lunes, 31 de diciembre de 2012

Mis Dos Exposiciones del Año

Dibujo Van Dyck
Es probable que no sea capaz de recordar todas las exposiciones que he visto este año pero, en cambio, recuerdo perfectamente las dos que más me han gustado, una en España y la otra, en el extranjero. La primera, El Joven Van Dyck, del Prado, me hizo reparar en un pintor que, aun ocupando un sitio merecido en el panteón de los ilustres, siempre me había pasado un poco desapercibido entre la desbordante y un poco avasalladora personalidad de Rubens y la trinidad flamenca de Hals, Rembrandt y Vermeer. No digo que su pintura pueda confundirse con la de todos ellos -aunque quizá con la de uno-, digo que entre todos, Van Dyck se me desfiguraba. Básicamente por eso estoy tan agradecido a esta iniciativa del Prado, porque me ha permitido acercarme con exhaustividad a la obra juvenil de un artista desconcertante y prolífico, a un pintor fuera de serie y a un dibujante sencillamente genial. Solo por ver de cerca sus dibujos -de una fluidez y expresividad que aceleran el corazón- ya merece la pena el esfuerzo de acercarse a Madrid. No me extraña que Rubens, incluso siendo su maestro, utilizara muchos de ellos como modelos en sus grandes cuadros.

Nocturno, De Nuncques
La otra exposición la vi en Holanda, de visita en el museo Kröller-Müller, y fue un regalo inesperado. Para mi sorpresa me encontré con varias salas dedicadas temporalmente a uno de mis raros exquisitos, William Degouve de Nuncques, por azar del destino belga como hoy lo sería Van Dyck, un pintor de apellidos refinadamente retractivos para nuestros oídos españoles y de sonoridades misteriosas. Para mi gusto el más feérico de los simbolistas belgas, un dandy de vida bohemia que quiso dedicarse en cuerpo y alma a las artes de la poesía y la pintura y así lo hizo. Y del que, por cierto, nuestra isla de Mallorca puede presumir de haberlo atraído con sus encantos naturales a vivir durante casi dos años y medio y a exponer en Palma a principios del siglo XX. Por uno de sus nocturnos -género que, en realidad, es un estado del alma- sería capaz de perderme.

Arte de Mediocres


Pienso, como Nabokov, que la mediocridad florece con las ideas. Cuanto más grande se perciba la idea en la imagen, menos me interesa la imagen. Esta razón, por sí sola, explica por qué el arte llamado "conceptual" me interesa, en general, tan poco.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Cuando no hay donde ir


Me dijiste que no se lo contara a nadie y a nadie se lo he contado si, como sospecho, por nadie entendías a alguien en particular. Si ahora escribo todo esto no es tanto porque ya no estés para leerlo sino más bien porque al escribirlo quizá logre alcanzar la razón última, el verdadero motivo de tu decisión fatal. Y porque, además, escribiéndolo tampoco se lo estoy contando a nadie sino a todo el mundo, es decir, a quien quiera leerlo sin necesidad de haberte conocido.
La verdad es que últimamente andaba preocupado. Te mentiría si te digo que cuando te llamaba al móvil a horas inusuales era porque tenía alguna historia que contarte, alguna novedad interesante o algo que quisiera compartir contigo y no pudiera esperar. Te llamaba para quedarme tranquilo, igual que haría una madre cuando se levanta en la noche a vigilar la respiración trabada de un hijo enfermo. Y oír tu voz era como sentir la respiración de ese hijo, la prueba de que estabas ahí, herido pero vivo. Y a pesar de que me esforzaba en resultar natural y en buscar excusas convincentes no descarto que terminaras por descubrir mi preocupación. Si fue así, al menos tuviste el detalle de no decírmelo.
Por teléfono intentaba evitar el tema, incluso en los días anteriores a la fecha del desahucio, cuando la amenaza, como una enorme y sombría nube de tormenta, ya podía vislumbrarse a lo lejos. Para hablar teníamos las tardes, y las noches en que yo me quedaba solo con mi hija porque María tenía guardia en el hospital. Te costaba venir a casa y, al final, yo no insistía. Cogía el móvil, la bufanda, el tabaco, el abrigo y al ir a darle un beso a mi hija siempre tenía que oír las mismas palabras, “papá, no tardes mucho que no me gusta quedarme dormida sola en casa”. Alguna vez, al regresar de madrugada, aun había luz en su cuarto y yo sabía que aprovechaba para chatear con sus amigas, tan trasnochadoras y locuaces como tú y yo en esos días, aunque sus asuntos fueran anodinos y los tuyos no te dejaran conciliar el sueño.
En realidad, tú nunca fuiste de mucho hablar y yo creía que no estaba hecho para la compasión. No se me olvida que el día que te dejó tu mujer ni siquiera cogiste el teléfono para comunicármelo. Esperaste más de cuarenta y ocho horas para venir a verme al despacho a la hora de comer –algo raro en ti- y en la primera cerveza me lo contaste. Aparenté desconcierto, “¡qué me dices!” te dije y frases hechas como esa simulando perplejidad, pero realmente no me cogió de sorpresa.  Si no te lo confesé entonces fue porque no sabía cómo explicarte lo que María me había comentado hacía algún tiempo, algo acerca de unos chismes que se habían vertido en una cena de amigas. Ya sabes, rumores que se van deformando de boca en boca y que según fulanita eran más que rumores porque en una ciudad tan pequeña como esta no es conveniente fiar la intimidad a la suerte. Y te dejé hablar. Tú parecías aturdido y más por tu expresión que por tus palabras percibí por primera vez que empezabas a hundirte.

“Es todo endiabladamente perverso –me dijiste- No solo me ha estado engañando sino que me deja por un cliente moroso, por alguien que me debe más de 3000 euros, ahora que la agencia está a punto de irse a la mierda”. Ya me habías confiado tu precaria situación financiera, tus dificultades para cobrar deudas incluso a clientes fiables y conocidos y los esfuerzos baldíos que hacías para captar nuevos clientes. “En tiempos de crisis –se me ocurrió decirte- ya se sabe: si no se vende, no se anuncia”. Por la severidad con que me miraste y el mohín de desagrado que se dibujó en tu boca supe que no ibas a tardar en contrariar mi improvisado argumento. “Las agencias de publicidad están precisamente para invertir esa ecuación: si no se anuncia, no se vende –me respondiste ligero- Lo que pasa es que la crisis nos ha pillado cuando estábamos arrancando y no puedo competir con los más fuertes. Y esto tiene mala pinta, viene para largo”.
Recuerdo que te pregunté por algunos detalles, si te lo había dicho ella o tú lo habías descubierto, quién era él y a dónde se iban, si él asumiría, como hiciste tú, de buen grado la hija de su primer marido, pero no te pregunté si aun la querías. Al final, después de apurar el café y cuando la conversación parecía terminada añadiste, “lo peor es que aun la quiero, y la quiero muchísimo”. Tragué saliva e intenté ganar tiempo mientras me levantaba para evitar mirarte a los ojos. “Estoy seguro de que sabrás salir de ésta” me oí decirte. Y te palmeé la espalda con excesiva energía, quizá para poder asumir con un gesto tan trivial la delicada incomodidad de tu confidencia.
Luego se precipitaron los acontecimientos; yo creo que el abandono y los agobios económicos empezaron a hacer mella y a roerte por dentro. Siento mucho decírtelo porque no soy nadie para juzgar un revés de fortuna tan brusco como el tuyo, pero me pareció que te replegaste antes de tiempo, que te desbordó tanto fracaso. Ya sé que cerrar la agencia debió de ser muy duro y liquidar la sociedad, una ruina, tú que nunca habías conocido el paro, que en pocos años te habías situado y que todo te iba sobre ruedas. A mí cada vez me faltaban más argumentos sólidos de apoyo, si descontamos mi permanente disponibilidad y mi respaldo, más moral que financiero porque no me lo hubieras permitido. Incluso ahora me cuesta un gran esfuerzo admitir –y permíteme el desahogo- que la noche que te llamé para preguntarte por tus negociaciones con el banco y me dijiste que te habían cobrado setenta euros por retrasarte el mes anterior en el pago de tu hipoteca, después de colgar el teléfono me vino un llanto repentino, no sé si de indignación o de pena, porque ya sabes que no se llora por dos cosas a la vez.
El día siguiente lo pasamos juntos y aceptaste almorzar con nosotros. Fue el último día que viniste a casa y la última vez que te vio María, la niña nos había pedido que la dejáramos ir a comer con sus amigas. Me habías impuesto no sacar el tema delante de mi mujer, como si de una enfermedad nefanda se tratara, y la conversación avanzaba torpemente, salpicada de preguntas vacilantes por parte de María, por mis falsas ocurrencias y por tus largos silencios cada vez más imprevistos. Cuando te fuiste a media tarde, después de escuchar un poco de tu música preferida, mi mujer me dio la voz de alarma, me dijo que ese silencio tuyo, el silencio de la vergüenza y el escarnio, no auguraba nada bueno. En la cama volví a recordar de nuevo sus palabras.
Te llamé ese domingo pero no contestaste y en la segunda llamada te dejé un mensaje en el contestador. A mitad de semana quedamos para comer cerca del despacho, me costó convencerte de que la Universidad me facilitaba bonos de descuento en el restaurante. Fue entonces cuando me dijiste que vendías el coche, que para qué querías un vehículo tan caro ahora que no salías apenas de casa. No sé por qué alabé tu decisión con tanto ímpetu. Quedarse sin coche es restringir preocupantemente las posibilidades de acción, limitar demasiado el campo de maniobras. Sin embargo, imaginé que la necesidad te obligaba. Hasta ese momento no supe que andabas tan escaso de recursos, no comprendí la magnitud de tu ruina. “¿Y por qué no haces algo diferente?” te intenté animar con la pregunta. “¿Diferente a qué? ¿A esta forma de vivir los días en el mismo sitio y sin nada que hacer?”, y vi ante mí unos ojos vacíos, de un vacío completamente humano.
Creo haberte dicho que era consciente de la dureza y angustia de tu situación, solo, lejos y distante de tus dos hermanos, endeudado, sin trabajo y batallando con el banco la propiedad de tu casa a tus cincuenta y dos años y sin experiencia en estas lides miserables. Pese a todo, sigo pensando que los transitorios padecimientos de la vida son preferibles al terrorífico vacío de la nada. Aunque ahora que lo escribo y, por tanto, que lo pienso, me ha venido a la mente una frase que dijiste en nuestra última conversación (hace mañana de ella un mes) a propósito de mis inútiles palabras de aliento, “cuando no hay donde ir y no te queda nada, qué más da lo que venga”.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Cenotafio

La sonoridad de la palabra cenotafio tiene un algo de ignoto y augusto y te deja un sabor tan griego en la boca que quizá por eso me gusta tanto. En el alucinante relato de Danilo Kis "Una tumba para Boris Davidocich" me he encontrado con este párrafo:

"Los antiguos griegos tenían una costumbre digna de respeto: a las víctimas de un incendio, a los arrasados por el cráter de un volcán, a los sepultados por la lava, a los desmembrados por las fieras o a los que los tiburones habían destrozado, a los desgarrados por los buitres en el desierto, les construían en su patria los conocidos como cenotafios, tumbas vacías, porque el cuerpo es fuego, agua y tierra, pero el alma es alfa y omega y es a ella a quien se debe levantar un santuario".

lunes, 24 de diciembre de 2012

Democracia Electoral




Cuando los valores entran en crisis (los económicos y, sobre todo, los otros) no hay democracia que resista sin cambios. Y como por aquí hemos entendido que toda democracia debe ser electoral, los cambios dependerán del grado de responsabilidad de los electores.
Es el precio que el vicio paga a la virtud.


sábado, 22 de diciembre de 2012

Miguel Ángel, "divinizado"


A lo largo del siglo XVI en la Italia renacentista la capacidad de infundir “animación” –una especie de pálpito espiritual- a la figura se consideraba el rasgo más parecido al poder creador de Dios que un artista podía tener y, por consiguiente, era la prueba de fuego que todo artista debía superar si quería verse ungido por el título de “divino”.
ignudi, M. A.
En realidad, la noción de “divino” aplicada al arte era un lugar común en el léxico de los artistas y escritores italianos del Renacimiento, algo que flotaba en el aire de Roma, especialmente durante la primera mitad del siglo XVI. Recuérdese, por poner sólo dos ejemplos, la alusión a Miguel Ángel en el Orlando Furioso de Ludovico Ariosto (1516), “Michel più che mortal Angel divino” o las palabras de Vasari abundando en el carácter sobrehumano de Miguel Ángel y empleando a conciencia la palabra “divino”, “divinissime mani di Michelangelo”.

Y, en efecto, esa capacidad en Miguel Ángel era un don, un don reconocido hasta por sus más duros enemigos, que eran unos cuantos. El más viperino de ellos, Pietro Aretino, lo utilizó incluso para acusarlo de profanador de templos. Aprovechando la polémica que suscitó la interpretación clásica  que del Juicio Final hace el pintor en sus trabajos para la Capilla Sixtina, Aretino se pregunta públicamente “¿Cómo es posible que el mismo Miguel Ángel de tanta fama y notable prudencia (…) haya preferido mostrar antes al público la perfección de su arte que la infidelidad de los impíos?”. En el fondo, lo que Aretino viene a decir es que el artista, amparándose en su gran estilo trufado de recursos paganos, convirtió el más importante de los hechos de la historia sagrada (el Juicio Final) en un burdel. Una manera retorcidamente irónica de poner en duda la divinidad de Miguel Ángel como artista.
ignudi, M. A.
Bromas (de mal gusto) aparte, lo que a nosotros nos resulta claro es que las figuras de Miguel Ángel parecen estar concebidas más como “fantasías prometeicas” que como modelos humanos. Los frescos de la Capilla Sixtina dan buena prueba de lo que digo. Y esa capacidad, la más singular de todas las que poseía, contribuyó como ninguna otra a extender la idea de su sobrehumanidad, de su divinidad como artista. La analogía estaba clara: Miguel Ángel actúa en sus figuras como Dios en el hombre, dando vida.


viernes, 21 de diciembre de 2012

Oro, incienso y mirra a Dios Churumbel

Con la austerísima ayuda de una guitarra y un pandero y un coro de voces gitanas Leonor Amaya, hermana de la mítica Carmen, nos regala este maravilloso villancico entre cuyos versos, de una sencillez tan fina como desarmante, quiero destacar imágenes como estas:

"A la puerta de la Macarena/ hay una bandera blanca y colorá/ el que quiera sentar plaza en ella/ es un nazareno, va de capitán./ ¡Ay qué almendro florido y hermoso/ que en el mes de enero llama la atención!/ Levanta, Candelilla hermosa/ y sale a la reja que te ronda un calé/ y un ramo de rosas y claveles/ viene a regalarte,/ ¡anda y quiérele!"



Feliz Navidad.

viernes, 14 de diciembre de 2012

José Luis Mauri en su contexto


Esto es algo de lo que dije en la visita guiada que realicé con motivo de la exposición antológica de José Luis Mauri en el Museo de Alcalá de Guadaíra que este domingo 16 de diciembre concluye:

            “Para estimar con cierta precisión el valor de regeneración de la pintura de Mauri en el panorama de las artes plásticas de la Sevilla de los años cincuenta habría, de nuevo, que recordar qué tipo de figuración se practicaba masivamente en la ciudad por aquella década. Una figuración de marcado carácter académico y de regusto costumbrista entre cuyos representantes destacaban profesores de las Escuelas de Bellas Artes y Artes y Oficios como Alfonso Grosso o Rodríguez Jaldón. Es decir, pintores que a su modo seguían bebiendo de las estancadas aguas del pozo de un Gonzalo Bilbao, sin ir más lejos.
Políptico de Conil
Conviene saber que antes de entrar como alumno en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla (sancta sanctorum de la tradición realista sevillana) Mauri ya había realizado algunas obras –paisajes del entorno conileño en su mayoría- en las que las marcas digitales que lo van a caracterizar como artista estaban, en su esencia, razonablemente germinadas. En esta exposición tenemos la fortuna de contar con los mejores ejemplos de entre ellas, “Chozo de Conil” o los nueve óleos del “Políptico de Conil”. Composiciones que, si bien son las de un adolescente autodidacta de escasa formación académica, sorprenden por el penetrante poder de observación y por la insólita madurez de ejecución, cercana en su sintaxis a la de un Van Gogh. Si las comparamos con obras algo posteriores como el retrato de su hermana Isabelita o la vista de su barrio de Heliópolis (ambas de 1950, cuando cursaba segundo de Bellas Artes) comprobamos que la pincelada vibrante y de rápido trazo, el gusto por la esquematización esencial de las formas o la despreocupación consciente por la ilusión de volumen y el color local son rasgos comunes que, de este modo, empiezan a definir el estilo del pintor. Y esta tendencia se verá corroborada en la pintura que practica a lo largo de toda la década de los cincuenta, tanto en Segovia y Madrid como, algo más tarde, en su semestre parisino del que volverá  con un estilo ya cuajado. Un estilo, y volvemos al principio, que desentonaba de manera harto explícita con el que imperaba en el medio artístico sevillano en el que un pintor como Mauri no podía sentirse del todo en su sitio.
Mauri es por vocación y formación un pintor del natural. Su ojo, ejercitado desde temprano en el rigor del motivo, ha aprendido a ordenar a la mano con sobriedad empírica. Pero su mano transcribe lo que ve no sólo sobriamente sino también –y esto es acaso lo más significativo- con expresiva desinhibición. Y, llegados a este punto, habría que recordar someramente cuál era la figuración que se practicaba en España en los años cincuenta.
Heliópolis
Lo primero que habría que decir es que esa información le llega a Mauri, en primera instancia, por medio de su maestro –y profesor providencial- Miguel Pérez Aguilera y, luego, a través de sus sucesivas estancias en Madrid y El Paular. Es decir, Mauri tiene la suerte de poder contar con el acceso a uno de los protagonistas mejor dotados, desde el punto de vista técnico, de la nueva corriente figurativa que se había fraguado en Madrid a principios de los años cuarenta. Un artista que le orienta y conecta con la figuración más renovadora que se hacía por aquellos años en la capital de España. Pérez Aguilera había expuesto en la mítica galería Bucholz en 1945 junto a pintores como José Guerrero, Antonio Lago, Álvaro Delgado o Pablo Palazuelo cuando todavía todos ellos seguían moviéndose en el ámbito de una figuración que aspiraba a superar los cánones académicos y, por tanto, fue uno de los pioneros de lo que se llamó en su momento, sin demasiada concreción estilística, Joven Escuela Madrileña, grupo poco homogéneo que terminaría por disgregarse en opciones estéticas de índole diversa pero que supo aglutinar a lo más sobresaliente de la nueva generación de artistas españoles que toman el relevo de lo que años atrás significó la Segunda Escuela de Vallecas. Ni que decir tiene que este poderoso magisterio palpita de forma vehemente en la pintura del Mauri más joven y atrevido.
Acueducto de Segovia
Y, por otro lado, como ya hemos dicho, las estancias en Madrid (donde acaba sus estudios universitarios) y El Paular (gracias a la prestigiosa beca ganada) proporcionan al pintor enriquecedores contactos personales e información actualizada de lo que se estaba cociendo en otros focos artísticos del país e, incluso, de más allá de sus fronteras. En este sentido, sus viajes de estudio a París anteriores a su estadía del 57 fueron decisivos para conocer de primera mano algunas corrientes pictóricas internacionales de carácter predominantemente postimpresionista y postexpresionista. Figuras como Utrillo, Bonnard o Kokoschka pasan, entonces, a ocupar un lugar destacado en el imaginario plástico de Mauri.
Al tiempo que absorbe estas influencias su estilo se va decantando hacia una figuración directa y anti-enfática que busca el trazo vivaz, la inmediatez del instante y el contraste de color, bien empastado y temperamental.
Si nos fijamos en sus paisajes –Mauri es, en esencia, un paisajista-, obras como “Acueducto de Segovia”, “Parque del Retiro” o “Jardines del Líbano” (todas ellas en la exposición y de los años cincuenta) vienen a refrendar las características antes señaladas que, en suma, reafirman una estética que, más allá de la reproducción mimética del motivo, se esfuerza por alcanzar la expresividad y la emoción del instante. Una forma de abordar el cuadro que nos recuerda también, por cierto, la de otros pintores de la época, aunque algo mayores, como Francisco San José o Álvaro Delgado que nos traen inevitablemente el eco de la Segunda Escuela de Vallecas.

bodegón parisino
Estos rasgos distintivos son los que individualizan y separan a José Luis Mauri de la mayoría de los pintores figurativos sevillanos de su misma generación y los mismos que han hecho decir a alguien tan significado como Joaquín Sáenz que el adjetivo que mejor define a Mauri como pintor es el de “avanzado”."

sábado, 8 de diciembre de 2012

El Murillo que perturbó a Flaubert en Roma


Soy un obstinado lector de cartas de escritores y artistas. Especialmente si los admiro. Me entretienen y me iluminan un sinfín de zonas oscuras que terminan por aportarme datos preciosos a la hora de disfrutar con conocimiento de sus obras de arte. Y tengo comprobado que en las cartas bullen agazapadas muchas de las claves que mejor desentrañan la verdadera personalidad de sus autores, al menos en bastantes más ocasiones que en sus propias novelas, cuadros o esculturas.
Los viajes son siempre un buen momento para escribir cartas. Por un lado, por lo que tienen de aventura, por otro, por la necesidad de compartirla con el amigo que falta y al que hasta que no se la describe no termina uno de gozarla del todo. Flaubert, como hijo curioso de su siglo, hizo algunos viajes y de ellos el más lejano e intenso –una especia de Grand Tour- fue el que realizó a Oriente Medio, Grecia e Italia justo cuando su siglo llegaba a la mitad. Entre julio de 1850 y abril del 51 recorre Jerusalén, Siria, Líbano, Turquía –territorios todos ellos otomanos en aquella época- y, luego, de vuelta, pasa por Grecia y por Italia. Casi un año de emociones fuertes, situaciones insólitas y pruebas superadas que van a dejar en él una huella muy provechosa en tanto que escritor y buen burgués de Francia. Como dijo él, mejor que nadie, al acabar su periplo: “lo que he visto me ha convertido en exigente”.
Flaubert, en efecto, vio y vivió muchas cosas, pero yo solo quiero fijarme hoy en una, el Murillo que descubrió a principios de abril brujuleando por Roma.
La gitana, Murillo
Roma y Pompeya eran su final de viaje y en la ciudad de los césares iba a verse con su madre que llegaría unas semanas después. Y será precisamente a su madre a quien primero le cuente, en carta fechada el 8 de abril de 1851, tan placentero encuentro: “vi el otro día una Virgen de Murillo por la que perder la cabeza, como diría el tío Parain”. Pero no queda aquí la cosa. En otra misiva del día siguiente, en esta ocasión, a su íntimo amigo Louis Bouilhet vuelve a la carga: “he visto una Virgen de Murillo que me persigue como una alucinación perpetua”. Flaubert llevaba unos quince días en Roma cuando se decide a hacer un somero relato, primero a su madre y más tarde a su amigo, de las joyas artísticas más sobresalientes que ha podido ver “en el museo más espléndido que haya en el mundo en cuanto a siglo dieciséis” como define a la ciudad. Y de todas las pinturas maravillosas que vio –“¡Qué cantidad de obras de arte hay en esta ciudad, es deslumbrante!”- se queda con el Juicio Final de Miguel Ángel, El rapto de Europa del Veronés y… la Virgen de Murillo.
A estas alturas del librito –“Cartas de Viaje (Oriente Medio, Grecia, Italia)” se titula- ya se imaginarán que empecé a preguntarme por la Virgen en cuestión. En ese momento no recordaba cuál de las muchas de Murillo podía encontrarse en Roma a mediados del siglo XIX. Sí sabía, en cambio, que la reputación internacional de Murillo gozaba de sus horas más altas y que príncipes, familias nobles y ricos burgueses de media Europa pugnaban  por hacerse con algún cuadro del sevillano, mucho más solicitado por entonces que su paisano Velázquez. Me puse a investigar en mi biblioteca y encontré en el catálogo razonado que le dedicara hace algunas décadas Diego Angulo la que me pareció tenía que ser la Virgen que tanto turbara a Flaubert, la conocida como La Gitana. Una Virgen con el niño que se encuentra en la Galleria Nazionale d´Arte Antica de Roma. Cuando ya la tenía localizada y le había, por tanto, puesto rostro y carne volví al libro para terminarlo. Y en la última página de la última carta, de nuevo enviada a su amigo Bouilhet, Flaubert insiste en su arrebatado flechazo y ahora es algo más concreto: “me he enamorado de la Virgen de Murillo, en la galería Corsini. Su rostro me persigue y sus ojos pasan y pasan de nuevo ante mí como linternas danzarinas”. Estaba en lo cierto, era la misma Virgen que había encontrado en el catálogo. La colección de la familia Corsini, el único repertorio de obras de arte del setecientos que se ha mantenido intacto en Roma hasta nuestros días, sigue constituyendo hoy la principal fuente de abastecimiento artístico de la Galería Nacional de Arte Antiguo, sita en el propio Palazzo Corsini, a cinco minutos a pie de la Plaza Santa María in Trastevere, el mismo edificio que visitara Flaubert y que dos siglos antes sirviera de residencia romana a la reina Cristina de Suecia después de renunciar al trono para convertirse al catolicismo. Una colección que los Corsini (noble familia de origen florentino) fueron atesorando a lo largo de tres siglos hasta que en 1883 la venden junto con el palacio al Reino de Italia con la obligación de abrir al público las puertas de su antigua residencia.
Palazzo Corsini, Roma
De modo que Flaubert aun puede admirar tanta belleza cuando todavía los Andrea del Sarto y los Salvatore Rosa y los Guido Reni y los Caravaggio y los Fra Bartolomeo y los Rubens pertenecían a los Corsini. Y bien mirado, no me extraña que entre tanto cuerpo glorioso y tantos rostros homéricos y gestos aprendidos le conquistaran esos ojos “como linternas danzarinas” que brillan con demasiada humanidad. En realidad, había visto a una mujer hermosa y se había enamorado de ella. Una mujer que, para colmo, enseña un pecho blanco y turgente como una dalia mientras su mirada ineludible atraviesa tu presencia para seguir mirándote por dentro. La menos madonna de todas las vírgenes de Roma y que acaso solo el niño y sus vestidos sigan manteniéndola en el género de Virgen con el niño.
 Probablemente la Virgen más graciosa de Murillo. Y eso, simplemente, es haber tocado el cielo con la mano.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

El Descendimiento de Rosso Fiorentino:una extraña manera no tan extraña


Hay obras cuyo impacto visual la primera vez que las vemos es tan violento que su marca se queda indeleble durante años en nuestro interior. Se suman así a ese selecto grupo de compañías que va atesorando nuestra memoria sensible conforme nos hacemos mayores. De mi último viaje a la Toscana el cuadro que más hondamente me impresionó –y mira que vi muchos- fue, sin duda, El Descendimiento de Rosso Fiorentino que guarda la Pinacoteca Comunale de Volterra.
Conocía la obra por reproducciones y había, desde luego, leído algo sobre ella pues el llamado manierismo italiano es una de las fases artísticas del Renacimiento que más me interesa junto con el protorrenacimiento. Sobre su composición, iconografía, estilo, colorido e iluminación han corrido ríos de tinta en diversos idiomas y desde hace siglos y en algunos de ellos he ido a beber cuando mi sed me apremiaba. Pero cuando, por fin, vi la obra in situ, hace de esto apenas año y medio, reparé en un detalle que, por lo demás, me suele venir a la mente en ocasiones similares, delante de ciertas obras que por su idiosincrasia se nota que no se sienten cómodas en un museo.
Si en algo coinciden la mayoría de los estudiosos de este singular cuadro de Rosso Fiorentino –aparte de catalogarlo como su trabajo más logrado- es en la extraña manera que el artista emplea para iluminar  su abigarrada composición. Una extraña manera que me llevó a preguntarme por los motivos reales, si es que los había, de su proceder artístico ya que me costaba aceptar que se debiera simplemente a una audacia de artista díscolo y desobediente.
Aprovechando que estaba en Volterra y con el día por delante resolví ir hasta la capilla donde sabía que la obra había estado colgada desde su principio hasta que la trasladaron a la catedral de la ciudad. Una capilla, la de la Cruz del Día (Croce di Giorno), que se encuentra unida por su lado sur a la iglesia de San Francisco desde principios del siglo XIV y que pese a sus reducidas trazas me pareció un ejemplo hermoso y notable de arquitectura gótica. En su interior todavía se conserva bastante bien la decoración mural que en 1410 pintara Cenni di Francesco representando una serie de escenas de la vida de la Virgen y de la historia de la Vera Cruz.
Las heroicas dimensiones de la tabla de Rosso Fiorentino, 375x196cm, al ocupar gran parte del muro central del ábside tripartito, debían de reforzar la sensación de profundo estupor de todo aquel que entrara en el templo y se acercara a verla y estoy seguro de que su desproporcionada escala con respecto al altar era, en realidad, un efecto deseado por el pintor que no podía estar ajeno a la localización que se había dispuesto para su obra. Pero, en el fondo, lo que me había llevado hasta allí era el deseo de verificar otra cuestión, la cuestión lumínica.
Intuí desde un principio que el espléndido aislamiento en que percibimos El Descendimiento en el museo contribuía de forma explícita a hacerlo aun más extraño a nuestra vista. La descontextualización que se sufre en toda sala de museo, especialmente para obras religiosas de estas características, no puede más que conturbar las condiciones de idoneidad de las que gozarían estas obras en sus emplazamientos originales. Máxime si entre un sitio y el otro hay radicales diferencias de iluminación, como ocurre en este caso. Diferencias que afectan tanto a la calidad de la luz (natural/artificial) cuanto a su distribución y orientación en el espacio.
altar de la capilla della Croce di Giorno
De pie, delante del oratorio de la capilla della Croce di Giorno comenzaron a desvelarse por fin algunos de los misterios de la tabla del pelirrojo florentino. Y así, lo que en el museo parecía una iluminación alucinada y teatralmente ilusionista, en la capilla resultaba mucho más adecuada y hasta lógica. Por ejemplo, el cielo. De un azul violeta, crudo y homogéneo, sin matices, que va envolviéndose en sombras a partir del arranque del arco de medio punto en que acaba la parte superior de la tabla; o las zonas encendidas en violentos contrastes de las vestimentas de algunos de los actores principales de la escena; o los pliegues iluminados del manto de San Juan, en la esquina inferior derecha…
Ahora, al llegar al ábside y situarme frente al altar y reparar en las distintas fuentes de luz, dos óculos que la dejan llegar por cada lado en ángulo obtuso justo por debajo de donde la tabla empezaría a curvarse, y un alto ventanal abierto en el muro derecho de la nave, entendí por qué el pintor había concebido de esa manera tan aparentemente caprichosa su ordenación lumínica. Detalles que, de no habérseme ocurrido pasar por su primer y más apropiado emplazamiento, hoy me hubieran impedido comprender que esa insólita y un punto trastornada iluminación que notamos en el museo responde, en realidad, a la verdadera luz de la capilla para la que esta obra maestra de Rosso Fiorentino fue hecha y en la que permaneció, como una visión abrumadora e inquietante, hasta que en 1788 alguien resolvió trasladarla a la catedral. Hoy, en su lugar, puede verse una pálida crucifixión del pintor renacentista Vincenzo Tamagni, obra que tampoco está en su sitio.




lunes, 3 de diciembre de 2012

Miguel Ángel fue también poeta (y Rafael lo sufrió)

Recupero ahora algunas notas de una larga ponencia que defendí hace algunos años con motivo de un curso monográfico sobre Miguel Ángel y el Renacimiento que se celebró en el CEP de Huelva. Recuerdo que mi intervención duró casi tres horas, con un breve descanso en medio, y no descarto en absoluto que pudiera abrumar y hasta adormecer a más de un asistente. Pido disculpas, aunque tardías, por aquella temeridad irresponsable:
" Miguel Ángel no era, strictu sensu, un poeta, pero escribió poesía. Sin embargo, si consideramos con cierta ironía que tampoco se veía como un pintor y recordamos su “Tondo Doni” de los Ufizzi o su Entierro de la National Gallery, por no hablar de los titánicos frescos de la Capilla Sixtina, comprobamos que a pesar de su soberbia modestia no había “bella arte” que se le resistiera.
Escultor, arquitecto, pintor y dibujante y poeta. En fin, un verdadero ejemplar renacentista. Un artista integral obsesionado hasta rozar el delirio con la materia y con el material. Ya sean los bloques de mármol de las canteras de Carrara, los pigmentos que se hacía él mismo o las, a menudo, dolientes palabras de su poesía.
Tondo Doni, M. A.
De todos estos elementos quizá sean, precisamente, las palabras el material más íntimo, más arbitrario y más comprometido de todos. Nos revelan en lo más secreto y pueden hasta condenarnos. A veces no se es consciente de hasta qué punto aquello que se dice y queda escrito y se firma, nos puede comprometer de una manera especial y para siempre.
Miguel Ángel fue, a lo largo de su vida, o al menos lo  intentó, un hombre consecuente. Aun cuando trabajara por encargo, y así trabajó siempre excepto en algunos de sus dibujos de ocasión, luchó por no traicionarse a sí mismo. Y puede decirse que, en líneas generales, lo consiguió. Nadie se atrevió, por ejemplo, en vida suya a tocar una sola de las decenas de figuras que hay en los frescos del Vaticano para “adecentarlas”. Y eso que algunos lo intentaron con denuedo, romanos pontífices incluidos. No deja de resultar significativo que la reforma por indecente del Juicio Final fuera uno de los 33 decretos urgentes que aprobó el Concilio de Trento en 1563. Afortunadamente Miguel Ángel murió en 1564 y, aunque ya sabía lo que se avecinaba, sus oponentes tuvieron la “delicadeza” de esperar a que él muriera para manosear su obra. En definitiva, Miguel Ángel imponía el respeto que sólo los hombres firmes en su rectitud saben imponer.
Quizá de su inmensa tarea de artista total sea su faceta lírica la peor conocida, la que ha quedado más velada por el brillo deslumbrador de su talento plástico y visual. En cualquier caso, si ya hemos recordado que Miguel Ángel no se veía como un genuino pintor, con mucha menos razón aceptaría ser considerado un verdadero poeta. Y sin embargo, escribió poesía; en ocasiones, de la buena. Y lo hizo a lo largo de casi toda su vida adulta, durante más de 50 años.
Pensemos que en la atomizada Italia renacentista, especialmente en el siglo XVI , el humanismo era el ideal de  todo hombre culto. Incluso el artista, un ser a caballo entre el creador y el artesano, aspiraba al humanismo. Ahí están los casos de Leonardo o de Alberti. Miguel Ángel, por formación y anhelo personal, tiene también pretensiones de humanismo. Si recordamos que para Platón la poesía se merecía el primer puesto entre las actividades artísticas, entenderemos mejor por qué ese empeño  del toscano por expresarse también a través del verso (...)
La misma idea de “amor platónico”, por ejemplo, es vital para entender sus arrebatadas experiencias emocionales, primero en su gran amor por Tommaso Cavalieri, y luego en su profunda amistad con Vittoria Colonna, la marquesa de Pescara (...)
En el soneto dedicado al Papa Julio II que comienza, “Signor, se vero è alcun proverbio antico”, otra de sus obras de circunstancia, las tensiones producidas por las intrigas de Rafael y Bramante son, incluso, explícitas. Lo primero que salta a la vista es el tono quejumbroso y recriminador que el autor emplea para dirigirse al Papa. Es un hecho conocido que las relaciones que ambos mantenían eran  controvertidas y oscilaban entre una admiración mutua y una profunda desconfianza por lo irascible de sus respectivos caracteres, muy celosos de su singularidad e independencia. Se conocían, no obstante, de antiguo y ya en 1505, muy poco después de sentarse en el solio pontificio, Giulianno della Rovere le pide que se haga cargo de los trabajos para su tumba en San Pietro in Vincoli. Este gesto demuestra por sí solo la altísima consideración  que el Papa tenía por el genio artístico del artista.
Pero Julio II era también el protector del arquitecto Bramante y del pintor Rafael, los competidores más directos de Miguel Ángel. Y es de ellos precisamente de quienes se queja el escritor en este soneto. De ellos y de la posible predisposición papal a hacerles caso:
          “Señor, si es verdad algún proverbio antiguo,
            es el que dice que quien puede más no quiere.
            Has creído en fábulas y palabrerías
            y premiado a quien es de la verdad enemigo.
            Yo soy y fui tu leal siervo antiguo
            y a ti dado como al sol los rayos,
            pero de mi tiempo ni te compadeces ni cuidas,
            y menos te valgo, cuanto más me afano”.

       En estos dos cuartetos Miguel Ángel exterioriza sus lamentos por las intrigas palaciegas de sus dos colegas dispuestos a apartarlo del andamio de la Capilla Sixtina. Cuando ya estaban realizadas casi la mitad de las pinturas de la bóveda el pintor reparó en unas manchas que habían salido en las molduras de los techos y paredes. Como no sabía el motivo de tal desastre se desesperó y se negó a seguir adelante con el proyecto. Fue entonces cuando aprovechó Bramante para aconsejar al Papa que fuera Rafael quien acabara la otra mitad de la Capilla, debido a los fallos cometidos por Miguel Ángel. El Papa no se decidía y entretanto Giulianno de Sangallo, reclamado por su amigo Buonarroti que le pide consejo, da con la causa de tales manchas: la cal romana, blanca de color y hecha con travertino, tarda mucho en secarse y si se mezcla antes de tiempo con pozzolona (una especie de polvo volcánico) hace que salgan esas manchas oscuras en la superficie, que tanto desesperaban al artista.
tumba de M. A. Santa Croce
Es probable que estos enredos o “fábulas y palabrerías”, como las llama Miguel Ángel, fueran más allá del ámbito puramente artístico porque las diferencias entre éste y Rafael no se limitaban a sus respectivos estilos. Eran dos  personalidades contrapuestas que a la fuerza tenían que enfrentarse. Miguel Ángel era austero, introvertido y poco sociable, casi un asceta. Rafael, en cambio, era la encarnación del gentilhombre de cámara, amante del lujo y de maneras principescas. Muy mundano y proclive al epicureismo. Uno, sacerdote del homoerotismo socratizante y el otro, el amante rico y famoso de la bella Fornarina, la hija del panadero. Miguel Ángel, cuando escribe estos versos, no las tiene todavía todas consigo y adopta un tono entre lastimero y ofendido para pedirle a su mecenas y “amigo” (al que teme y admira a la vez) que no premie “a quien es de la verdad enemigo”, léase, Rafael.



sábado, 1 de diciembre de 2012

Balthus, otra puntualización

Tanto más significativos que la iconografía, por mucho que a lo largo de los años el pintor haya persistido sintomáticamente en unos pocos elementos como el espejo, el gato, la silla, el libro o las muchachitas, son en la obra de Balthus el color y la luz. El pintor los trabaja con paciencia y precisión extremas y los concibe como afloramientos. Sus figuras logran, entonces, por intercesión del color y la luz quedar a nuestros ojos como reveladas.

Balthus toma esas lecciones de los frescos de Masaccio, Masolino y Piero della Francesca y así sus colores parecen como extraídos de debajo de la corteza del tiempo. La luz, que baña y lame a placer los cuerpos de sus muchachas, llega lujuriosa de los serrallos de Ingres y de las escenas báquicas de Poussin y penetra en la carne hasta hacerla resplandeciente.
Dominar el matiz de los colores sordos y apagados y encender la luz de los cuerpos hasta hacerlos gloriosos, esas son las dos principales victorias del arte de Balthus. Lo demás, aunque sugestiva, es pura escenografía.