domingo, 26 de enero de 2020

El Salón de Té de Saeki Shunkô, 1936


El Salón de té de Saeki Shunkô, 1936.
(una aproximación a la pintura japonesa de la primera mitad del siglo XX)





Durante la primera mitad del siglo XX el arte y la estética tradicionales de Japón se vieron invitados a convivir  con la cultura y las formas de vida occidentales, lo que produjo una era de palpitante modernidad en el país y la creación de una pintura, arquitectura, diseño y moda de un muy singular estilo art-decó (recuérdese, sin ir más lejos, los numerosos trabajos de Frank Lloyd Wright en diferentes lugares del Gran Imperio). De hecho, desde principios de la década de 1920 hasta finales de los años 30 Japón desarrolló una cultura de consumo que caló sin dificultad en las grandes ciudades e hizo de sus habitantes usuarios deseosos de las nuevas tecnologías extranjeras. Así, numerosas capitales fueron sometidas a intensas remodelaciones urbanas y empezaron a presentar calles bulliciosas repletas de los nuevos signos del confort urbano: grandes almacenes, estaciones de trenes y autobuses, cafeterías, salones de baile o de té, cines, etc.
Ya desde el periodo Meiji (1868-1912) se pueden distinguir dos grandes tipologías de pintura japonesa: la nacional (nihonga), ejecutada en tinta o a color sobre papel o seda y la pintura de estilo más occidental (yôga), en óleo sobre lienzo. No hace falta subrayar que el primer tipo de pintura fue considerado allí un apoyo importante a la tradición vernácula mientras que el segundo se ha relacionado con la modernidad extranjera. En cualquier caso, lo cierto es que a partir del periodo Meiji el foco de influencia externa pasa de ser China, paradigma tradicional del arte nipón, a ser Europa, que impondrá sus novedades generando un enorme entusiasmo en el sector más “progresista” del mundo del arte japonés. El ansia de aprendizaje es tal que, en muchas ocasiones, se llega a una acrítica imitación de todo lo europeo, por ejemplo en el vestir; como lo demuestra la novedosa combinación del paraguas europeo con el kimono tradicional entre las mujeres.
Pero el entusiasmo por lo occidental que marcó las primeras décadas de la era Meiji fue pronto sustituido por una reacción antagónica que lideraron el historiador y crítico de arte Okakura Kakuzô y el erudito en historia del arte nipón Ernst Fenollosa (por cierto, de origen español), promotores del estilo “nihonga” y, por tanto, empeñados en una revalorización de lo autóctono como recreación de un estilo japonés antitético a Occidente y “lo moderno”. Grandes espacios vacíos, énfasis en la línea del dibujo, rígida geometría como matriz generadora de la composición y personajes de un hieratismo algo aurático, en el sentido benjaminiano, serían sus rasgos distintivos.
No será hasta 1907, con la creación del “Buten” (Academia Oficial de Arte Japonés), bajo la tutela del Ministerio de Educación, que los dos grupos artísticos (nihonga y yôga) alcancen una especie de pacto de cohabitación  que, de facto, supondrá el inicio de un proceso de síntesis entre ambos. De esta manera, a lo largo de la era Taishô (1912-1926) van a convivir los dos estilos sin recelar demasiado del contagio mutuo. No obstante, fue el estilo yôga (promovido por el Estado) el que predominó en estos años e hizo que muchos artistas adoptaran técnicas propias de impresionismo y el postimpresionismo europeos.
Por una serie de razones económicas, políticas y sociales (que ahora no es momento de desarrollar) la vida artística de Japón se vio profundamente alterada en el siguiente periodo Shôwa, en especial en los años que van desde 1926 a 1945, etapa marcada por un creciente militarismo que se intensificó a partir de los años 30. La atmósfera se fue enrareciendo no solo por los efectos de la Gran Depresión de 1929 (muy virulentos en Japón) sino por una serie de factores políticos y militares que desembocaron en la hecatombe atómica del 45. Son estas circunstancias las que explican el amplio eco, en los ambientes intelectuales y artísticos de esos años, del movimiento cultural “Retorno a Japón”, inspirado en el famoso poema de homónimo título de Hagiwara Sakutaro (Nihon e no kaiki), publicado en 1938 y en el que se lamentaba de que sus compatriotas se hubieran rendido al consumismo y materialismo occidentales. Fue, en realidad, este poema extremadamente influyente el que sirvió a los nostálgicos de un Japón tradicional una metáfora oportuna y adecuada para expresar sus vagos anhelos de una vuelta a las esencias. En paralelo, la política cultural de los sucesivos gobiernos de esta década se propuso revitalizar ese mismo sentimiento y optó por eliminar de las exposiciones y muestras artísticas oficiales cualquier signo de hedonismo o liberalismo asociados a muchas obras de arte del anterior periodo Taishô, lo cual allanó el camino para el sistema de producción oficial del arte de guerra en los años posteriores. Ahora, un pintor como Yukihiko Yasuda (1884-1978), quizá el más excelente de los pintores “nihonga”, pasara a convertirse en el artista ejemplar del movimiento “Retorno a Japón”. Líneas muy marcadas capaces de crear espacios planos y bidimensionales serían el sello distinguible del estilo de Yasuda, primitivo, espiritual y convenientemente alejado del arte occidental, que adolece de un ilusionismo pretendidamente científico.
No obstante, fuera del alcance de este estilo nostálgico, una serie de pintores, entre los que destaca, Tsuchida Bakusen (1887-1936) siguieron frecuentando los lenguajes visuales vanguardistas, tanto en el estilo como en la temática. En este sentido, resulta muy reveladora la tendencia surgida a finales de los años 20 que celebraba la modernidad incorporando al campo pictórico tradicional del estilo “nihonga” temas significativamente modernos, en concreto, mujeres vestidas a la europea en actitudes asimismo “modernas” (moga). Muchas de estas pinturas, deudoras de las estéticas art-decó y Bauhaus, se interesan en retratar objetos como automóviles, telescopios o mobiliario moderno. “Salón de té” que la pintora Saeki Shunkô realiza en 1936 (y que reelaborará en otra versión tres años después) es un logrado ejemplo de este nuevo estilo “maquinista”. Dos camareras de salón de té con el cabello corto y ondulado (signo “moga” por antonomasia) aparecen ataviadas con uniformes idénticos de estilo occidental (falda larga y chaquetilla corta en doble pico y abotonada). Parecen posar, con las bandejas de acero inoxidable medio ocultas detrás de sus faldas, en una actitud entre cauta y servicial. Aunque se observan ligeras variaciones en sus poses (la del flequillo de campana muestra los dos brazos al completo al tiempo que retira con discreción la pierna derecha hacia atrás) ambas se nos presentan como réplicas. Como si hubiesen sido capturadas en una instantánea, se enfrentan al espectador de pie frente a una barra de bar y junto a un gran macetero de cemento blanco que contiene unas vistosas cintas. Detrás, dividiendo buena parte del enorme espacio vacío del fondo, un estante de forja alberga varias macetas con cactus de distintas especies. La solería romboidal, los bordes angulares de las plantas y las formas ovoides de las caras y las faldas dotan de armonía geométrica a la composición y subrayan el interés de la artista por la estética modernista. La propia colocación de las dos figuras, ostensiblemente descentradas, es sin duda otro signo de modernidad que invita al espectador a la sugerencia de un protagonismo compartido. No son tanto ellas como el propio espacio, el salón de té con su sofisticada decoración, lo que Saeki Shunkô ha querido –y sabido- representar de una manera delicada y moderna a la vez.




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