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Agnus Dei, Zurbarán c 1635 |
El cordero muy bien podría ser un santo a la espera del
martirio. Expuesto como un trofeo vivo, sin más compañía que el asedio de la
luz, se diría que espera la terrible voluntad de algún verdugo. Su mismo
desamparo, su lacerante sujeción, la intuitiva mansedumbre de su actitud y su
mirada –que mira sin mirar ya nada- hacen de él la imagen más lograda de la
víctima sacrificial. De una potencia tal que logra quebrantar el descanso y lo
convierte en pesadilla.
¡Cuántas veces has venido, oh, bendito cordero, en mitad del
silencio de la noche a perturbar mi sueño! ¿Y qué clase de pintor eres tú,
Francisco de Zurbarán, que haces que llore cada vez que veo esas tiernas
guedejas de vellón del color del hábito de los monjes cartujos?
Es la humillante condición del animal ofrecido a una causa
ignota y sobrehumana lo que aleja al cuadro del simple bodegón y lo convierte
en místico. No hay nimbo en la cabeza ni inscripciones alusivas –al menos en
esta variante iconográfica del Prado- y, sin embargo, todos comprendemos que
nos hallamos ante un símbolo total que nos supera y, en el fondo, ante un
reflejo de nuestra propia orfandad en esta tierra.
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