martes, 5 de febrero de 2019

Los pequeños Blanchard de Balthus, 1937



 Es el hermano de Balthus, el muy erudito Pierre Klossowski, quien nos pone sobre aviso: “con toda probabilidad las claves iconográficas de Balthus haya que buscarlas en las ilustraciones de tres o cuatro libros infantiles.” Y parece cierto. En pocos pintores contemporáneos como en Balthus las lecturas de infancia y adolescencia –las más apasionadas e imborrables- han marcado tan profundamente el destino de una obra. A poco que revisemos su trayectoria artística con cierto rendimiento el mundo de la infancia se nos aparece como una fortaleza inexpugnable donde el deseo busca refugiarse de los envites de la realidad. Desde sus primeros dibujos, a la edad de 11 años, ilustraciones de la vida de su gato Mitsou (libro que prologó nada menos que Rilke al quedar fascinado por la singular viveza de aquellos trazos adolescentes) hasta el ciclo, ya más maduro, de unos 50 dibujos a tinta inspirados en la lectura de Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, de los primeros años treinta, con cuyo protagonista masculino Heathcliff, rebelde y transgresor, tanto se identificaba el joven Balthus, sin olvidar la lectura – y las ilustraciones- de la Alicia de Carroll, el pintor va paso a paso acumulando un seminal conjunto de imágenes y escenas muchas de las cuales serán fuente de inspiración para el desarrollo de ulteriores cuadros más complejos. Es el caso, por ejemplo, de “Los pequeños Blanchard” de 1937 donde los hermanos Hubert y Thérèse (hijos de unos vecinos del taller de Balthus en Cour de Rohan) parecen reemplazar el papel de los novelescos Heathcliff y Cathy. Nos referimos,  en concreto, a la ilustración titulada “Porque Cathy le ensenó lo que él aprendió” de 1933.

Porque todo lo que aprendió se lo enseñó Cathy, 1933

Fue siempre costumbre en Balthus utilizar modelos de su entorno más cercano: su mujer, una sobrina, los hijos del portero o los de un vecino próximo. Al fin y al cabo, el modelo es lo de menos, importaba únicamente su edad y su belleza, factores imprescindibles para el buen desarrollo de sus temas.
Los hermanos Blanchard, por cierto, ya habían posado para otro cuadro suyo algo anterior, “Frére et soeur”,  (años después morirían los dos en el transcurso de la  2ª Guerra Mundial) pero en esta ocasión los combina de una manera más elaborada y compleja. La composición piramidal del dibujo de 1933 pasa ahora a ser claramente ortogonal. Para restablecer el equilibrio de la misma Balthus se ve obligado a cambiar la colocación de la niña. Si antes aparecía debajo de la mesa, en el cuadro la coloca delante. La silla ha sido atrasada en el espacio y la posición de ambas figuras resulta ahora menos contigua. Su hermano, por lo demás, apoya el codo en la mesa y mira al frente en vez de girar la cabeza hacia nosotros. Las posturas de ambos se han modificado también de tal forma que el conjunto resulta más sereno y menos conectado, aunque al hacer que Thérèse extienda su pierna izquierda y se vea así obligada a sufrir una pose extremadamente incómoda (que los niños, dicho sea de paso, soportan mejor que los adultos) el pintor ha logrado expandir la curva formada entre el muslo y el tronco de suerte que parece hacer eco especular con la larga curva de la espalda, pelvis, muslo y pantorrilla de su hermano. En realidad, el cuadro plantea una geometría sin centro, toda la composición es un concienzudo juego de horizontales, verticales, curvas y oblicuas cruzadas cuyo resultado visual es paradójicamente armónico.
Thérèse y Hubert aparecen vestidos con ropa escolar: ella, con la popular falda corta escocesa y un chaleco de fieltro tubular que oculta el cuello de su camisa; él, en cambio, lleva el típico delantal de escuela con cinto de la época. Han dejado en el suelo, contra la pared, las dos carteras que vemos como sombras detrás de la mesa, y están abstraídos en sus respectivas ocupaciones: la niña, en la lectura de un libro, el muchacho, en soñar con los ojos abiertos. En todo ello observamos como un cierto placer inmóvil, esa especie de suspensión tan particular de Balthus que consigue que una silla o una mesa tengan la misma gravitación que los cuerpos vivos de dos chiquillos.
Y un último apunte: la iluminación. Mezclar la oscuridad con la luz, los tonos fríos con los cálidos, olvidarse del color local. Balthus no se cansaba de repetirlo. Jugar a confundir con las sombras a través de una densa maraña de retículas que determinan en este cuadro, por ejemplo, el espacio que ocupan los niños. Un espacio que les pertenece, desde los pies (de ella) hasta la cabeza (de él). Y con el espacio, también el tiempo, suspendido ad infinitum y, por tanto, para siempre de ellos.
Añado, para los más mundanos, que este cuadro lo compró Picasso en 1941, con quien Balthus siempre tuvo una relación de recelosa amistad.

Les enfants Blanchard, 1937


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