lunes, 29 de abril de 2013

Magiae Naturalis (los dibujos de Felipe Ortega-Regalado)

Este es el texto que escribí para la última exposición de Felipe Ortega-Regalado en la galería Birimbao de Sevilla en el 2013.


MAGIAE NATURALIS

Hay ojos que cuando ponen su vista en el pasado regresan cargados de futuro. Y miradas que cuando escudriñan en el interior revierten lo aprehendido en un despliegue de seres imposibles. Los ojos de Felipe son así, los de un poeta iluminado por el fuego suave de una fantasía que prende en la mecha siempre solícita de lo surreal, de lo imprevisto y no esperado. Son ojos de poeta que dibuja.
Felipe ha ido levantando con el tiempo una taxonomía visual que entre la alucinación y el intelecto parece reinterpretar en clave artística el inmenso legado de Linneo. Una taxonomía que más que un trabajo de campo requiere del concurso de la cultura o, lo que es lo mismo, de la memoria del saber contenido en los libros. También la imaginación se alimenta de cultura y será más fértil cuanto más culta.

poema de un solo verso.
El catálogo de imágenes expuesto en esta ocasión, impregnado de un explícito biomorfismo tan lírico como extravagante, lleva la inconfundible marca del artista, que ha hecho de su imaginación sede fabril de los más refinados caprichos naturales. Y este libro de la naturaleza depurada por el filtro de la cultura reclama del lector un exigente ejercicio de concentración. Dibujos que precisan de un cierto aislamiento para ser degustados, que exigen espacios vacíos entre ellos y un silencio que nos lleve de la contemplación a la meditación o, casi mejor, al pensamiento ensimismado. El dibujo en Felipe es una actitud mental, su estilo es su carácter. Y en sus líneas vibrátiles y en sus deliciosas curvas habita una colonia de murmullos al oído, un bisbiseo de confidencias y noticias enigmáticas dichas en voz baja, sí, pero con un ligero enfebrecimiento del lenguaje, como si a su gramática privada le hubiera subido unas décimas la temperatura.
Una visión, la de su mundo, que nos produce un placer especial pues nos hace olvidar nuestro mundo real y desencantado y nos lleva más allá de las evidencias cartesianas. Un mundo que nos facilita, en suma, una salida hacia una naturaleza maravillosa y de una insólita belleza. Las imágenes de Felipe deben leerse sin hacer mucho caso a las clásicas categorías de belleza y perversión. Son más bien un ornamento y su conjunto forma una de las más sofisticadas ornamentaciones que por aquí se han visto. Son, al tiempo, una declaración de principios, una manera de ser y de querer estar en el mundo (también en el del arte).  Y todo ello dicho limpiamente, jugado en buena lid o, como dice el autor, “sin parabenes”, es decir, sin añadidos ni aditivos. Dibujos como accidentes en los que la tinta ejecuta una danza libre de tan ensayada, espontánea pero exacta, en la que el movimiento al improvisarlo parece autogenerarse. Es como si Felipe solo tirara del hilo y las formas de representación se levantaran.

lento
Su singular “prodomus”, seductor como un pecado de la carne, poblado de tallos, raíces, bulbos, pedúnculos, nervaduras foliares, pétalos y estilos, semillas, espigas florales y otras formas turgentes y carnosas del mundo vegetal es, en realidad, un teatro de marionetas, todo lo naturales e inocentes que se quiera creer pero a riesgo de dejarse engañar por los sentidos. Marionetas como cuerpos fructíferos que se sostienen ingrávidos en el aire. El Libro de las Plantas de Felipe es cualquier cosa menos inocente y bastante más civilizado que natural. De ahí que algunas de sus imágenes, por la elección de su combinatoria, rocen a veces lo perverso. Nuestro ojo es capaz de identificar formas, de verlas como tales por separado, de hacer comprender a nuestra mente su individualidad pero lo que nos confunde –y a la vez nos fascina- es su combinación bizarra. Felipe consigue desorientar nuestra lógica a la manera de un Jerónimo Bosco pasado por el fino tamiz de la decoración mural pompeyana que el descubrimiento de la Domus Aurea de Nerón en el siglo XVI volvió a resucitar en la Italia renacentista. Con estos mimbres –y quizá los de algún grabador audaz como Grandville, Odilon Redon o el británico Beardsley- (selectísimas compañías por otra parte) Felipe ha elaborado con meticulosidad de monje medieval un catálogo de imágenes florales que haría las delicias del más sibarita de los espíritus surrealistas. Al no romper las formas sino solamente alterar la lógica combinatoria ha conseguido crear nuevas armonías y relaciones que aun siendo extrañas consiguen mantener los equilibrios sin prescindir de la belleza. Y en esta alambicada ecuación encuentra el ojo su camino hacia la magia.

Representaciones que traspasan los límites del signo bien cifrado y se imponen como presencias a veces inquietantes, otras deliciosas y puede que, en algún caso, hasta obscenas. Composiciones que por estar inverosímilmente yuxtapuestas no permiten una correcta identificación de cosa existente alguna. Caprichos que propician la liberación de lo real, abriendo las puertas a lo imaginario para fundar mundos nuevos en este mundo nuestro de cosas conocidas y que, en última instancia, consiguen trasladarnos al siempre agradecido espacio de la seducción. Dibujos como conjuros con una abierta y desacomplejada voluntad estética, levantados sobre la ilusión de que existe algún orden capaz de sostenerlos, aunque sea en el vacío de su propio encantamiento. Y paradójicamente, libres de toda afectación. Una imaginería vegetal que consigue superar la naturaleza impuesta apostando por otra inventada e ideal.

Felipe O-R en Birimbao.

La tarea de Felipe como artista, hoy como ayer, sigue siendo cifrar la fantasía, dar carta de naturaleza al artificio y hacer de las asociaciones imprevistas una cosmogonía coherente, levantar un mundo otro, fuera del orden natural pero con la naturaleza como principio y medida, construido a golpe de sofisticación, sensibilidad y combinatoria de las formas. Un mundo bello y subversivo, perverso y refinado, el biotopo ideal para su arte.
                                                                                  

domingo, 14 de abril de 2013

Zao Wou-Ki o el Vapor de la Pintura

Sin demasiadas alharacas públicas Zao Wou-Ki se ha ido de este mundo la semana pasada. La muerte lo reclamó en Suiza, donde se encontraba hospitalizado en un centro para enfermos de Alzheimer. Sin embargo, su ciudad fue París, a la que llegó para quedarse en 1948 y en la que desarrolló su carrera como artista. 
Zao Wou-Ki fue un pintor exquisito y un hombre, según los que lo conocieron, de una esmerada educación que sus nobles orígenes dejaban discretamente fluir. Su obra me resulta sugestiva y encantadora y creo que es porque representa el cruce perfecto entre dos tradiciones muy distintas pero admirablemente entrelazadas: la oriental, en la que la caligrafía y la atención a la perspectiva atmosférica prevalecen y la academicista europea, con su insistencia en el dibujo lineal y su preocupación por la ilusión tridimensional. 
Zao Wou-Ki dominaba la escritura caligráfica, técnica que aprendió de niño, pero aun siendo estudiante de Bellas Artes en la escuela de Hangzhou tuvo conocimiento de los procedimientos de la pintura europea que desde entonces se convirtieron en una práctica de obligado cumplimiento para él. En 1948 se anima a viajar a Europa y junto a su mujer se instala en París para matricularse en su Escuela de Bellas Artes y seguir los cursos de Emile O. Friesz en l´Académie de la Grande Chaumière. Allí se encontrará con compañeros como Hans Hartung, Riopelle, Soulages, Sam Francis o Giacometti.
Sin título, Acuarela y tinta. 1967.

Pero de todos sus descubrimientos europeos el más profundo y definitivo será el encuentro con Paul Klee. Ocurre en 1951 en un viaje a Berna y desde entonces su obra se inclina hacia la abstracción. Una abstracción cada vez más aérea, más ligera, más gasística que le procuró sus definitivas señas de identidad y el reconocimiento y los consabidos honores internacionales, sobre todo a partir de los años ochenta, honores a los que siempre miró con desconfianza y un punto de fastidio. Conforme se hacía viejo su pintura pesaba menos. A aquellos que le cuestionaban su inclinación por pintar vapores les replicaba que "en esos vapores se encontraba la verdad" y que quizá lo que algunos encontraban abstracto, él lo sentía como real. 
Descanse en paz y viva para siempre su pintura.

Sin título, acuarela. 

miércoles, 10 de abril de 2013

Corot o el frescor de la pintura.

Sólo los pintores que han interiorizado la naturaleza saben levantar la mano a tiempo. En la pintura francesa de paisaje Camille Corot fue el primero que lo hizo con conciencia y por eso sigue siendo hoy el paisajista más vivo y mejor valorado de su generación. Probablemente, de haber vivido cien años después Claude Lorrain se le hubiera adelantado -de hecho, el joven Corot siempre lo tuvo como referente- pero el de Lorena vivió en un siglo donde escapar del clasicismo idealizante hubiera sido un desvarío imperdonable.

un descanso en la sombra, Corot.
 ¿Por qué aun hoy nos emociona tanto Corot?
Precisamente por aquello que en su día fue más criticado, por su ausencia de acabado. Corot buscó en su pintura atrapar la impresión del momento, plasmar un estado de la luz, en su caso siempre furtivo y huidizo. Los paisajes de Corot están como impregnados de una atmósfera densa que tiende al gris en toda su gama dentro de la cual sentimos palpitar la vida misma. Nunca nada está demasiado presente en las composiciones de Corot y así es como su estilo logra erigirse en el protagonista absoluto de su arte.
Es evidente que Corot sabía cosas que no podía explicar y fue lo suficientemente inteligente como para no querer explicarlas del todo. Conoció la naturaleza más allá de cualquier técnica. Por eso ante la contemplación de sus paisajes lo mejor es entregarse.

viernes, 5 de abril de 2013

Giacometti íntimo


Giacometti íntimo

Alberto Giacometti fue un hombre extraño, misterioso y obsesivo. Y un artista excepcionalmente dotado para extraer del interior de la herida humana emocionantes restos de belleza. Sus esculturas escuálidas y desoladas –humanidades de una extrema severidad formal- componen la colección de imágenes más fielmente simbólicas del atribulado siglo XX. Figuras, todas ellas, transidas por una especie de dolor moral y como autistas.
homme qui marche, 1960.
Creo que fue Jean Genet quien en un texto luminoso sobre el artista suizo, L´atelier d´Alberto Giacometti, dijo aquello de “los guardianes de los muertos”. Y, en efecto, toda la imaginería de Giacometti parece tener algo de funerario, un fatum fatal que emparenta a sus criaturas con el fantasma y el muerto viviente y cuya representación más consumada es L´homme qui marche de su período de madurez, cuando alcanza los sesenta, pero cuyo germen está ya en los cuerpos truncados de los primeros años treinta. Figuras que a mí siempre me han hecho recordar cierta estatuaria etrusca de carácter votivo de la que L´Ombra della Sera  (título sugerido por el poeta Gabriele D´Annunzio) es la pieza quizá más significativa.

Ombra della Sera, s. II a. C.
En todo caso, la personalidad de Giacometti nos resulta hoy casi tan fascinante como su obra. Un hombre que hizo religión de su oficio y para el que todo lo demás quedaba supeditado a la realización de su destino como artista. Un hombre para el que su familia más cercana (así su hermano Diego como, algo después, su mujer Annette Arn) cobra importancia en tanto que colaboradores necesarios de su trabajo. Y un hombre, al cabo, que jamás quiso proyectar su carrera en términos de éxito social o ascendente en el medio artístico y para el que su taller de la rue Hippolyte- Maindron fue su mejor refugio y su auténtico sancta sanctorum.
Sin embargo, a pesar de su timidez y proverbial humildad Giacometti poseía un don especial para atraer a sus semejantes, de los que cierto tipo de mujer era incapaz de sustraerse. No sabemos si Marlene Dietrich era de ese tipo de mujer pero de lo que no cabe duda alguna es de que durante algunas semanas del invierno de 1959 ambos se protegieron del frío parisino compartiendo unas veces la estrecha y modesta cama del estudio del artista y otras, una mesita del café de la rue Didot al que la actriz llegaba lo más discretamente posible para no ser reconocida. Según parece la ocasión llegó cuando, después de haberse conocido años atrás en Nueva York con motivo de una exposición del escultor en la que la protagonista de “El ángel azul” le confiesa su interés por hacerse con su escultura del perro flaco y melancólico, la actriz llega a París para actuar en el Théâtre de l´Etoile. A Giacometti, que es un cinéfilo confeso y un admirador de la diva teutona, le resulta encantador que ésta se encaprichara de su perro flaco y melancólico con el que, en el fondo, se siente tan identificado que lo considera uno de sus mejores autorretratos y en seguida la invita a visitar su destartalado taller. Por las cartas conservadas –y luego subastadas a precio de oro en Sothebys en 2010- sabemos que Giacometti no solo le abre las puertas de su casa sino que se rinde en cuerpo y alma. Y hasta tal punto que provoca los airados celos de su amante oficial, una prostituta conocida por el nombre de Carolina. Como dice su biógrafo James Lord, el artista no supo resistirse a “un ídolo, un objeto de arte, una creación visual y una persona de carne y hueso”.
Perro, 1951.

No conozco el contenido íntegro de las cartas que la Dietrich recibió – y lo lamento- pero en las memorias de ésta he encontrado una sucinta y conmovedora mención a aquellos encuentros: “Trabajaba entonces en unas estatuas de mujer tan grandes que tenía que subirse a una escalera para llegar a lo más alto. El taller era frío y desangelado. Él estaba allí, encaramado en su escalera, y yo agachada al pie, mirándole y esperando que bajara o que dijera algo. Habló. Pero lo que dijo era tan triste que me habría echado a llorar, si hubiese sabido llorar en el momento adecuado. Cuando volvió a estar a mi altura, nos abrazamos”.

miércoles, 3 de abril de 2013

Espíritu Bauhaus


Transcribo estos fragmentos significativos del manifiesto de la Escuela de la Bauhaus, de mano de Gropius, para consideración y concienciación del abultado gremio de artistas de galería y, lo que es más frustrante (digo yo), de confortable salita de estar: 

walter gropius
"El fin último de toda actividad plástica es la arquitectura. Decorar los edificios fue antaño la tarea más noble de las artes plásticas (...) Hoy manifiestan una autonomía de la que solo podrán ser liberadas mediante una colaboración consciente de todos los profesionales (...) Solo entonces sus obras volverán a estar infundidas de ese espíritu arquitectónico que perdieron en el arte de salón. Las viejas escuelas de Bellas Artes no podían generar esa unidad. Cómo iban a hacerlo, si el arte no se puede enseñar. Deben volver a convertirse en talleres (...) ¡Arquitectos, escultores, pintores, todos debemos volver a la artesanía! No hay diferencia esencial entre el artista y el artesano. El artista es un perfeccionamiento del artesano (...) Para todo artista es indispensable la base de un buen trabajo de artesano. Ahí se encuentra la fuente primera de la actividad creadora. ¡Formemos, pues, un nuevo gremio de artesanos sin la pretensión clasista de erigir una arrogante barrera entre artesanos y artistas!".

Conviene pararse un momento y pensar lo que hacemos y para qué.