es muy pertinente y -lo confieso- me hubiera encantado redactarla a mí (me temo que me queda todavía un buen rato para lograrlo) me consuelo con transcribir algunos de sus momentos estelares:
"Es verdad que los escombros entre cuyos espectros hoy vagamos como aquel niño de Alemania, año cero son las urbanizaciones sin compradores, aeropuertos sin aviones, trenes sin viajeros, periódicos sin lectores, ciudades de la luz, de la imagen, de las artes o de  la cultura sin luz, imagen, artes ni cultura, autovías sin automóviles, viviendas sin habitantes, hospitales sin médicos, universidades sin estudiantes y tantos etcéteras; y que no son la consecuencia de los bombardeos aéreos sino de la larguísima confusión de la política -la nacional y la nacionalista- con un juego de poder que no tenía más contenido que su propia perpetuación siempre ampliada (...) Los que abandonaron los ideales tenían tanta prisa por echarse en brazos de las ilusiones que pasaron de largo ante las ideas, que están justamente a medio camino entre los unos y las otras, y ahora no recuerdan dónde se las dejaron olvidadas (...) El realismo que ahora se ensalza, para empezar, no es un realismo político, sino únicamente económico o simplemente contable. Las cuentas deprimidas sólo generan depresión (económica y anímica), pero de ellas no nace ninguna idea política relevante. La creencia en que nos haremos ricos a fuerza de empobrecernos mediante el sacrificio masivo de empleos, salarios, pensiones y servicios no se puede considerar "realismo" (como no sea realismo mágico) (...) Si la insostenibilidad del ilusionismo es ahora evidente, también empieza a atisbarse la criminalidad de este nuevo idealismo en las escenas que llegan de Grecia, en la brillante invención de algunas administraciones españolas de castigar a los enfermos rebajándoles el sueldo cuando están de baja médica..."

Espero que este aperitivo les abra el apetito y lo lean entero.

jueves, 16 de febrero de 2012

Van Gogh chez Rodin


                                               VAN GOGH CHEZ RODIN


Que Rodin fue de un apetito global y persistente también como comprador de objetos artísticos lo atestigua su amplia y curiosa colección privada. El Estado francés, que durante decenios no había hecho demasiados méritos para merecer ningún obsequio del artista a pesar de que en los últimos años se había impuesto enmendar su apatía, se encontró en 1916 con la agradable responsabilidad de gestionar no solo su colección privada sino la totalidad de la obra personal que aun Rodin mantenía en su poder. Una donación integral que incluía, además, su amplísimo e interesantísimo archivo fotográfico.
Recorriendo las salas del actual museo Biron, exquisita mansión aristocrática que de no ser por Rodin el Estado –su propietario desde 1905- habría demolido, a uno le sorprende que entre las escogidas adquisiciones del escultor pueda disfrutarse de uno –quizá el mejor- de los tres retratos que Van Gogh pintara de su amigo Julien Tanguy, entrañable vendedor de pigmentos y tubos de colores a la flor y nata de la pintura moderna, Cézanne, Degas, Renoir y Monet incluídos.
Rodin entre su colección
Y digo que resulta sorprendente porque si uno se pasea por esas salas y además ha leído las opiniones que sobre arte se han publicado del propio Rodin no dejará de parecerle extraño que la misma persona que afirmaba sin rubor que un decorador de líricas escenografías a base de figuras anestesiadas como Puvis de Chavannes era el artista contemporáneo “más digno de admiración y respeto” (“pensar –dice- que vivió entre nosotros, que este genio digno de las más brillantes épocas del arte nos habló, que yo le vi, que estreché su mano…”) pudiera sentir el deseo de comprar no  una sino tres obras de un pintor como Van Gogh. Y comprarlas al poco de morir éste, cuando apenas nadie daba un duro por él y su obra desentonaba tanto en cualquier salón que se preciara.
De hecho aún hoy el retrato del bueno de Tanguy –una obra, por lo demás, de una modernidad sin precedentes, incluso dentro de la obra de Van Gogh- sigue desentonando entre sus vecinos de colección: básicamente desnudos femeninos de pintores como Falguière, Carrière, Lemoyne o el amigo Renoir.


Pére Tanguy, Van Gogh
Retrato fascinante por donde se mire y que probablemente Rodin comprara por recomendación de su amigo el escritor y crítico de arte Octave Mirbeau, muy aficionado también a las estampas japonesas, tan en boga en la época. Señalo este detalle porque, en efecto, es el otro gran protagonista del retrato. Me refiero al fondo, tan saturado de estampas y reproducciones japonesas de vivos colores que arrasaban por aquellos  años y que hicieron las delicias de los tres hombres unidos por esta formidable obra: Van Gogh (su autor), Rodin (su propietario) y Tanguy (su motivo).

lunes, 13 de febrero de 2012

Degas, el pincel como batuta

No me cansaré de repetirlo: Degas es un pintor seminal, una incubadora. De su obsesión por captar el movimiento (la característica más visual de la vida moderna) se deriva lo más novedoso del arte que está justo por llegar. Desde el cubismo y su tendencia hacia la secuenciación de planos hasta los primeros ensayos del arte cinético de gentes como Duchamp, Naum Gabo o Alexander Calder. Y yo diría que asimismo las primeras abstracciones de Kandinsky, tan deudoras de una cierta visión musical del movimiento, podrían interpretarse a la luz de algunos pasteles de Degas.
danseuse sur une pointe, Degas
El dibujo de Degas es danza, como lo vio perfectamente el poeta Valéry. Degas no pinta bailarinas, pinta el baile. No pinta caballos sino su cadencia y trote en el espacio. Lo que pinta son sus respectivos esfuerzos en movimiento. Y seguramente, en el caso de las bailarinas quisiera pintar también las lentas horas de ensayo, el cansancio físico de la eterna aprendiz. A veces, sin duda, también la miseria que se esconde debajo del tutú.
A Degas nunca le importó el modelo, ajustarse a él. De hecho, no tenía compasión por ellos. Lo único que le importaba era poder captar en un momento dado, en su justo instante, aquello que de él se mueve en el aire, aquello que desaparece en el momento de ocurrir.

El Abismo

El Abismo




De repente entre tú y la ventana
se cuela un silencio fortuito
y dejas de ver el paisaje
para pasar a considerar el silencio.
Y el silencio te lleva inexorablemente
a un lugar mucho más grande
donde no hay montañas ni ríos ni horizontes
sino un hombre que se asoma a una ventana
y ve abajo la magnitud del abismo.



viernes, 10 de febrero de 2012

Juan Ramón Jiménez y la Poesía

Juan Ramón Jiménez, poeta señorito, de apegos que, en su caso, rozan siempre lo patológico gozó del privilegio de poder vivir absolutamente para sí mismo. Pocos artistas que hayan aspirado a tal estado lo consiguieron de forma tan plena como él. Y esa abundancia de tiempo para la creación la empleó no sólo para escribir sino, a menudo, para reflexionar sobre lo escrito y, también, sobre lo escribible.
En una larga carta de respuesta a su "querido crítico poético" Luis Cernuda -carta sutilmente desdeñosa como era en él habitual- se encuentra, a mi entender, la exposición más nítida de su tan diseccionada poética. La carta, hay que subrayarlo, está fechada en julio del 43. A esas alturas el poeta puede permitirse reflexionar sobre su propia obra desde la atalaya de una experiencia artística que le posibilita la visión panorámica del conjunto de su poesía.
"Yo he desdeñado siempre, y más cada día, -le insiste a Cernuda- el asunto y la composición. Lo que siempre me tienta es la sensación que un fenómeno produce, la inquietud pensativa y sensitiva que queda después del asunto y antes de la composición; y lo que me interesa es libertar sensación e inquietud. Le recuerdo aquellas felices líneas del español Jorge Santayana que traduje hace años: "pero la poesía es algo secreto y puro, una percepción mágica que enciende el entendimiento un instante, así como los reflejos en el agua, inquietos y fugitivos. Mi verdadero poeta es el que coge el encanto de cualquier cosa, cualquier algo, y deja caer la cosa misma. Su sentimiento es estático, irónico, musical, triste. Sobre todo, involuntario".
Creo que en la escritura poética, como en la pintura o la música, el asunto es la retórica, "lo que queda", la poesía. Mi ilusión ha sido siempre ser cada vez más el poeta de "lo que queda" hasta llegar un día a no escribir. Escribir no es sino una preparación para no escribir, para el estado de gracia poético, intelectual o sensitivo. Ser uno poesía y no poeta".
La carta es prolija y sigue. Pero ya está todo dicho.
Y esto me recuerda las últimas palabras con que el propio Pasolini cierra su  filme "El Decamerón" en forma de pregunta: "¿Por qué realizar una obra cuando es mucho más bello soñarla solamente?".

Garzón y su Conciencia



Cuando un juez invoca la conciencia en vez de recurrir a la ley es que seguramente se ha saltado la ley en nombre de su conciencia. En realidad, no hay nada más etéreo que la conciencia mientras que la ley suele fastidiar de concreta que es. ¡Menos mal que los jueces del Tribunal Supremo han juzgado a Garzón con arreglo a la ley y no según sus conciencias! Por fortuna para la ley ahora el ciudadano Garzón se va a poder dedicar a lo que siempre se ha dedicado, pero sin toga, y allá su conciencia...

jueves, 9 de febrero de 2012

De un azul portugués


DE UN AZUL PORTUGUÉS
"Da minha lingua vê-se o mar"
Virgilio Ferreira
                                                                                                                              
                                                                                                               
A veces cuando vienes todo tiembla.
Se fugaban las estrellas en el cielo
e irrumpiste en mi destierro como una brisa
que trajera olores ya olvidados.
Te me acercas, Infancia, con arenas en el pelo,
enroscada entre los pinos, dejándome en los labios
el sabor acidulado de las algas.
Estoy aquí porque quise añadir a los rumores
de esta noche alentejana el confuso palpitar
de mi corazón desocupado. No vine a buscar nada.
No te esperaba. Vine a ser piedra con la piedra,
bruma estática en el aire y no esperes oír, Infancia,
lamento o súplica de sal en mi respiro.

Chillan las gaviotas navegantes y todo
me queda lejos. Como un heraldo mudo
la Infancia cifró su mensaje en las huellas de la arena.
Apenas visibles para el ojo las nubes
no se mueven, como palomas emplomadas.
He pasado aquí la noche y estoy donde quiero estar,
en el lugar exacto donde las palabras siempre llegan
un poco más tarde.
Lentamente los volúmenes van empapándose
de un azul portugués para luego, muy despacio,
irse haciendo transparentes. Ya no siento escalofríos.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Perdonen que me adelante: Va por Suárez


Perdonen que me adelante: Va por Suárez.


¡Lo que pueden dar de sí –literariamente hablando, por ejemplo- las diecisiete horas de angustiosa soledad que Adolfo Suárez tuvo que pasar en la Sala de Ujieres del Congreso de los Diputados entre la noche y la madrugada del 23 al 24 de febrero del 81! ¿Por qué nadie ha escrito todavía el monólogo interior de ese trance? Es una mina y creo que sería uno de los monólogos más fascinantes e instructivos de la historia española más reciente y, sin duda, un inevitable éxito de ventas, a poco de bien escrito que estuviera.
El reciente fallecimiento de Manuel Fraga me ha hecho recordar que Suárez aun sigue vivo. Aunque sólo sea de forma aproximada y quizá sin apenas certeza por su parte. En cualquier caso, los avatares del tiempo y los castigos de la fortuna han elevado la estatura de Suárez a niveles de leyenda. Pero en el decurso de su andadura política, sin embargo, atrajo odios de toda índole y procedencia, y ya se sabe que en materia de odios, el hispano suele alcanzar las notas más altas.
A Suárez se le odió con obstinación e insolencia, de frente y por la espalda, y por causas muy distintas y, a menudo, contrapuestas. Un odio peligroso porque lo solía provocar en gente poderosa y bien armada, unas veces de dinero y otras de pistola.
Le odiaba lo más granado del estamento militar (si exceptuamos al gallardo general Gutiérrez Mellado), le despreciaban dos terceras partes de su criatura política, la UCD, con Landelino Lavilla y Herrero de Miñón a la cabeza, le zancadilleaba la banca privada (con la familia Botín al frente), la prensa lo masacraba (desde la tribuna del ABC hasta los editorialistas de El País) y, por si fuera poco, el rey terminó dándole el tiro de gracia que precipitó su todavía hoy inexplicada dimisión (que años después quiso edulcorar con el Toisón). Hasta un don nadie como un cabo de la Guardia Civil apellidado Burgos se atrevió en plena ordalía golpista, aquel 23 de febrero, a escupirle a la cara una frase tan canalla como “¿tú qué te crees, el más guapito?”. ¡Y era el presidente del Gobierno! ¿Qué le habrían hecho si hubiese salido el golpe?
Luego, con el tiempo, llegaron otros, y de toda laya, pero creo que ningún presidente ha logrado suscitar tanto odio como él, ni siquiera Zapatero. Lo cual, bien mirado, dice mucho y bien de la evolución social de España.
Yo fui siempre suarista. Cuando aquí todo el mundo votaba a Felipe –en aquella movida España de “la movida”- yo seguí votando a Suárez. Lo digo sin pizca de fatuidad, no creo que por esto me vaya a dar nadie una medalla. Lo digo sólo por dejar constancia, para que no se olvide ni se me olvide. Y, sobre todo, lo digo por agradecimiento de español libre, aunque él ya no se entere.








miércoles, 1 de febrero de 2012

THE BLACK RIDER o la bala rebelde

Yo una vez tuve sueños y ambiciones artísticas y, lo que es mejor, la ocasión de poder realizarlas. Conocí, de colaborador de Miguel Romero Esteo en la organización del Festival de Teatro de Málaga, a Robert Wilson. Hace de esto ya tantos años que no sabría poner fecha. Y por una serie de avatares que ahora no vienen al caso me vi, durante cierto tiempo, ejerciendo de asistente técnico del prestigioso -y en mi opinion, genial- director de escena norteamericano. Así fue como llegué a implicarme en los preparativos del debut en España -fue en Sevilla y en el transcurso de aquella larga y memorable fiesta que se llamó Expo 92- de The Black Rider.
wilson, Waits, Burroughs
La obra había sido estrenada dos años antes en el Thalia Theater de Hamburgo y llegaba a España en olor de multitud y con los más encendidos parabienes de la crítica especializada de medio mundo. Y, en efecto, razones no faltaban para ello. La coincidencia de talentos que en la génesis de la obra se dio intimidaba un poco y era toda una garantía: William Burroughs se encargó del libreto, Tom Waits de la música, Frida Parmeggiani del vestuario y Bob (Wilson) del montaje escénico. Y para rizar aún más el rizo se llamó a Marianne Faithful para que se metiera en la piel del papel protagonista, el de Pegleg, el mismísimo jinete negro.
El día del estreno en Hamburgo el público, turbado por el impacto visual de la obra, por la belleza extraña, tétrica y mordaz de sus canciones, permaneció veintitrés minutos de pie aplaudiendo hasta que las palmas de sus manos empezaron a despellejarse. No hace falta subrayar que durante los tres o cuatro días que estuvimos en el Teatro Central de Sevilla en aquel verano del 92 no quedó un solo billete sin vender y el público (abrumadoramente joven) salía noche tras noche con un brillo vibrante en los ojos que todavía hoy me hace sentir un cosquilleo de placer por haber tenido la oportunidad de participar -todo lo modestamente que se quiera- de aquel evento formidable. Encontrarme, de repente, envuelto en una obra así, de aquellas dimensiones artísticas, al lado ya no sólo de Bob como otras veces, sino de genios como Waits o Parmeggiani, de la mujer de Waits, la también escritora Kathleen, de tantos músicos y actores de fuste con los que, por cierto, después de cada representación compartía bromas y confidencias hasta que los camareros decidían no seguir sirviéndonos más copas, fue una experiencia que no se me ha vuelto a repetir en mi vida.
Hacía ya algún tiempo que Bob buscaba la colaboración de Waits para un proyecto teatral después de haber conseguido enganchar a Burroughs para que reelaborara una antigua leyenda del folklore alemán de connotaciones fáusticas. El legendario autor de El almuerzo desnudo era perfecto para la ocasión porque en su propia vida se había tenido que tragar una experiencia semejante cuando al jugar a ser como Guillermo Tell mató a su mujer de un disparo poco atinado. Corría el año 1951 y fue en México en el transcurso de una jarana de drogas y alcohol. Burroughs nunca superó del todo esa experiencia y Bob pensó que el guión de la historia podía hacerle algún bien. Se pasó diez días escribiendo el libreto de la obra metido bajo las sábanas y mantas de la cama de su hotel hamburgués - el Reichshof - por no molestar por las noches a sus vecinos de habitación con el tecleado de la máquina de escribir.
En una atmósfera escénica que se balancea entre un onirismo gótico de leyendas ancestrales y la imaginería del cabaret de entreguerras a lo Kurt Weill, la obra se centra en la relación ambigua e interesada entre un joven enamorado al que se le impide casarse con su amada por su falta de pericia en el tiro y un jinete negro de nombre Pegleg que no es más que una nueva reencarnación del diablo. Éste le ofrece unas balas mágicas que consiguen dar siempre en la diana. Admirado por la muy mejorada puntería del pretendiente de su hija, el padre acepta por fin ese matrimonio con la condición de que Wilhem (así se llama el futuro marido) realice una última exhibición ante sus invitados. Angustiado por no disponer de más balas endiabladas Wilhem le ruega a Pegleg que le proporcione nueva munición, pero éste solo acepta si le deja decidir el objetivo de la última bala.
Llega finalmente el día de la boda y al concluir los festejos Wilhem decide hacer el último disparo apuntando a una paloma que se había posado en un árbol. Sin explicación racional alguna el proyectil se desvía de su trayectoria y va a dar en la frente de su amada que cae fulminada al suelo. La obra acaba con la burlesca y maléfica risotada del jinete negro que parece divertirse habiéndose salido con la suya.
El resultado de esta comedia negra, como le gustaba llamarla a Bob, es perturbador desde todos los puntos de vista. De una intensidad emocional y estética como yo no he conocido otra igual. Y no creo que pueda volver a vivir otro momento teatral tan verdaderamente maravilloso como aquel, cuando aun era joven, tenía ilusiones y no me había convertido en el oscuro y desmoralizado funcionario que desde hace demasiado tiempo vengo siendo.