miércoles, 11 de diciembre de 2019

La Verdad según Bernini








Bernini, 1646. Galería Borghese

Es de Bernini pero no es un Bernini, es decir, lo que entendemos por un Bernini. Esculpida en los días de su desgracia, cuando la corte pontificia después de la muerte de Urbano VIII, lo deja sin encargos y a su suerte –nada menos que a él, al creador del Baldaquino--, decide abandonarla a las puertas de su casa, a modo de descargo acusatorio frente a lo que entendió como tropelías y arbitrariedades de sus antiguos mecenas.
La verità svelata dal tempo” (la verdad desvelada por el tiempo) es una obra maestra inconclusa, quizá porque el propio título le pareció al artista más urgente que la terminación de su obra. Se sabe, por ejemplo, que a la muerte de Bernini sus herederos no tardaron en vender el gran bloque de mármol destinado a representar el Tiempo como un velo al viento. La joven desnuda, por lo demás medio sentada sobre un saliente rocoso, porta en la mano derecha un sol, como emblema de la verdad, mientras apoya la pierna izquierda sobre lo que parece un globo terráqueo, en la línea de la iconografía que Cesare Ripa había ya codificado en su célebre “Iconología” (1600).
Pero lo que hace de esta escultura un Bernini tan particular es la ruptura con la idea barroca de la “gracia”. Bernini imagina aquí una mujer de carne y hueso – no una santa ni una ninfa ni cualquier otro tipo de divinidad--, pesada y generosa como una matrona de Rubens que, liberada del velo que la oculta, despierta a la luz de la Verdad. Alegoría y confesión personal a la vez.
Pero el Tiempo no se presenta aquí con los típicos rasgos de un anciano blandiendo una hoz. Quien levanta el velo es un personaje misterioso, invisible, porque nunca sabremos cómo lo imaginó el escultor. Hay en esta obra algo voluntariamente inacabado, una intensidad de volúmenes más que una sutileza de líneas, un realismo extraño que parece rehuir del ideal. Todo ello, ya digo, la aparta de su época, la distingue, y hace de este Bernini un extraordinario anticipo de la escultura moderna.

lunes, 9 de diciembre de 2019

El Último Encuentro






¿Hay algo más íntimamente insoportable que una amistad traicionada? ¿Puede uno sobreponerse a una sacudida emocional así?

Esta es la pregunta de la que trata esta novela. En un magistral duelo sin armas dos hombres muy viejos, íntimos amigos en la juventud, se retan con exquisita inmisericordia a decir la verdad. Y entonces lo que iba a ser un diálogo se convierte en un implacable, elegante y crepuscular monólogo que va cobrando las dimensiones de una auténtica venganza. La venganza de un viejo superviviente doblemente traicionado que solo espera morirse en paz. Una venganza naturalmente verbal, porque solo las palabras, cuando están bien elegidas y bien dichas, pueden acertar allí donde más duele.

Lo Que Importa


No. El mundo no tiene importancia. Lo que de verdad importa lo lleva uno consigo y no lo olvida nunca, aunque de esto te das cuenta cuando todo lo que te hizo vibrar te queda un poco lejos.
No me acuerdo de los viajes ni de las ciudades ni siquiera de la mayoría de los nombres y rostros de mis sucesivos amantes, pero me acuerdo de la casa de mis padres, de mi cuarto, de la finca donde jugaba a perderme entre los árboles. De la soledad también me acuerdo. De las tardes de verano en la buhardilla viendo desde el balcón deslizarse lentamente los grandes trasatlánticos por la ría. La memoria tiene estas cosas, lo pasa todo por su tamiz mágico.
Resulta que pasan los años y se te olvidan algunos acontecimientos que creías de la mayor importancia y que luego el tiempo se ha encargado de disolver entre los recuerdos. Y, en cambio, de los tiernos pensamientos que te embargaban mientras veías pasar a lo lejos a los parsimoniosos trasatlánticos -el Santa María, el Rotterdam, el Camberra- te acuerdas ahora con admirable precisión.
Es posible que uno se acuerde con más claridad del principio cuando presagia no muy lejos el final.



domingo, 1 de diciembre de 2019

Sobrevivir en los gestos



Tengo que hablar de los muertos, así que disculpen si bajo la voz. Uno puede pasar años y años sin reparar en que ha estado menos solo de lo que se creía, de que ciertas presencias discretas pero tenaces lo han ido no solo acompañando en su vivir sino probablemente también orientando, aunque solo sea en esa forma precaria en que lo hacen los que ya no están aquí.
A los muertos de la familia de mi madre siempre los he tenido más presentes, a los de la familia de mi padre seguro que les he hecho esperar más hasta aceptar su convivencia. Pero un día también empecé a oir sus voces al yo hablar, a ver sus gestos en algunos de los míos, por ejemplo al saludar o al llevarme la mano al mentón cuando no sé qué creer.

El carácter, la personalidad, lo poco que tú mismo agregas, es una menudencia en comparación con la marca que los muertos de tu sangre te han dejado. Familiares que ni siquiera has llegado a conocer sobreviven en ti, se ponen nerviosos y escriben versos o refrenan sus instintos y alimentan deseos como tú.
Sobrevivir en los gestos, en las inflexiones de voz, en los arrebatos pero también en la manera de fumar o de besar en la boca. Es el modo en que los muertos se manifiestan y sin hacer ruido se resisten a morir.

A Böklin. La isla de los muertos.