PARMIGIANINO: RETRATO DE UN HOMBRE
CON LIBRO, 1525
Un hombre tocado con bonete negro y barba oscura sostiene un
libro abierto entre las manos mientras desvía ligeramente su mirada hacia un
lugar incierto. Parece estar apoyado en lo que podría ser el respaldo de un
asiento o el pretil de un balcón o escalera. La figura está representada de
medio cuerpo ante un fondo de un gris negruzco, tal vez un cortinaje adornado
con una cenefa dorada cuya función visual es ingeniosamente desequilibrante y
niveladora a la vez. No sabemos si está sentado o de pie y apoyado en el curvo
parapeto aunque la energía y la torsión de la pose nos inducen a pensar que
podría estar de pie vuelto hacia el espectador. El pintor lo retrata a tamaño
casi natural y su apariencia adquiere así una monumentalidad que se subraya por
la elección deliberada de un punto de vista inusualmente bajo y por detalles
como la gran mano derecha, abiertamente desproporcionada. Los juegos cruzados
de verticales y diagonales sucesivas (bonete, libro y pretil), tan propios de Parmigianino, confieren al retrato
una contundente sensación de viveza y contribuyen significativamente a hacer
aún más real su presencia ya de por sí enfatizada por detalles como el cuello
abierto, el mechón rebelde de la frente y, por encima de cualquier otro, la
intimidante presencia del ojo derecho justo en el eje de simetría vertical.
Es, en efecto, el protagonismo del ojo lo que hace del
retrato de este hombre desconocido una obra literalmente inolvidable. Hasta tal
punto se hace presente ese ojo que ya no sabemos si en realidad se trata de un
retrato o más bien de una alegoría moral enmascarada bajo la ilusión de un
rostro. ¿Se han fijado, por ejemplo, en que el otro ojo, el izquierdo, apenas
existe y el pintor lo resuelve como mancha oscura?
En el arte, como en cualquier disciplina intelectual, siempre
ha habido dos formas de ver las cosas: la visual y la mental. Ya en la Baja
Edad Media y a lo largo de todo el Renacimiento lo que se entendía como
“realidad” era, en esencia, algo extraño
a este mundo que cambia constantemente y del que nuestros sentidos aprehenden
tan poco. Para la mayoría de los pensadores y artistas del Renacimiento, al
margen de la escuela o ciudad a la que pertenecieran, la verdadera realidad
estaba en un lugar más allá de las apariencias donde las formas permanecen
puras y eternas. Del imaginario cristiano, del que el propio Martin Lutero se
hace eco en muchos de sus sermones, se desprende que mientras que el ojo
derecho tiene la capacidad de distinguir lo eterno, el izquierdo solo alcanza a
ver el mundo material que le rodea. Y que la suma de los dos no alcanza a hacer
la síntesis de la visión global o, lo que es lo mismo, que no pueden funcionar
simultáneamente. El ojo izquierdo debe dejar de ver este mundo para que el
derecho pueda percibir la eternidad. Esta tradición ha sido ampliamente
utilizada desde entonces, también por los artistas plásticos, especialmente por
los que poseían una sólida formación intelectual, como Miguel Ángel, Bernini, Rafael
o el propio Parmigianino.
Parmigianino era, además, un consumado alquimista habituado,
por tanto, al lenguaje metafórico como código para revelar la verdad
espiritual. De hecho, para los alquimistas del espíritu todo conocimiento que
valga verdaderamente la pena ha tenido que alcanzarse previamente con esfuerzo
intelectual. En las obras de Parmigianino, como en general en las del resto de
pintores manieristas, lo que se ve dice bastante más de lo que parece. Fiarse
de las apariencias sería, en su caso, una ingenuidad.
Puede que el personaje retratado sea un poeta o literato, no
lo sabemos, pero lo que se sustancia sin duda en el retrato no es el acto de
leer un libro, ni siquiera de portarlo entre las manos como emblema de cultura,
sino el hecho de meditar sobre lo leído. El personaje no identificado no
aparece leyéndolo –lo cual sería de un imperdonable infantilismo- sino
cavilando sobre lo leído, alcanzando en el vacío indefinido del espacio un
pensamiento con la mirada del ojo que precisamente puede ver más allá de lo
aparente, el derecho.
Añadir únicamente, y solo para el lector erudito, que durante
algún tiempo el cuadro se atribuyó a Correggio –quizá por ciertas similitudes
de escuela- hasta que recientemente se ha podido demostrar, a través de
documentos de la colección Farnese de Roma, que el lienzo estaba colgado en una
galería de la antesala del piso principal del palazzo homónimo como obra de Parmigianino junto a otros cuadros de similar tamaño como el
“Retrato de un hombre” de Memling o una de las cinco versiones que El Greco hiciera
de “La expulsión de los mercaderes del templo”.