martes, 26 de diciembre de 2017

Moroni, un retratista particular

Moroni, un retratista particular

G B Moroni, El sastre, c 1570




Poco importa si es un sastre o un acaudalado comerciante de tejidos el joven que nos mira. En cambio, su condición de menestral sin complejos es, para lo que nos ocupa, mucho más significativa.
Gallardo y distinguido el personaje se nos presenta de pie con el rostro ligeramente vuelto hacia nosotros y una mirada directa y evaluativa que adivinamos recién levantada de los utensilios de trabajo dispuestos sobre su mesa. Deben de irle bien los negocios pues las ropas que luce –calzas acuchilladas de seda roja, jubón abotonado beige y puños plisados del mismo estilo español que la gorguera- denotan una opulencia semejante a la que acostumbran duques y cortesanos. He ahí parte de la razón de la asombrosa novedad de este retrato: no es solo el hecho de que Moroni le dé a un supuesto sastre la misma dignidad y el mismo noble porte que a sus más exclusivos y aristocráticos clientes y que las veces de la espada la hagan aquí unas tijeras y las de un histórico documento o mapa, un simple trozo de tela negra marcada con tiza. Si fuera solo eso el retrato sería únicamente una sofisticada burla de carácter político. En connivencia con tal propósito está el insólito hecho de que el retrato carezca de “estilo”, muy probablemente por propia decisión de su autor. Es marca de la casa la sorprendente neutralidad –no exenta de empatía- que el pintor se impone con cada uno de sus retratados. Los describe con tal naturalidad, practicando un realismo tan directo y falto de retórica o de cualquier otro atisbo de carácter que se diría los captura (con ojo de fotógrafo sin máquina) en su anónima mismidad. Lo que vemos es lo que hay, no queramos ir más allá. Su estrategia es concentrar nuestra atención en el rostro y la actitud general del sastre, en el aire que desprende, en su apostura, de ahí que el fondo sea una elegante y nebulosa mancha agrisada con toques de verdín sin más función que la de crear “intimidad”.
Moroni, y esto se pasa por alto a menudo, es un colorista consumado, un maestro en el arte de las armonías cromáticas. Lo que pasa es que también aquí es discreto: trabaja en un estrecho rango de colores (negros, grises, marrones, verdes, siempre muy mezclados) que a veces contrasta con un color más llamativo, en este caso el granate de las calzas, cuyo brillo se atempera por una iluminación convenientemente parca. El resultado es de una económica elegancia.

Con las tijeras en una mano y sujetando por la esquina una tela con la otra el joven parece tomar nuestra medida justo en el mismo momento en que nosotros tomamos la suya. Soy un trabajador manual, nos está diciendo, pero en sus palabras se presiente asimismo el deseo de ocupar un lugar en el mundo, un lugar como hombre que se ha ganado el derecho a ser retratado por un pintor de primera. Que todos los que lo miren lo sepan.         

domingo, 17 de diciembre de 2017

Zurbarán: un escalofrío


Agnus Dei, Zurbarán c 1635





El cordero muy bien podría ser un santo a la espera del martirio. Expuesto como un trofeo vivo, sin más compañía que el asedio de la luz, se diría que espera la terrible voluntad de algún verdugo. Su mismo desamparo, su lacerante sujeción, la intuitiva mansedumbre de su actitud y su mirada –que mira sin mirar ya nada- hacen de él la imagen más lograda de la víctima sacrificial. De una potencia tal que logra quebrantar el descanso y lo convierte en pesadilla.
¡Cuántas veces has venido, oh, bendito cordero, en mitad del silencio de la noche a perturbar mi sueño! ¿Y qué clase de pintor eres tú, Francisco de Zurbarán, que haces que llore cada vez que veo esas tiernas guedejas de vellón del color del hábito de los monjes cartujos?

Es la humillante condición del animal ofrecido a una causa ignota y sobrehumana lo que aleja al cuadro del simple bodegón y lo convierte en místico. No hay nimbo en la cabeza ni inscripciones alusivas –al menos en esta variante iconográfica del Prado- y, sin embargo, todos comprendemos que nos hallamos ante un símbolo total que nos supera y, en el fondo, ante un reflejo de nuestra propia orfandad en esta tierra. 

lunes, 6 de noviembre de 2017

Auxilio del Arte

Son muchas las cosas para las que el arte es inútil. No devuelve la vida a los muertos ni logra la paz donde se propaga la guerra. No puede dar agua al que agoniza de sed ni sombra al que vive en una tierra sin árboles. No cura el cáncer o el sida ni detiene el avance de la desertización planetaria. Y aún así su valor es incalculable: es capaz de parar nuestro paso, de hacernos conscientes de nuestra propia vulnerabilidad como seres humanos y de nuestra capacidad como seres sensibles, de dejarnos muchas veces sin aliento. Tiene su manera de curar las heridas y de mostrarnos, incluso, que no todas las heridas necesitan curarse, de que una cicatriz bien llevada puede, a veces, mejorar nuestro aspecto. Y, sin duda, nos socorre y alivia el daño de las desdichas que sin excepción a todos nos infligirá la vida. 





viernes, 5 de mayo de 2017

Gottlieb y Rothko:contra la interpretación


Que Mark Rothko y Adolph Gottlieb mantuvieron desde casi el inicio de sus carreras una estrecha e intelectualmente activa amistad es un hecho de sobra conocido. Baste citar, sin ir más lejos, la famosa carta al responsable de Arte del New York Times de junio de 1943 o la transcripción de la entrevista radiofónica para una emisora neoyorquina, en octubre del mismo año, cuyo título, “El retrato y el artista moderno”, ya presagiaba una suerte de manifiesto. Carta y transcripción que ambos rubricaron con idéntico propósito: imponerse como legítimos representantes de una nueva corriente pictórica enfrentada a la tradición nativa y realista de la Escuela de Ashcam que, en Nueva York, lideraba el pintor John Sloan. Y, de paso, cargar contra la crítica oficial que, según ellos, era la responsable de los malentendidos en torno a sus obras. Así, la carta al NYT comenzaba con esta indisimulada acusación: “Para el artista el funcionamiento de la mente de un crítico es uno de los misterios de la vida. Esta es la razón, suponemos, por la que el artista se queja de ser malinterpretado, especialmente por el crítico, que se ha convertido en un irritante administrador de lugares comunes”. A la que añadían luego, no sin cierta ironía, este trallazo: “no existe ningún texto capaz de explicar nuestros cuadros. Su explicación debe surgir de la experiencia que se consuma entre el cuadro y el espectador. La apreciación del arte consiste en un matrimonio de mentes. Y en el arte, como en el matrimonio, la falta de consumación es causa de nulidad”.

Gottlieb. Mist. 1961

Y todo esto en 1943, cuando ni Gottlieb ni Rothko habían siquiera empezado a ensayar con los efectos emocionales del color y de la forma en el espacio de una superficie preestablecida que, en la década siguiente, marcaría el signo de sus respectivas obras.  No hay que olvidar que en los años 40 ambos pintores practicaban una figuración de carácter totémico, en la que desarrollaron motivos relacionados con la mitología predominantemente griega. Recordemos la serie de cuadros sobre el mito de Edipo de Gottlieb o los de Rothko dedicados al sacrificio de Ifigenia.
Enseguida la crítica especializada se lanzó a las consabidas interpretaciones psicoanalíticas y a relacionar sus obras con el Surrealismo y otras corrientes de pensamiento europeas sin reparar en que a ellos, por el contrario, el uso de tales motivos mitológicos les ofrecía la posibilidad, más práctica y elemental, de tomar distancia con respecto  a su propio ambiente artístico, dominado en aquel entonces tanto por el realismo social como por la persistente herencia cubista. El uso libre del mito les ofrecía, por tanto, una posible vía de escape y la esperanza de que trabajando un nuevo motivo, distinto de los habituales, se podía desarrollar también un nuevo acercamiento a la pintura, un acercamiento de carácter mucho más técnico. No obstante, estas consideraciones fueron pasadas por alto por parte de los más notables críticos de arte de la época que prefirieron echar mano de los “lugares comunes” que les prestaba la Cultura.
Y así, cuando en los años 50 la evolución de estos dos artistas llega a alcanzar su punto de maduración, al abandonar las estructuras complejas, simplificar sus formas, complejizar el color y aumentar considerablemente el tamaño de los formatos, las interpretaciones de los críticos siguieron optando por los “lugares comunes” de la Cultura (más evidentes en el caso de Gottlieb) como, por ejemplo, las típicas dualidades “masculino-femenino, Yin-Yang o tierra-cielo”. Y aunque es evidente que las asociaciones con esas dualidades subyacentes  pueden tener cabida en la recensión crítica, lo que llama poderosamente la atención –y nunca dejaron de denunciar Gottlieb y Rothko- es el hecho principal e incontrovertible de que, antes que nada, ambos son pintores, y pintores abstractos, es decir, absorbidos por los problemas formales y por las interacciones del color y la forma en el espacio.


Rothko. Orange, red, orange. 1961

En una conversación con el crítico de arte David Sylvester Gottlieb llegó a afirmar: “mientras pinto mi desafío es saber relacionar en una superficie dos formas, y este es el problema que me ha ocupado en los últimos años (…) No soy consciente de si esa relación entre dos formas tiene una connotación emotiva de un carácter o de otro. Mientras pinto estoy totalmente absorbido por los problemas técnicos. A la vez, incluso antes de comenzar a pintar, me tengo que cargar (…) Cuando siento que estoy cargado del todo y listo para trasladar esa energía a la tela no reparo en analizar ni en ver mi trabajo de manera objetiva. Debo dar rienda suelta a mis sentimientos, y solamente después soy capaz de darme cuenta de cuáles eran realmente esos sentimientos. Para mí esto forma parte de la grandeza y la fascinación de la experiencia de pintar: el hecho de que el propio proceso de pintar me hace tomar conciencia de mí mismo”.

La cuestión de que esas dos formas (a veces, tres) tiendan al rectángulo en Rothko y al círculo y a la mancha pictográfica en Gottlieb puede obedecer tanto a una razón formal como sentimental.  O tal vez a una combinación de ambas. Ahora bien, los efectos que la visión de sus obras de madurez provocan en el espectador sensible son de tal impacto emocional que difícilmente podrán ser olvidados jamás. Precisamente porque no necesitan de ninguna interpretación.

miércoles, 26 de abril de 2017

En la casa de Morandi

Puede que al principio fueran las cosas pero con el tiempo y la perseverancia Morandi acabó pintando el fantasma de las cosas. Así, lo que vemos en su pintura, aguafuertes o acuarelas no es la representación de unos pocos y obstinados motivos sino el espectro de esos cuerpos que Morandi lleva más allá de lo que entendemos como objeto. Igual que los espectros, sus motivos parecen estar vivos, animados por un complejo sistema de colores suaves y gradaciones tonales casi imperceptibles conseguidas a través de una pincelada lenta, densa, larga y sinuosa.


Visto de cerca todo vibra en su pintura y observamos que uno de sus secretos era enfrentar la pincelada corta y rectilínea del motivo con la pincelada más larga y tendente a la espiral de sus minuciosos y refinados fondos. En cambio, si tomamos distancia la escena se vuelve pensativa, confinada en un silencio autosuficiente. Da igual que se trate de un florero, de una jarra o de una casa.  La mirada del pintor, de tan entrenada en ellos, los ha dejado en cueros, y aparecen en el lienzo o en el papel trascendidos en un paréntesis de aire.
Así como el monje amanuense caligrafiaba el libro Morandi pinta.


miércoles, 5 de abril de 2017

Retrato de un hombre. Diego Velázquez, c 1635





He mirado este retrato tan obstinada y largamente que se me ha llegado a nublar la vista. Un retrato que de tener espíritu se quejaría, con razón, de que nadie lo entendiera nunca. En su accidentada historia ha pasado por distintas y controvertidas atribuciones, de Mazo a Van Dyck, y el eminente especialista en arte barroco español, August Mayer, creyó erróneamente que se trataba de un autorretrato. De un autorretrato de Velázquez, naturalmente. Sin embargo, cuando, después de pasar por varias manos, llegó finalmente al Metropolitan de Nueva York en 1949 fue degradado a la modesta categoría de “taller de Velázquez” y 30 años más tarde, castigado al almacén del propio museo. La anécdota del joven conservador escocés que al limpiar el cuadro se da cuenta de que se encuentra ante un indiscutible Velázquez perdido es de sobra conocida pues la prensa de todo el mundo publicó sus detalles en el mes de septiembre de 2009, y no se trata ahora de repetirlos.
Lo que me interesa, lo que más que interesarme, me apasiona, es el retrato. Cuando terminaron de limpiarlo y lo liberaron de las sucesivas capas de barnices dictaminaron que no se trataba de un retrato completamente terminado sino más bien de un rápido estudio del natural, como si eso importara mucho en Velázquez. ¿Es que acaso hay algún retrato de Velázquez “verdaderamente” terminado? ¿Y qué entendemos, hoy como ayer, por terminado?
Es verdad que tanto la golilla como el bigote están resueltos con una asombrosa fluidez, prácticamente “alla prima”.  Y que el fondo, compuesto de verdes, rosas y una amplia gama de grises, es en realidad una atmósfera que recuerda a la bruma. La trama del lienzo es visible en muchas partes y el pigmento está tan diluido que llega a alcanzar la transparencia de la acuarela. Pero esto es otro rasgo idiosincrásico de Velázquez. Recuérdese sino, la mayoría de sus enanos y bufones o la Venus del espejo.
Como ocurre de forma tan habitual que ya no reparamos en lo prodigioso de su técnica, también en este rostro velazqueño los detalles psicológicos están atemperados por esa señorial distancia que el pintor impone a sus modelos. ¿No es, entonces, la bolsa debajo del ojo indicio de una falta de sueño? ¿O el brillo algo húmedo de la frente una señal de azoramiento o sofoco a duras penas controlado?
Realmente el retrato asombra: silencioso, ligeramente desafiante, bien parecido. Velázquez lo coloca en un limbo, rodeado por ese típico resplandor atmosférico del que es el supremo maestro. No tenemos ninguna pista sobre su identidad pero ¡qué importa esto en un retrato así! Ese hombre está aquí, el cabello suave, el bigote tan sutil que termina convertido literalmente en un pelo hacia arriba, la mirada aguda, y a pesar de todo el cuadro no nos entrega su secreto porque en su interior sabemos que hay algo más, algo que no podemos expresar pero que el pintor ha dejado ahí, disperso. Y ese algo disperso contribuye poderosamente a hacer de los retratos de Velázquez una experiencia imborrable de la memoria. 



La ciudad ideal. Autor desconocido, 2ª mitad Siglo XV.

LA CIUDAD IDEAL. AUTOR DESCONOCIDO. SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XV

Lo acababa de dejar por escrito Leon Battista Alberti en la primera parte de su tratado “De pictura” (1435) en el que afirmaba que la perspectiva es el principal instrumento del pintor moderno para construir el espacio. El pintor moderno –un intelectual antes que un artesano- es un arquitecto. Y un arquitecto, lo sabemos bien, es el político por antonomasia.



Quien fuera que pintó este cuadro sin duda se propuso pintar la “ciudad ideal”. Es tranquilísima y no encontramos un solo desecho humano o animal en el suelo. Nada la perturba, nada la ensucia. Basta imaginarnos cómo debía de ser una ciudad europea en el siglo XV, Urbino por ejemplo, para concluir que esta ciudad que vemos no puede ser si no una entelequia, un “desiderio” como dicen los italianos y, en definitiva, verdaderamente “ideal”.
De esta enigmática tabla casi nada sabemos. Los expertos no se ponen de acuerdo ni siquiera en su autoría así como tampoco en su datación. Se propone la segunda mitad del Quattrocento, pero eso es obvio. ¿Cómo es posible que de una obra tan lograda, tan rotunda no haya quedado testimonio contemporáneo de algún escritor o comentarista que aporte esos datos esenciales? O quizá los hubo y las vicisitudes de la historia los han destruido. Solo nos queda la obra, ella habla por sí misma.
Fijémonos por un momento en las ventanas a izquierda y derecha del tempietto central. Muchas de ellas están abiertas, y lo curioso es que lo están de modo diverso: unas completamente, otras a la mitad y algunas, solo en tres cuartos. De las cuatro puertas del templo la que vemos también aparece medio abierta. Estas señales, y algunas plantas que adornan los alféizares de ciertas ventanas, son las únicas marcas de la presencia humana. En cuanto al templo, eje vertebrador de toda la composición, más bien parece una astronave que ha caído del cielo preocupándose en aterrizar limpiamente justo en el centro de la plaza.
Por mucho que nos esforcemos no encontraremos forma de explicar qué sucede en esta ciudad. Sería mejor abandonar esa vía porque en ella no sucede realmente nada. Recordemos que se llama “la ciudad ideal”, precedente muy anticipado de lo que cinco siglos después llamaríamos “paisaje metafísico”. En realidad, es la escenificación de un mundo en el que el tiempo parece haberse detenido. Al contemplar esta vista lo primero que nos llega es la sensación de silencio y calma. Una calma y un silencio logrados a través de una geometría perfecta capaz de construir un espacio sagrado. Y aquí volvemos a Alberti. Solo el pintor que domine la perspectiva cónica, principio supremo del Renacimiento, será verdadero hacedor de espacios.
Lo que hace de este cuadro una experiencia estética e intelectual absolutamente fascinante es la cristalización perfecta de un mundo construido, animado e inanimado, en el que el tiempo y el espacio se han imbricado de tal forma que ya el uno sería irreconocible sin el otro. Es decir, lo que hace de este cuadro una experiencia completa e inolvidable es que trazando una ciudad pinta una nueva eternidad.


sábado, 18 de marzo de 2017

Interior con plantas sobre una mesa de juego. Vilhelm Hammershoi. 1913



Hay y no hay. Pintar lo que hay para ver lo que no hay. Así, la habitación de Hammershoi, una neutra estancia burguesa, se transfigura en un espacio encantado pleno de numinosidad. Y entonces hasta el aire toma cuerpo. En esa transfiguración es precisamente donde el pintor hace que el arte palpite. El artista nos transmite su capacidad visionaria, esa segunda visión que le permite registrar la riqueza de sentidos que proliferan en cualquier situación real o imaginaria. La habitación existe o bien podría no existir pues la habitación pasa a ser en el cuadro un pretexto, algo más trascendente que un espacio doméstico: es una presencia viva, que siente, que observa (nos observa) y que calla. La puerta está medio abierta y uno no sabe si quien la ha abierto lo ha hecho para salir o para entrar. O si solo es un recurso expresivo para dar realce al motivo vegetal. Lo cierto es que todo parece estar en su sitio y, a la vez, cada uno de los objetos, por separado, ocupa su lugar exacto en austera soledad, lo que apela a la imaginación del espectador que se siente atraída por la misma incertidumbre que generan. Y es en esa ambigüedad donde se resuelve el símbolo. A una composición artística compleja se la reconoce porque nos obliga, como espectadores, a replantearnos con más cuidado qué es aquello que vemos. En este caso, la aparente banalidad de un secreto sencillo pero que sorprende: el profundo amor volcado en la intimidad doméstica. Una auténtica poesía de lo cotidiano de doble naturaleza: moral y sentimental.  

lunes, 6 de febrero de 2017

Algunas mujeres desnudas

ALGUNAS MUJERES DESNUDAS

La Gran Odalisca, Ingres

 Va ya para diez años que decidí dedicar unos cuantos meses de mi tiempo a redactar lo que luego se convertiría en una larga ponencia de unas Jornadas sobre arte moderno y contemporáneo pero que en origen tuvo intenciones de ser libro. Libro, ya digo, que menguó en ponencia básicamente por la combinación de desidia y falta de confianza mías. El objetivo era reflexionar sobre la evolución sufrida por el género del desnudo femenino desde los últimos años del Antiguo Régimen hasta principios del XX, con la llegada de las Vanguardias. Por acotarlo artísticamente lo titulé “El desnudo femenino: un itinerario de Goya a Picasso”.  Por si hay alguien que tenga interés en su consulta decir que aparece en las actas de aquellas Jornadas publicadas bajo el epígrafe de “El Cuerpo, Combinarte II” por el Ayuntamiento de Alcalá de Guadaira en 2007. Digo todo esto no para repetir con variantes nada de lo allí dicho y defendido sino porque ayer, revolviendo en mis papeles, me topé con unas notas sueltas de las muchas que debí de tomar para la redacción de aquel trabajo.
Ya se sabe –o al menos lo sabemos los que tenemos por costumbre escribir con la esperanza de no decir tonterías- que en la escritura de un libro o, incluso, de una ponencia como ésta el volumen de lo escrito, anotado y, finalmente, desechado ocupa bastante más que las páginas destinadas al escrutinio público. Así es mi método de trabajo y así es como creo que debe hacerse cualquier labor que entrañe una voluntad estética.  La nota a la que, en este caso, me refiero no encontró hueco en la versión final de la ponencia y sin embargo hoy, extraída de su contexto, me sigue gustando y me parece que contiene en su interior una sugestiva posibilidad de reflexión.  Para poneros en antecedentes deciros que hablaba sobre pintores que trataban el desnudo femenino desde un punto de vista, digamos, “intelectual” en contraposición a otros pintores que abordaban el género desde una posición más “sensual”. La nota dice literalmente así:

“Pintores intelectuales como Ingres o Puvis de Chavannes logran desnudar a sus mujeres sin causar perplejidad o desasosiego en el espectador, nos muestran desnudeces tan serenas, invulnerables y olímpicas que no nos conturban sino, al contrario, nos tranquilizan y consuelan. A la manera de un Giorgione o un Correggio las desvisten sin vergüenza, como si fueran cuerpos del Paraíso en un mundo imaginario creado por el pintor en el que el impudor no existe porque nunca se ha experimentado; un mundo cerebral ajeno a la lascivia humana. ¡Qué diferentes de la Venus de Cabanel (ilustración erótica para onanistas inconfesos) o, incluso, y por otras razones, de la desnuda mujer de Manet en su célebre “Almuerzo en la hierba” (con indudables prisas para vestirse después del apuro de esa escena)! Ahí podríamos localizar la diferencia: mientras las mujeres desnudas de Manet y Cabanel nos dejan la sensación de que van a vestirse en cuanto nos vayamos (incluso siendo una diosa, lo cual es una enorme torpeza de Cabanel), las de Ingres o Puvis de Chavannes no precisan volver al vestido pues ellas mismas son su mejor traje”.

Almuerzo en la hierba, Manet

sábado, 28 de enero de 2017

Algunos Pintores Lejanos: Ángel Zárraga

Joven futbolista, 1926



Desde el principio hasta el final de su vida Ángel Zárraga tuvo que lidiar con la incomprensión, el menosprecio y el consecuente ostracismo al que lo sometieron tanto los gobernantes políticos como la cultura oficial de su propio país. México lo vio nacer y en México murió, sin embargo la parte nuclear –y más larga- de su vida creativa la pasó en Europa, principalmente en Francia pero también en España. Nacido en la ciudad de Durango en el mismo año que su compatriota Diego Rivera (1886), su familia, de ascendencia vasca y francesa, le facilitó un viaje de estudios por Europa en 1904 después de haberse formado en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de la capital mexicana donde recibió la profunda influencia de su primer maestro, el pintor simbolista Julio Ruelas. Éste, sabedor de su precoz talento para el dibujo académico y la composición, le ayudó a incorporar a su estilo realista esa especie de seducción morbosa inherente al simbolismo germano que el propio Ruelas practicaba. Ya en Europa, estudia en Bruselas y frecuenta a algunos pintores del Grupo de los XX para luego trasladarse a España donde pasa 3 años en diferentes ciudades castellanas llegando a inscribirse en el taller de Zuloaga, otra de sus reconocidas influencias de juventud. En 1906 llega a ver colgados varios de sus cuadros en una exposición colectiva nada menos que en el Museo del Prado. Como dato curioso, señalar que en la Novena Exposición Internacional de Arte de Venecia de 1910 Zárraga expone junto a Zuloaga y Zubiarre, como un pintor español más, dentro del contingente que allí representaba a nuestro país. Finalmente, en 1911, decide instalarse en París donde desarrollará una larga y exitosa carrera basada, sobre todo al principio, en el retrato como género. Recordar, en este sentido, sus famosos retratos de Valle-Inclán, el de Juan Ramón Jiménez en estilo cubista o el, muy posterior, de Pierre Bonnard (gran amigo suyo), hoy en el Centre Pompidou de París. Cuando, ya decepcionado de Europa, vuelve a su patria en plena 2ª Guerra Mundial se dedica a la pintura de grandes murales por encargo de instituciones privadas o de la Iglesia puesto que los distintos gobiernos de ideología izquierdista que se suceden en México lo ignoran por completo y lo someten a un silencio oficial. 


Retrato de Ramón Novarro, c. 1927

Uno de los rasgos más llamativos y que hace de este pintor injustamente olvidado durante tanto tiempo (hay que decir que en su país se ha empezado a valorarlo en los últimos años) un caso único es su decisión de incluir al deporte (en concreto, al fútbol y al rugby) entre sus temas pictóricos más frecuentados, dotándolo de una significación trascendente. Después de una breve e indagatoria etapa cubista Zárraga sufre un profundo período de desorientación que coincide con los años de la 1ª Guerra Mundial y del cual se libera justo a través de dos de los temas que van a convertirlo en el pintor que fue: el deporte y la religión. Hablemos ahora solo un poco del primero. El propio artista confiesa en 1917: “ Salí del cubismo por la puerta del sport (…) El sport me sirvió de reacción anticubista, si es posible expresarse así”.
Hay que decir que por aquella época los deportes del fútbol y, en menor medida, del rugby empezaban a gozar de un fuerte predicamento entre la juventud no solo en Francia. Pronto se incorporaron a las aficiones y costumbres sociales de las clases altas y medias convenientemente promocionados por los distintos gobiernos de todo signo. En el caso de Zárraga es más que probable que la preferencia por el fútbol masculino y también femenino se viera estimulada por la circunstancia de su matrimonio en 1919 con la atleta Jeanette Ivanoff, consumada futbolista y capitana de Les Sportives de Paris quien condujo a su equipo a la victoria del Campeonato Femenino de Fútbol de 1922. A su mujer, de hecho, la retrató en varias ocasiones y también a su primo, el famoso galán de cine Ramón Novarro, con un balón de fútbol en las manos. Son cuadros que han evolucionado desde un inicial simbolismo hacia una figuración art-decó en la que, de algún modo, pueden rastrearse trazas de cierta metafísica italiana al estilo “novecento”. Sus figuras retienen siempre algo de ese hieratismo monumental que con tanta maestría practicó Sironi. Aunque, luego, en su pincelada y en su paleta pudiera estar mucho más cerca de un pintor francés como André Lhote.
En 1924 pinta una serie de grandes lienzos centrados en el fútbol en los que este deporte parece actuar como catalizador de una suerte de mística de la acción de carácter popular en las que todos –hombres y mujeres, mayores y niños, blancos y negros- asumen los valores de la voluntad, la disciplina, el espíritu de equipo y la nueva moda del culto al cuerpo.





Algunos Pintores Lejanos: Christian Rohlfs


Amarilis rojas sobre fondo azul, 1937



Christian Rohlfs es, junto a Emil Nolde, el pintor que con más hondura y mejor mano ha pintado flores de toda la pintura alemana del siglo XX. Pese a ello, y al contrario de lo que pasa con Nolde, su obra es mucho menos conocida.
Pintor de larga trayectoria, son las témperas y acuarelas de su fértil etapa final las que van a hacer de él uno de los artistas más singulares e interesantes del paisajismo y bodegón nórdicos. De joven y por mediación del crítico de arte y pintor Ludwig Pietsch, Rohlfs marcha a Weimar (1870) para estudiar en la Escuela de Arte de la ciudad, una formación que será interrumpida por largos periodos de reposo en hospitales como consecuencia de un grave accidente de montaña por culpa del cual pierde su pierna derecha. En esa época estaba fascinado aún por los pintores de Barbizon y hacia finales de los años 80 adoptará el estilo impresionista, a la manera de un Pissarro o un Monet, para aplicarlo a su primeros paisajes. A través de Henry van de Velde entabla amistad con Karl E. Osthaus, con el tiempo persona fundamental en su vida. Gracias a él consigue instalarse en Hagen, disfrutando de un estudio alojado en el mismo Museo Folkwang, del que Osthaus era su principal patrono. Allí, por ejemplo, pudo acceder directamente a un importante conjunto de obras de la vanguardia europea que el museo iba adquiriendo con envidiable dinamismo. Son años cargados de experiencias y conocimientos novedosos que no tardarán en traducirse en nuevas influencias en su obra que evoluciona, sin solución de continuidad, hacia un expresionismo sin estridencias y siempre esquivo de su aspecto más ácido.
Después de la abrumadora experiencia vivida durante la Gran Guerra –años de sequía artística en los que pasó por un profundo trauma- Rohlfs opta por llevar una existencia nómada hasta que en 1927, ya con 78 años, recala en la pintoresca ciudad suiza de Ascona, a orillas del Lago Mayor, en busca de un rincón saludable, bello y artísticamente estimulante (recomiendo, en este último sentido, consultar lo que supuso en aquella época el círculo artístico de “Monte Veritá” de Ascona).
Pero volvamos a las flores. A partir de 1918 Rohlfs aprendió a pensar a través del color y a crear a partir del mismo. Sus bouquets de flores y sus bodegones florales son obras maestras de la transparencia y la ligereza, trabajadas una y otra vez en función de la luz. Si los frecuentó tanto en estos años de absolutas madurez y libertad probablemente fue porque suponían el motivo idóneo como emblema del poder reparador de la naturaleza, de su virtualidad sensual y lírica y, en definitiva, de su propia reconciliación con el mundo.

Es también significativo que el pintor prefiriera representar flores aisladas o pequeños ramos antes que parques ajardinados o floridos pensiles en los que el motivo de la flor pasara más desapercibido. Esta sujeción al detalle le ofrecía la posibilidad de transferir a las formas naturales modelos artísticos de carácter más abstracto, más mental que satisfacían, sin duda, su necesidad moderna de experimentación de una manera mucho más adecuada que la mera transcripción mimética o emotiva. El rojo vibrante de estas amarilis y el azul intenso de su fondo creemos que ejemplifican magistralmente su estilo. 

martes, 17 de enero de 2017

Algunos Pintores Lejanos: Albert Anker



Albert Anker fue uno de los más populares pintores de género en la Suiza del siglo XIX. Hoy su popularidad sobrevive a duras penas. Prácticamente toda su obra expresa el profundo vínculo existente entre el terruño patrio y las aspiraciones elementales de su gente y nos ofrece una visión un tanto idealizada  de un supuesto mundo rural sano y armonioso. Un gran número de sus escenas de interior nos muestran a unos chiquillos felices y a unos ancianos satisfechos en su entorno familiar y a menudo rozan –e incluso alcanzan- lo sentimental.

Las pequeñas tejedoras, 1892


Pero si hacemos abstracción de estos detalles de género y nos fijamos en su talento artístico enseguida convendremos en que Anker fue un gran pintor, eso sí, de horizontes estrechos. Decidido a quedarse a vivir en Ins, una aldea agrícola en la región de los lagos de Berna de la que era oriundo, Anker pudo estudiar sus escogidos motivos de cerca. Pero nos equivocaríamos si lo catalogáramos de “aldeano”. De 1854 a 1856 estudia pintura con Charles Gleyre en París y asiste como alumno a los cursos de la Escuela de Bellas Artes donde obtuvo durante varios años consecutivos medallas de honor. Durante muchos años estuvo pasando la primavera y el verano en Ins y los inviernos, sin embargo, en París donde mantuvo un estudio hasta 1890 y donde expuso con regularidad en el Salón, y con gran éxito por cierto. En su patria también fue profeta y lo fue bastante temprano. Su creciente prestigio le hizo aceptar cargos oficiales y así fue nombrado consejero del Gran Consejo del Cantón de Berna y llegó a convertirse en miembro de la Comisión Federal de Arte Suizo. El éxito pronto le permitió llevar una vida de artista preocupado solo por su arte y algunas de sus obras las compraron ricos coleccionistas norteamericanos que aumentaron su cotización enormemente en el mercado internacional.
Uno de los motivos preferidos de Anker, al que dedicó un buen número de obras, fue el de las niñas tejedoras. Hay que decir que los intereses pedagógicos del pintor lo llevaron a estudiar los escritos de Pestallozi (un teórico y reformador del sistema educativo suizo) y a participar activamente en la vida  escolar de su aldea natal. En realidad, este cuadro (“Las pequeñas tejedoras”) escenifica una experiencia de aprendizaje infantil. Vemos a la mayor de las dos niñas, con una expresión de concentración que la lleva a presionar el pecho con su mentón, completamente absorta en su trabajo de calceta. La pequeña, todavía demasiado inexperta para dominar la técnica, mira con fascinación cómo la lana se transforma, gracias a las hábiles manos de su compañera, en una intrincada prenda. Y tratando de ayudarla en este asombroso proceso se dedica a desentrañar la lana de su madeja en la cesta.
Anker observa la escena con amor pero también con gran precisión psicológica haciendo de este momento intrascendente una armoniosa composición llena de sensibilidad y encanto que, paradójicamente, no oculta otras intenciones. Los niñas, en su inocencia, están siendo introducidas de manera aparentemente lúdica en las condiciones de trabajo del mundo de los adultos. Lo que nos podría llevar a pensar en el compromiso de Anker con la ética calvinista del trabajo, a la cual incluso los niños en edad tan temprana deben someterse.



Algunos Pintores Lejanos: Frederic E. Church





Entre 1850 y 1870 Frederic E. Church se erigió en el más genuino representante de la pintura de paisaje en Norteamérica. Su destino como insigne paisajista queda marcado ya desde sus inicios como alumno aventajado de Thomas Cole dentro de lo que se ha llamado “la Escuela del río Hudson”. Siguiendo los consejos de su mentor artístico abrió un estudio en la ciudad de Nueva York que enseguida se hizo con una enorme reputación entre la adinerada burguesía no solo neoyorquina.

La estación de las lluvias en el trópico, 1866


Lo interesante del paisajismo de Church (así como el del resto de sus colegas de escuela) es que evitara a conciencia el fuerte influjo del realismo protoimpresionista europeo encarnado en la figura de un Constable en Gran Bretaña o en la Escuela de Barbizon francesa. Probablemente, como sugiere Barbara Novak, esto se debiera a que Church y sus compañeros estaban más interesados en la búsqueda de lo remoto manifiesta en el “luminismo”. Así, el “luminismo” representa un distanciamiento tardío de lo pintoresco que es sustituido por lo sublime, algo mucho más acorde con el paisaje americano. Lo sublime americano es el rasgo característico del paisajismo de Church, unas amplias vistas de naturaleza tan prehistórica que podrían ser visiones míticas de un Nuevo Mundo edénico. En este sentido, conviene tener en cuenta que desde mediados de siglo Church cae bajo el influjo del renombrado naturalista y explorador alemán Alexander von Humboldt cuyos trabajos y estudios, sobre la base de su expedición americana de 5 años (1799-1804) por distintas tierras del Nuevo Mundo, fueron ampliamente traducidos y leídos tanto en Europa como en Norteamérica. En su obra Humboldt aconsejaba encarecidamente a los artistas que viajaran y pintaran Sudamérica y, en concreto, su zona ecuatorial. Church siguió su consejo e hizo dos expediciones: la primera a Colombia y la segunda a Ecuador. Viajes de los que trajo un abundante número de apuntes y dibujos que le sirvieron de base para sus posteriores grandes cuadros de paisajes ecuatoriales.

Sabemos que el estilo de Church y, en general, el paisajismo norteamericano de la época estaba muy interesado por reflejar los efectos del clima y, en efecto, en el luminismo el cielo suele adoptar un resplandor atemporal. Ahora bien, el luminismo es inconcebible sin la topografía de ríos y lagos, láminas de agua, al fin y al cabo, que reflejan y amplifican la luminosidad de los cielos. De este modo, podemos afirmar que es el factor acuático del paisaje norteamericano, en especial el de la Escuela del Río Hudson, lo que posibilita un paisajismo único, entreverado de tensión y trascendencia. 

martes, 3 de enero de 2017

La última vez que vi a Giacometti

LA ÚLTIMA VEZ QUE VI A GIACOMETTI

Busto en bronce de Lotar III, 1965.


Cuando encontré la tumba no pensé en nada. Ni siquiera en que llegaba con trece años de retraso. Anochecía y envuelto en las primeras tinieblas de la tarde deposité unas pocas flores mustias sobre el granito de la losa. Estaba solo. Mi último pensamiento, antes de regresar al coche, recuerdo que fue para Giacometti vivo y no para Giacometti muerto. Me dije, acaso para desdramatizar el momento, que la existencia de un amigo no es más que la conciencia que tenemos de él. Así, incluso muerto, sigue viviendo en nuestra cabeza. Entonces la muerte no cambia apenas nada, sino el hecho de que ya no nos será posible seguir sumando nuevas experiencias con él. Desde hace trece años mi amigo Giacometti, el que esculpía y pintaba con perseverancia y, a veces, con rabia mi cabeza, el que hablaba y no se avergonzaba de confesarse casi siempre insatisfecho con sus resultados, el que gritaba de desesperación en medio de la noche, es el mismo Alberto Giacometti del que me despedí al final del verano de 1961 y para el que posé un total de doscientos veintiocho días.

Luego, mientras volvía al hotel, recordé las palabras de Annette, su amargor, su reserva: “Si se empeña en ir yo no voy a impedírselo pero ya le advierto que le parecerá una tumba rara”. Y, bien mirado, no le falta razón a su mujer (se me hace aún violento llamarla “viuda”). Aunque Alberto siempre desechó la idea de enterrarse en París no creo que le gustara mucho verse sepultado bajo una losa católica sobre la que se asienta atornillada su última escultura en absoluto funeraria. Lotar III puede que sea el resumen de la vida de Giacometti pero no parece que tenga la más mínima intención de reflejar el misterio de la eternidad, aquello de lo que nada se sabe ni se puede mirar. Al lado de la palomilla que había esculpido Diego, su hermano, tan liviana, tan conmovedora, el busto de Lotar III se obstinaba en reafirmar la vida, las obsesiones de Giacometti que yo tan bien conocí. Tenía razón Annette: era una escultura impropia y agónica que no transmitía una paz propicia para el descanso de los muertos, una tumba rara.

Esa noche dormí mal, me desperté varias veces y la cama de mi habitación tampoco contribuyó a facilitar mi descanso. No es fácil encontrar un hotel decente en Stampa. Al menos no lo era en 1979. Al día siguiente tomé el tren en Lugano y regresé a París. Diego quería verme. Me lo había pedido por carta varias veces y, aunque sabía que su relación con Annette era prácticamente inexistente, yo no tenía ninguna razón para negarme. Me citó en el taller y mientras me encaminaba hacia el número 46 de la rue Hippolyte-Maindron algunos recuerdos volvieron en tropel a mi memoria. Las arias de La Flauta Mágica, los coros de Fidelio y la música de Haendel del tocadiscos de Annette se confundían con los gritos y los sollozos de Giacometti cuando en aquel otoño de 1956 las cosas empezaron a ir de mal en peor. Si bien me resultaba algo desconcertante que me dijera que cuando se ponía delante de mí en el estudio para pintar mi cabeza yo dejaba de ser yo mismo y ya no era para él Yanaihara sino un objeto imposible de aprehender, mientras que en el restaurante o en el café conseguía verme perfectamente, lo que empezó a alarmarme fueron sus temblores e improperios (“¡Mierda, mierda!” al tiempo que me miraba con aire aterrador) causados, como supe enseguida, por la parálisis que le provocaba mi rostro sobre el lienzo. Mi rostro del que dijo que “era como una bomba que podía explotarle entre las manos al más mínimo contacto”. Yo posaba para él porque él quería pero mi rostro se convirtió en una bomba. Entonces, ¿por qué insistía en quererme como modelo si conmigo “todo se desmorona y se hunde en un abismo impenetrable”?

Retrato de Yanaihara, 1956


Cuando entré en el estudio las cosas estaban como antaño. Diego, después del abrazo, me hizo sentarme en la única silla que había, la misma silla de mimbre que yo ocupé durante tantos años. No se anduvo con rodeos. “Sé que regresa a Japón mañana y le he citado aquí porque tengo una cosa que decirle y otra que darle”. Le miré a los ojos no sin cierta perplejidad y me mantuve callado. “Mi hermano nunca pintó mejor que cuando le pintó a usted. Usted provocó su catástrofe. En sus retratos están las huellas de aquella crisis. Y como usted no ignora, en arte solo se puede progresar a través de una catástrofe. Si hay algo singular en su retrato, que lo diferencia del resto de su obra, es a causa de esa catástrofe”. Se dio la vuelta y se dirigió al otro cuarto. Oí el crujido de la vieja cajonera y un frufrú de papeles. En su mano derecha traía una gran carpeta de cartón. “Esto es suyo y es para usted. Son los bocetos de su cabeza y de su rostro. En algunos solo está pintada la nariz, en otros, solo sus ojos huecos. Quizá usted los recuerde o quizá ni siquiera los haya visto nunca todos juntos. Quiero dárselos de parte de mi hermano. Siento no poder darle también el lienzo pero se lo quedó su mujer”. Le di las gracias torpemente, no sabía qué hacer ni qué decir. Era lo último que me esperaba que me ocurriese. Cuando salí a la calle me sobrevino un sollozo y me senté en un banco a llorar tranquilo.