sábado, 16 de febrero de 2019

Cristo muerto sostenido por un ángel de Antonello da Messina

Cristo in Pietà, Antonello da Messina


(Dedicado a Guillermo Pérez Villalta)


El Museo del Prado posee una sola obra de Antonello da Messina pero ¡qué obra, Dios mío! Otros museos, como la National Gallery de Londres o la Gemäldegalerie de Berlín, tienen más, pero me gustaría creer que si sus responsables pudieran, permutaban en el acto sus respectivos Antonellos por esta pequeña, portentosa y única tabla del Prado. Yo, al menos, lo haría, asumiendo todas las consecuencias.   
Según parece la corte española, en su larga tradición de siglos, no tuvo a bien adquirir obra alguna de este pintor siciliano y el museo tuvo que esperar hasta fecha tan cercana como 1965 –y por medio de la compra a un particular- para hacerse con esta soberbia Pietà tardía. Estamos, según todos los indicios, al final de la vida del artista, cuando regresa por fin a Messina para establecerse allí con éxito, después de haber aprendido de los flamencos la técnica del óleo (Vasari le confiere la paternidad de la introducción del óleo en Italia), de haber viajado y trabajado por toda la península y de dejar profunda y rica huella especialmente en la pintura veneciana, ciudad de la que precisamente regresa a su isla natal en 1476 para abrir su propio taller en el que colaborará también su hijo Jacobello. Le quedan apenas cuatro años de vida y por fin parece que no necesita moverse más por el continente para encontrar trabajo. Messina es un importante puerto comercial al que llegan y del que salen toda clase de mercancías y en las bodegas de ciertas naos y carracas a buen seguro viajaron algunos de sus últimos cuadros hacia distintas ciudades europeas, entre ellos el San Sebastián de Dresde, el Cristo en la columna del Louvre o este otro, ya exánime, que nos ocupa.
Todo llama la atención en este cuadro, desde la aproximación del autor al género hasta la insoportable belleza que dimana del drama pasional. Para empezar, el cuadro que nosotros conocemos como “Cristo muerto sostenido por un ángel” es, en la tradición italiana, una Pietà. Sin embargo, en la pintura renacentista italiana esta iconografía entrañaba obligatoriamente la presencia de la virgen-madre. Aquí no aparece, ni tan siquiera se la alude, y su preceptiva presencia es reemplazada por un ángel. Si bien el motivo del ángel sosteniendo o consolando a Cristo ya había aparecido en la iconografía nórdica y, en concreto, a través de un pintor como Carlo Crivelli (ver su Pietà di Montefiore, c. 1471)  se había empezado a popularizar en el arte del primer Renacimiento italiano (Mantegna o G. Bellini son otros ejemplos), lo que Antonello nos propone aquí no es, en puridad, un Lamento ni un auténtico Descendimiento ni tampoco un Ecce Homo sino más bien una libre y sumamente inspirada interpretación que condensa, como solo un artista de genio puede hacerlo, las tres variantes ya citadas. De hecho, la escena que el pintor nos ofrece no está narrada en ninguno de los Evangelios. Como mucho la ha imaginado él a partir de sus lecturas. Y he aquí un segundo motivo de asombro: lo que hace de esta Pietà una de las obras más hermosas e intensamente conmovedoras de la historia de la pintura occidental es el exacto entreverado de, por una parte, un agudo sentido de la realidad (probablemente de naturaleza nórdica) manifiesto en los minuciosos detalles e incidentes insertos en el paisaje de fondo y, por otra, esa peculiar sensibilidad –de raigambre inequívocamente italiana- para expresar la emoción patética sin perder la gracia, para hacer del dolor belleza. Realismo e intensidad emocional que Antonello vuelve a combinar de manera estupefaciente en otra de sus últimas obras maestras –coetánea de este Cristo- como es la Annunciata de Palermo, en mi opinión el rostro más bello jamás pintado de una mujer.
Asombro asimismo nos causa la capacidad del pintor en el manejo de lo simbólico. Las dos figuras protagonistas se destacan sobre un fondo en doble plano: en un primero, troncos secos y calaveras esparcidas simbolizan la muerte mientras que, en el segundo, una vegetación frondosa y de un verde brillante anuncia la resurrección. Al fondo, creando una ilusión de larga distancia, se reconocen los muros y la catedral de su Messina natal vista como una nueva Jerusalén al tiempo que justo debajo de la iridiscente ala del ángel las cruces vacías de Jesucristo y los dos ladrones parecen querer sugerir el monte Calvario. ¿Y qué decir del manifiesto sentimental de la pareja protagonista, ese jovencísimo ángel doliente que respalda a Cristo en un gesto definitivamente más allá del dolor? Ya depuesto de la cruz y sentado sobre lo que podría ser la losa de su tumba, con la cabeza ligeramente desplomada hacia atrás, el rostro demacrado con la boca aún entreabierta  y los ojos cerrados, los brazos caídos, las manos contraídas por el traumatismo de los clavos y el costado derecho con la herida de la que aun quisiera manar sangre, la desnudez de su belleza ya no parece de este mundo. Fronterizo su gesto con el “abandono de sí” que sobreviene después del éxtasis, su belleza nos resulta escandalosa.  El ángel, semioculto por el cuerpo de Cristo, es su contrapunto: pequeño, vulnerable en sus lágrimas, vivo en su patetismo, idealizado en su espiritualidad, no carnal, derrotado. Casi podemos sentir el peso abrumador descargado sobre sus brazos. Demasiado pequeño para soportar el brutal peso de la muerte.
La resurrección que anuncia esta Pietà no es gloriosa ni triunfal. Como mínimo es incierta. Y este es el último y más inquietante motivo de nuestro asombro.




   


martes, 5 de febrero de 2019

Los pequeños Blanchard de Balthus, 1937



 Es el hermano de Balthus, el muy erudito Pierre Klossowski, quien nos pone sobre aviso: “con toda probabilidad las claves iconográficas de Balthus haya que buscarlas en las ilustraciones de tres o cuatro libros infantiles.” Y parece cierto. En pocos pintores contemporáneos como en Balthus las lecturas de infancia y adolescencia –las más apasionadas e imborrables- han marcado tan profundamente el destino de una obra. A poco que revisemos su trayectoria artística con cierto rendimiento el mundo de la infancia se nos aparece como una fortaleza inexpugnable donde el deseo busca refugiarse de los envites de la realidad. Desde sus primeros dibujos, a la edad de 11 años, ilustraciones de la vida de su gato Mitsou (libro que prologó nada menos que Rilke al quedar fascinado por la singular viveza de aquellos trazos adolescentes) hasta el ciclo, ya más maduro, de unos 50 dibujos a tinta inspirados en la lectura de Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, de los primeros años treinta, con cuyo protagonista masculino Heathcliff, rebelde y transgresor, tanto se identificaba el joven Balthus, sin olvidar la lectura – y las ilustraciones- de la Alicia de Carroll, el pintor va paso a paso acumulando un seminal conjunto de imágenes y escenas muchas de las cuales serán fuente de inspiración para el desarrollo de ulteriores cuadros más complejos. Es el caso, por ejemplo, de “Los pequeños Blanchard” de 1937 donde los hermanos Hubert y Thérèse (hijos de unos vecinos del taller de Balthus en Cour de Rohan) parecen reemplazar el papel de los novelescos Heathcliff y Cathy. Nos referimos,  en concreto, a la ilustración titulada “Porque Cathy le ensenó lo que él aprendió” de 1933.

Porque todo lo que aprendió se lo enseñó Cathy, 1933

Fue siempre costumbre en Balthus utilizar modelos de su entorno más cercano: su mujer, una sobrina, los hijos del portero o los de un vecino próximo. Al fin y al cabo, el modelo es lo de menos, importaba únicamente su edad y su belleza, factores imprescindibles para el buen desarrollo de sus temas.
Los hermanos Blanchard, por cierto, ya habían posado para otro cuadro suyo algo anterior, “Frére et soeur”,  (años después morirían los dos en el transcurso de la  2ª Guerra Mundial) pero en esta ocasión los combina de una manera más elaborada y compleja. La composición piramidal del dibujo de 1933 pasa ahora a ser claramente ortogonal. Para restablecer el equilibrio de la misma Balthus se ve obligado a cambiar la colocación de la niña. Si antes aparecía debajo de la mesa, en el cuadro la coloca delante. La silla ha sido atrasada en el espacio y la posición de ambas figuras resulta ahora menos contigua. Su hermano, por lo demás, apoya el codo en la mesa y mira al frente en vez de girar la cabeza hacia nosotros. Las posturas de ambos se han modificado también de tal forma que el conjunto resulta más sereno y menos conectado, aunque al hacer que Thérèse extienda su pierna izquierda y se vea así obligada a sufrir una pose extremadamente incómoda (que los niños, dicho sea de paso, soportan mejor que los adultos) el pintor ha logrado expandir la curva formada entre el muslo y el tronco de suerte que parece hacer eco especular con la larga curva de la espalda, pelvis, muslo y pantorrilla de su hermano. En realidad, el cuadro plantea una geometría sin centro, toda la composición es un concienzudo juego de horizontales, verticales, curvas y oblicuas cruzadas cuyo resultado visual es paradójicamente armónico.
Thérèse y Hubert aparecen vestidos con ropa escolar: ella, con la popular falda corta escocesa y un chaleco de fieltro tubular que oculta el cuello de su camisa; él, en cambio, lleva el típico delantal de escuela con cinto de la época. Han dejado en el suelo, contra la pared, las dos carteras que vemos como sombras detrás de la mesa, y están abstraídos en sus respectivas ocupaciones: la niña, en la lectura de un libro, el muchacho, en soñar con los ojos abiertos. En todo ello observamos como un cierto placer inmóvil, esa especie de suspensión tan particular de Balthus que consigue que una silla o una mesa tengan la misma gravitación que los cuerpos vivos de dos chiquillos.
Y un último apunte: la iluminación. Mezclar la oscuridad con la luz, los tonos fríos con los cálidos, olvidarse del color local. Balthus no se cansaba de repetirlo. Jugar a confundir con las sombras a través de una densa maraña de retículas que determinan en este cuadro, por ejemplo, el espacio que ocupan los niños. Un espacio que les pertenece, desde los pies (de ella) hasta la cabeza (de él). Y con el espacio, también el tiempo, suspendido ad infinitum y, por tanto, para siempre de ellos.
Añado, para los más mundanos, que este cuadro lo compró Picasso en 1941, con quien Balthus siempre tuvo una relación de recelosa amistad.

Les enfants Blanchard, 1937