No revelamos nada nuevo si destacamos la explícita y asidua
presencia de la obra arquitectónica en la pintura de Daniel Bilbao. Ya desde su
primera exposición individual, allá por el año 91 del pasado siglo, el joven
pintor nos confesaba su querencia por los paisajes urbanos deteniendo su mirada
en torno a una serie de motivos y ambientes industriales (estructuras de
muelles, barcos-guía, vagones y estaciones solitarias) todos ellos en trance de
abandono y amenaza de ruina. Construcciones que, de algún modo, el tiempo había
ido dejando sin utilidad ni sentido y que en manos del pintor se convertían en
un conjunto de fantasmagorías periurbanas interpretadas, eso sí, de una
elegíaca manera, por otra parte, tan característica de cierta sensibilidad
juvenil.
En realidad puede decirse que, desde entonces, el grueso de
su obra aparece atravesado por lo que llamaremos la “seducción arquitectónica”,
unas veces encarnada en la masa, volúmen y forma de la propia edificación que
se erige, así, en protagonista excluyente y otras, como contrapunto de una
naturaleza habitualmente estática y comedida (es decir, pensada o tomada en su
medida) que actúa como grato recipiente y testigo impasible del afán
constructor del homo faber. Incluso,
cuando la naturaleza aparenta ser el principal asunto de un cuadro de D B, ésta
suele visualizarse como algo medido, acotado y construido. Sus árboles y
jardines geometrizados de su primera exposición en la galería Birimbao –“La medida de las cosas”
rezaba su significativo título- podían argüirse como magníficos ejemplos de
paisajes construidos o, si se prefiere, de arquitecturas vegetales. En ellos la
presencia humana quedaba excluída pero aun así se percibía su existencia,
precisamente como hacedora de formas y gestora de mediciones.
Si recordamos otra de sus citas –quizá la más insólita y
arriesgada hasta la fecha- como fue “Cartografías”, del año 1998, en la que el
pintor, ya provisto de un potente bagaje académico y siempre aguijoneado por
una irreprimible curiosidad por la experimentación técnica, se atrevió a
combinar el dibujo académico de torsos sin rostro con topografías de una muy
depurada abstracción expresionista, volvemos a comprobar hasta qué punto el
auténtico leit motiv de D B es la
“intervención” del hombre (en tanto homo
faber) en la Naturaleza (en tanto creación no humana ajena a los
experimentos del hombre). Intervenciones que a menudo, nos parece, se perciben
como intromisiones epocales de un pasado reciente en una naturaleza siempre
intemporal. Así, las fábricas, los astilleros y las cementeras como las estaciones
y autopistas o los grandes depósitos y largos puentes, todos ellos de oscuras y
vaporosas armonías cromáticas, recalcan en los cuadros de D B su carácter de
“marcas” en el paisaje, de huellas que la actividad humana ha ido grabando en
la tierra, de signos sociales de unos tiempos industriosos y más o menos
periclitados que trastocan, en su efímera soberbia, el orden natural del mundo
y que, por lo mismo, son portadores de un matizado mensaje crítico. Así ha sido,
al menos, hasta ahora.
Lo que esta exposición, en cambio, supone y nos propone es
una sensible y doble alteración en las relaciones que la arquitectura venía
manteniendo, por un lado, con respecto al hombre y, por otro, en relación al
propio artista en la ya dilatada obra de D B. Si con respecto al hombre, la presencia
de lo arquitectónico se materializaba en obras de fuerte componente tecnológico
e ingenieril (desde las mencionadas fábricas hasta los distintos puentes) y,
por tanto, con un marcado carácter social, funcional y práctico, ahora sin
embargo se nos muestra una arquitectura más íntima y personal, hecha no tanto
para el trabajo y la actividad social como para el descanso y el desarrollo de
la vida privada; una arquitectura a la medida del hombre como individuo y no ya
como especie.
En cuanto al artista, es evidente que, sin necesidad de
cambiar de estilo pictórico –si acaso una ligera mayor claridad en la gama
cromática así como el uso combinado de unas técnicas más complejas y una
pincelada más firme y resolutiva-, ha pasado de una cierta visión romántica
(con su punto de nostalgia) en la elección de motivos arquitectónicos a una
postura más declarativa de ciertos principios estéticos manifiestamente
modernos. Vinculadas a una naturaleza que las cobija y las realza por contraste,
estas casas y edificaciones que ahora ocupan el interés del pintor proclaman su
firme voluntad de ser “modernas”.
Si exceptuamos la grisalla sobre tabla en la que se
representa, con acentuadas líneas de grafito, uno de los pabellones del
celebérrimo complejo educativo de la Bauhaus en Dessau, obra de Gropius y
verdadero semillero del Movimiento Moderno y de la nueva arquitectura
racionalista, vemos que el catálogo de edificaciones escogidas para esta
exposición está constituido por una serie de casas unifamiliares a las que se
suma el “Pabellón Rietveld” que el arquitecto holandés diseñara para acoger, de
manera efímera, ciertas esculturas de pequeño formato en 1955, obra, por lo
demás, de estilo y dimensiones similares a las de cualquiera de las otras casas
que aquí le acompañan y que, dicho sea de paso, aún hoy puede verse, reconstruido,
en el bosque que rodea al Museo Kröller-Müller de Otterlo. Así pues,
arquitecturas de la vida privada, hechas a la medida de las supuestas nuevas
necesidades y aspiraciones del hombre, seguramente concebidas con voluntad de
ser más modernas que humanas, más ideales que prácticas y en perfecta sintonía
con las ilusiones redentoristas de los principales ideólogos del Movimiento
Moderno que, una vez concluida la Primera Guerra Mundial, aprovecharon esa coyuntura histórica para
hacer de la arquitectura la avanzadilla de una utopía social en la que poder
alojar, con rigurosa adecuación y conveniencia, al “hombre del futuro” en
palabras de Mondrian.
Técnica: Punta de plata. |
No nos parece casual, por lo demás, que el pintor, en este
sentido, haya elegido un repertorio de piezas arquitectónicas que constituye,
por sí mismo, no solo una sumaria antología de hitos de la arquitectura del
siglo XX sino un claro manifiesto estético que opta por reflexionar visualmente
sobre la relación dialéctica que se establece entre una muy concreta
arquitectura, la del llamado Estilo Internacional, y la propia naturaleza. Así,
la Casa Farnsworth de Mies como la Rothemborg de Jakobsen o la más reciente
Skywood House de Graham Phillips se
nos aparecen como verdaderas “cajas panorámicas” desplegadas en horizontal
sobre el claro de un bosque, atrevidas y ligeras, y de tal forma que se diría,
a primera vista, que quisieran formar parte del propio paisaje en que se
insertan. Casas, al igual que ocurre con el Pabellón Rietveld, que parecen
querer negar su misma materialidad y en las que el predominio del cristal
subraya la idea de conexión entre lo interior y lo exterior, lo íntimo y lo
público, lo específicamente humano y lo natural. En el fondo, son edificaciones
que alientan una profunda y serena relación entre el hombre y la naturaleza
pero que, al mismo tiempo, no dejan de apostar por la primacía de la mente
humana en cuanto principio ordenador que regula y domina el caos del mundo. No
debemos olvidar que la arquitectura que
refleja D B en estas obras es una derivación directa del Neoplasticismo
practicado por un van Doesburg o un Rietveld para los cuales la paz, la armonía
y la disciplina eran los rasgos esenciales del nuevo estilo en pro del utópico
objetivo de alcanzar la estabilidad armónica del mundo. Lo que implica,
automáticamente, una tendencia a la abstracción, al arte puro, transfronterizo
y racional, dispuesto siempre a dominar a la naturaleza que, por definición,
tiende al desorden, la curva y el ornamento. Y precisamente será ese
irresistible y casi patológico afán de pureza y abstracción formal lo que haga
de estas construcciones que parezcan concebidas más como moradas de algún dios
científico y moderno que como casas del hombre, tan autosuficientes en su
ascético y refinadísimo formalismo que parecen bastarse a sí mismas. El pintor
las ubica, con toda intencionalidad, en medio de una naturaleza discreta, plácida
y rigurosamente intervenida; a veces,
como ocurre en los magníficos dibujos a la punta de plata, parca y contrastiva,
pero ellas, conscientes de su intrínseca racionalidad, terminan siempre por afirmarse por encima y a
pesar de la naturaleza. Son producto de la mente del arquitecto moderno, bellas
como un teorema: ahí radica su altiva superioridad.
Vistas en conjunto, todas ellas de un mismo linaje nórdico,
máquinas pensantes desplegadas por sus creadores en un claro verde, es cuando
tomamos conciencia de que al humanizar la naturaleza el hombre la vuelve,
paradójicamente, menos natural. Solo
alguien como D B, paisajista con visión prismática, matemático del espacio
natural, podía llevar a cabo una empresa así y salirle tan impecablemente bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario