Bernini, 1646. Galería Borghese |
Es de Bernini pero no es un Bernini, es
decir, lo que entendemos por un Bernini. Esculpida en los días de su desgracia,
cuando la corte pontificia después de la muerte de Urbano VIII, lo deja sin
encargos y a su suerte –nada menos que a él, al creador del Baldaquino--,
decide abandonarla a las puertas de su casa, a modo de descargo acusatorio
frente a lo que entendió como tropelías y arbitrariedades de sus antiguos
mecenas.
“La
verità svelata dal tempo” (la verdad desvelada por el tiempo) es una obra
maestra inconclusa, quizá porque el propio título le pareció al artista más
urgente que la terminación de su obra. Se sabe, por ejemplo, que a la muerte de
Bernini sus herederos no tardaron en vender el gran bloque de mármol destinado
a representar el Tiempo como un velo al viento. La joven desnuda, por lo demás
medio sentada sobre un saliente rocoso, porta en la mano derecha un sol, como
emblema de la verdad, mientras apoya la pierna izquierda sobre lo que parece un
globo terráqueo, en la línea de la iconografía que Cesare Ripa había ya
codificado en su célebre “Iconología”
(1600).
Pero lo que hace de esta escultura un
Bernini tan particular es la ruptura con la idea barroca de la “gracia”.
Bernini imagina aquí una mujer de carne y hueso – no una santa ni una ninfa ni
cualquier otro tipo de divinidad--, pesada y generosa como una matrona de
Rubens que, liberada del velo que la oculta, despierta a la luz de la Verdad.
Alegoría y confesión personal a la vez.
Pero el Tiempo no se presenta aquí con
los típicos rasgos de un anciano blandiendo una hoz. Quien levanta el velo es
un personaje misterioso, invisible, porque nunca sabremos cómo lo imaginó el
escultor. Hay en esta obra algo voluntariamente inacabado, una intensidad de
volúmenes más que una sutileza de líneas, un realismo extraño que parece rehuir
del ideal. Todo ello, ya digo, la aparta de su época, la distingue, y hace de
este Bernini un extraordinario anticipo de la escultura moderna.
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