He mirado este
retrato tan obstinada y largamente que se me ha llegado a nublar la vista. Un
retrato que de tener espíritu se quejaría, con razón, de que nadie lo
entendiera nunca. En su accidentada historia ha pasado por distintas y
controvertidas atribuciones, de Mazo a Van Dyck, y el eminente especialista en
arte barroco español, August Mayer, creyó erróneamente que se trataba de un
autorretrato. De un autorretrato de Velázquez, naturalmente. Sin embargo, cuando,
después de pasar por varias manos, llegó finalmente al Metropolitan de Nueva York en 1949 fue degradado a la modesta
categoría de “taller de Velázquez” y 30 años más tarde, castigado al almacén
del propio museo. La anécdota del joven conservador escocés que al limpiar el
cuadro se da cuenta de que se encuentra ante un indiscutible Velázquez perdido es
de sobra conocida pues la prensa de todo el mundo publicó sus detalles en el
mes de septiembre de 2009, y no se trata ahora de repetirlos.
Lo que me interesa,
lo que más que interesarme, me apasiona, es el retrato. Cuando terminaron de
limpiarlo y lo liberaron de las sucesivas capas de barnices dictaminaron que no
se trataba de un retrato completamente terminado sino más bien de un rápido
estudio del natural, como si eso importara mucho en Velázquez. ¿Es que acaso
hay algún retrato de Velázquez “verdaderamente” terminado? ¿Y qué entendemos,
hoy como ayer, por terminado?
Es verdad que tanto
la golilla como el bigote están resueltos con una asombrosa fluidez,
prácticamente “alla prima”. Y que el fondo, compuesto de verdes, rosas y
una amplia gama de grises, es en realidad una atmósfera que recuerda a la
bruma. La trama del lienzo es visible en muchas partes y el pigmento está tan diluido
que llega a alcanzar la transparencia de la acuarela. Pero esto es otro rasgo
idiosincrásico de Velázquez. Recuérdese sino, la mayoría de sus enanos y
bufones o la Venus del espejo.
Como ocurre de
forma tan habitual que ya no reparamos en lo prodigioso de su técnica, también
en este rostro velazqueño los detalles psicológicos están atemperados por esa
señorial distancia que el pintor impone a sus modelos. ¿No es, entonces, la
bolsa debajo del ojo indicio de una falta de sueño? ¿O el brillo algo húmedo de
la frente una señal de azoramiento o sofoco a duras penas controlado?
Realmente el
retrato asombra: silencioso, ligeramente desafiante, bien parecido. Velázquez
lo coloca en un limbo, rodeado por ese típico resplandor atmosférico del que es el supremo maestro. No tenemos ninguna pista sobre su identidad pero ¡qué
importa esto en un retrato así! Ese hombre está aquí, el cabello
suave, el bigote tan sutil que termina convertido literalmente en un pelo hacia
arriba, la mirada aguda, y a pesar de todo el cuadro no nos entrega su secreto porque en su interior sabemos que hay algo más, algo que no podemos expresar pero que el pintor ha dejado ahí, disperso. Y ese algo disperso contribuye poderosamente a hacer de los retratos de Velázquez una
experiencia imborrable de la memoria.
Los retratos de Velázquez, como su pintura toda, nunca se terminan, nunca finalizan.Con tan pocas pinceladas y ligereza en el toque nunca se dijo tanto; tanto y tan intenso con tan poco nadie lo ha conseguido.
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