sábado, 29 de diciembre de 2012

Cuando no hay donde ir


Me dijiste que no se lo contara a nadie y a nadie se lo he contado si, como sospecho, por nadie entendías a alguien en particular. Si ahora escribo todo esto no es tanto porque ya no estés para leerlo sino más bien porque al escribirlo quizá logre alcanzar la razón última, el verdadero motivo de tu decisión fatal. Y porque, además, escribiéndolo tampoco se lo estoy contando a nadie sino a todo el mundo, es decir, a quien quiera leerlo sin necesidad de haberte conocido.
La verdad es que últimamente andaba preocupado. Te mentiría si te digo que cuando te llamaba al móvil a horas inusuales era porque tenía alguna historia que contarte, alguna novedad interesante o algo que quisiera compartir contigo y no pudiera esperar. Te llamaba para quedarme tranquilo, igual que haría una madre cuando se levanta en la noche a vigilar la respiración trabada de un hijo enfermo. Y oír tu voz era como sentir la respiración de ese hijo, la prueba de que estabas ahí, herido pero vivo. Y a pesar de que me esforzaba en resultar natural y en buscar excusas convincentes no descarto que terminaras por descubrir mi preocupación. Si fue así, al menos tuviste el detalle de no decírmelo.
Por teléfono intentaba evitar el tema, incluso en los días anteriores a la fecha del desahucio, cuando la amenaza, como una enorme y sombría nube de tormenta, ya podía vislumbrarse a lo lejos. Para hablar teníamos las tardes, y las noches en que yo me quedaba solo con mi hija porque María tenía guardia en el hospital. Te costaba venir a casa y, al final, yo no insistía. Cogía el móvil, la bufanda, el tabaco, el abrigo y al ir a darle un beso a mi hija siempre tenía que oír las mismas palabras, “papá, no tardes mucho que no me gusta quedarme dormida sola en casa”. Alguna vez, al regresar de madrugada, aun había luz en su cuarto y yo sabía que aprovechaba para chatear con sus amigas, tan trasnochadoras y locuaces como tú y yo en esos días, aunque sus asuntos fueran anodinos y los tuyos no te dejaran conciliar el sueño.
En realidad, tú nunca fuiste de mucho hablar y yo creía que no estaba hecho para la compasión. No se me olvida que el día que te dejó tu mujer ni siquiera cogiste el teléfono para comunicármelo. Esperaste más de cuarenta y ocho horas para venir a verme al despacho a la hora de comer –algo raro en ti- y en la primera cerveza me lo contaste. Aparenté desconcierto, “¡qué me dices!” te dije y frases hechas como esa simulando perplejidad, pero realmente no me cogió de sorpresa.  Si no te lo confesé entonces fue porque no sabía cómo explicarte lo que María me había comentado hacía algún tiempo, algo acerca de unos chismes que se habían vertido en una cena de amigas. Ya sabes, rumores que se van deformando de boca en boca y que según fulanita eran más que rumores porque en una ciudad tan pequeña como esta no es conveniente fiar la intimidad a la suerte. Y te dejé hablar. Tú parecías aturdido y más por tu expresión que por tus palabras percibí por primera vez que empezabas a hundirte.

“Es todo endiabladamente perverso –me dijiste- No solo me ha estado engañando sino que me deja por un cliente moroso, por alguien que me debe más de 3000 euros, ahora que la agencia está a punto de irse a la mierda”. Ya me habías confiado tu precaria situación financiera, tus dificultades para cobrar deudas incluso a clientes fiables y conocidos y los esfuerzos baldíos que hacías para captar nuevos clientes. “En tiempos de crisis –se me ocurrió decirte- ya se sabe: si no se vende, no se anuncia”. Por la severidad con que me miraste y el mohín de desagrado que se dibujó en tu boca supe que no ibas a tardar en contrariar mi improvisado argumento. “Las agencias de publicidad están precisamente para invertir esa ecuación: si no se anuncia, no se vende –me respondiste ligero- Lo que pasa es que la crisis nos ha pillado cuando estábamos arrancando y no puedo competir con los más fuertes. Y esto tiene mala pinta, viene para largo”.
Recuerdo que te pregunté por algunos detalles, si te lo había dicho ella o tú lo habías descubierto, quién era él y a dónde se iban, si él asumiría, como hiciste tú, de buen grado la hija de su primer marido, pero no te pregunté si aun la querías. Al final, después de apurar el café y cuando la conversación parecía terminada añadiste, “lo peor es que aun la quiero, y la quiero muchísimo”. Tragué saliva e intenté ganar tiempo mientras me levantaba para evitar mirarte a los ojos. “Estoy seguro de que sabrás salir de ésta” me oí decirte. Y te palmeé la espalda con excesiva energía, quizá para poder asumir con un gesto tan trivial la delicada incomodidad de tu confidencia.
Luego se precipitaron los acontecimientos; yo creo que el abandono y los agobios económicos empezaron a hacer mella y a roerte por dentro. Siento mucho decírtelo porque no soy nadie para juzgar un revés de fortuna tan brusco como el tuyo, pero me pareció que te replegaste antes de tiempo, que te desbordó tanto fracaso. Ya sé que cerrar la agencia debió de ser muy duro y liquidar la sociedad, una ruina, tú que nunca habías conocido el paro, que en pocos años te habías situado y que todo te iba sobre ruedas. A mí cada vez me faltaban más argumentos sólidos de apoyo, si descontamos mi permanente disponibilidad y mi respaldo, más moral que financiero porque no me lo hubieras permitido. Incluso ahora me cuesta un gran esfuerzo admitir –y permíteme el desahogo- que la noche que te llamé para preguntarte por tus negociaciones con el banco y me dijiste que te habían cobrado setenta euros por retrasarte el mes anterior en el pago de tu hipoteca, después de colgar el teléfono me vino un llanto repentino, no sé si de indignación o de pena, porque ya sabes que no se llora por dos cosas a la vez.
El día siguiente lo pasamos juntos y aceptaste almorzar con nosotros. Fue el último día que viniste a casa y la última vez que te vio María, la niña nos había pedido que la dejáramos ir a comer con sus amigas. Me habías impuesto no sacar el tema delante de mi mujer, como si de una enfermedad nefanda se tratara, y la conversación avanzaba torpemente, salpicada de preguntas vacilantes por parte de María, por mis falsas ocurrencias y por tus largos silencios cada vez más imprevistos. Cuando te fuiste a media tarde, después de escuchar un poco de tu música preferida, mi mujer me dio la voz de alarma, me dijo que ese silencio tuyo, el silencio de la vergüenza y el escarnio, no auguraba nada bueno. En la cama volví a recordar de nuevo sus palabras.
Te llamé ese domingo pero no contestaste y en la segunda llamada te dejé un mensaje en el contestador. A mitad de semana quedamos para comer cerca del despacho, me costó convencerte de que la Universidad me facilitaba bonos de descuento en el restaurante. Fue entonces cuando me dijiste que vendías el coche, que para qué querías un vehículo tan caro ahora que no salías apenas de casa. No sé por qué alabé tu decisión con tanto ímpetu. Quedarse sin coche es restringir preocupantemente las posibilidades de acción, limitar demasiado el campo de maniobras. Sin embargo, imaginé que la necesidad te obligaba. Hasta ese momento no supe que andabas tan escaso de recursos, no comprendí la magnitud de tu ruina. “¿Y por qué no haces algo diferente?” te intenté animar con la pregunta. “¿Diferente a qué? ¿A esta forma de vivir los días en el mismo sitio y sin nada que hacer?”, y vi ante mí unos ojos vacíos, de un vacío completamente humano.
Creo haberte dicho que era consciente de la dureza y angustia de tu situación, solo, lejos y distante de tus dos hermanos, endeudado, sin trabajo y batallando con el banco la propiedad de tu casa a tus cincuenta y dos años y sin experiencia en estas lides miserables. Pese a todo, sigo pensando que los transitorios padecimientos de la vida son preferibles al terrorífico vacío de la nada. Aunque ahora que lo escribo y, por tanto, que lo pienso, me ha venido a la mente una frase que dijiste en nuestra última conversación (hace mañana de ella un mes) a propósito de mis inútiles palabras de aliento, “cuando no hay donde ir y no te queda nada, qué más da lo que venga”.

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