jueves, 15 de marzo de 2018

Retrato de hombre con libro de Parmigianino


PARMIGIANINO: RETRATO DE UN HOMBRE CON LIBRO, 1525





Un hombre tocado con bonete negro y barba oscura sostiene un libro abierto entre las manos mientras desvía ligeramente su mirada hacia un lugar incierto. Parece estar apoyado en lo que podría ser el respaldo de un asiento o el pretil de un balcón o escalera. La figura está representada de medio cuerpo ante un fondo de un gris negruzco, tal vez un cortinaje adornado con una cenefa dorada cuya función visual es ingeniosamente desequilibrante y niveladora a la vez. No sabemos si está sentado o de pie y apoyado en el curvo parapeto aunque la energía y la torsión de la pose nos inducen a pensar que podría estar de pie vuelto hacia el espectador. El pintor lo retrata a tamaño casi natural y su apariencia adquiere así una monumentalidad que se subraya por la elección deliberada de un punto de vista inusualmente bajo y por detalles como la gran mano derecha, abiertamente desproporcionada. Los juegos cruzados de verticales y diagonales sucesivas (bonete, libro y pretil), tan  propios de Parmigianino, confieren al retrato una contundente sensación de viveza y contribuyen significativamente a hacer aún más real su presencia ya de por sí enfatizada por detalles como el cuello abierto, el mechón rebelde de la frente y, por encima de cualquier otro, la intimidante presencia del ojo derecho justo en el eje de simetría vertical.
Es, en efecto, el protagonismo del ojo lo que hace del retrato de este hombre desconocido una obra literalmente inolvidable. Hasta tal punto se hace presente ese ojo que ya no sabemos si en realidad se trata de un retrato o más bien de una alegoría moral enmascarada bajo la ilusión de un rostro. ¿Se han fijado, por ejemplo, en que el otro ojo, el izquierdo, apenas existe y el pintor lo resuelve como mancha oscura?
En el arte, como en cualquier disciplina intelectual, siempre ha habido dos formas de ver las cosas: la visual y la mental. Ya en la Baja Edad Media y a lo largo de todo el Renacimiento lo que se entendía como “realidad” era, en esencia,  algo extraño a este mundo que cambia constantemente y del que nuestros sentidos aprehenden tan poco. Para la mayoría de los pensadores y artistas del Renacimiento, al margen de la escuela o ciudad a la que pertenecieran, la verdadera realidad estaba en un lugar más allá de las apariencias donde las formas permanecen puras y eternas. Del imaginario cristiano, del que el propio Martin Lutero se hace eco en muchos de sus sermones, se desprende que mientras que el ojo derecho tiene la capacidad de distinguir lo eterno, el izquierdo solo alcanza a ver el mundo material que le rodea. Y que la suma de los dos no alcanza a hacer la síntesis de la visión global o, lo que es lo mismo, que no pueden funcionar simultáneamente. El ojo izquierdo debe dejar de ver este mundo para que el derecho pueda percibir la eternidad. Esta tradición ha sido ampliamente utilizada desde entonces, también por los artistas plásticos, especialmente por los que poseían una sólida formación intelectual, como Miguel Ángel, Bernini, Rafael o el propio Parmigianino.
Parmigianino era, además, un consumado alquimista habituado, por tanto, al lenguaje metafórico como código para revelar la verdad espiritual. De hecho, para los alquimistas del espíritu todo conocimiento que valga verdaderamente la pena ha tenido que alcanzarse previamente con esfuerzo intelectual. En las obras de Parmigianino, como en general en las del resto de pintores manieristas, lo que se ve dice bastante más de lo que parece. Fiarse de las apariencias sería, en su caso, una ingenuidad.
Puede que el personaje retratado sea un poeta o literato, no lo sabemos, pero lo que se sustancia sin duda en el retrato no es el acto de leer un libro, ni siquiera de portarlo entre las manos como emblema de cultura, sino el hecho de meditar sobre lo leído. El personaje no identificado no aparece leyéndolo –lo cual sería de un imperdonable infantilismo- sino cavilando sobre lo leído, alcanzando en el vacío indefinido del espacio un pensamiento con la mirada del ojo que precisamente puede ver más allá de lo aparente, el derecho.
Añadir únicamente, y solo para el lector erudito, que durante algún tiempo el cuadro se atribuyó a Correggio –quizá por ciertas similitudes de escuela- hasta que recientemente se ha podido demostrar, a través de documentos de la colección Farnese de Roma, que el lienzo estaba colgado en una galería de la antesala del piso principal del palazzo homónimo como obra de Parmigianino junto a otros cuadros de similar tamaño como el “Retrato de un hombre” de Memling o una de las cinco versiones que El Greco hiciera de “La expulsión de los mercaderes del templo”.