Es el hermano de Balthus, el muy erudito
Pierre Klossowski, quien nos pone sobre aviso: “con toda probabilidad las
claves iconográficas de Balthus haya que buscarlas en las ilustraciones de tres
o cuatro libros infantiles.” Y parece cierto. En pocos pintores contemporáneos
como en Balthus las lecturas de infancia y adolescencia –las más apasionadas e
imborrables- han marcado tan profundamente el destino de una obra. A poco que
revisemos su trayectoria artística con cierto rendimiento el mundo de la
infancia se nos aparece como una fortaleza inexpugnable donde el deseo busca
refugiarse de los envites de la realidad. Desde sus primeros dibujos, a la edad
de 11 años, ilustraciones de la vida de su gato Mitsou (libro que prologó nada menos que Rilke al quedar fascinado
por la singular viveza de aquellos trazos adolescentes) hasta el ciclo, ya más
maduro, de unos 50 dibujos a tinta inspirados en la lectura de Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, de
los primeros años treinta, con cuyo protagonista masculino Heathcliff, rebelde
y transgresor, tanto se identificaba el joven Balthus, sin olvidar la lectura –
y las ilustraciones- de la Alicia de Carroll, el pintor va paso a paso
acumulando un seminal conjunto de imágenes y escenas muchas de las cuales serán
fuente de inspiración para el desarrollo de ulteriores cuadros más complejos. Es
el caso, por ejemplo, de “Los pequeños Blanchard” de 1937 donde los hermanos
Hubert y Thérèse (hijos de unos vecinos del taller de Balthus en Cour de Rohan)
parecen reemplazar el papel de los novelescos Heathcliff y Cathy. Nos
referimos, en concreto, a la ilustración
titulada “Porque Cathy le ensenó lo que él aprendió” de 1933.
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Porque todo lo que aprendió se lo enseñó Cathy, 1933 |
Fue siempre
costumbre en Balthus utilizar modelos de su entorno más cercano: su mujer, una
sobrina, los hijos del portero o los de un vecino próximo. Al fin y al cabo, el
modelo es lo de menos, importaba únicamente su edad y su belleza, factores
imprescindibles para el buen desarrollo de sus temas.
Los hermanos
Blanchard, por cierto, ya habían posado para otro cuadro suyo algo anterior,
“Frére et soeur”, (años después morirían
los dos en el transcurso de la 2ª Guerra
Mundial) pero en esta ocasión los combina de una manera más elaborada y
compleja. La composición piramidal del dibujo de 1933 pasa ahora a ser
claramente ortogonal. Para restablecer el equilibrio de la misma Balthus se ve
obligado a cambiar la colocación de la niña. Si antes aparecía debajo de la
mesa, en el cuadro la coloca delante. La silla ha sido atrasada en el espacio y
la posición de ambas figuras resulta ahora menos contigua. Su hermano, por lo
demás, apoya el codo en la mesa y mira al frente en vez de girar la cabeza
hacia nosotros. Las posturas de ambos se han modificado también de tal forma
que el conjunto resulta más sereno y menos conectado, aunque al hacer que
Thérèse extienda su pierna izquierda y se vea así obligada a sufrir una pose
extremadamente incómoda (que los niños, dicho sea de paso, soportan mejor que
los adultos) el pintor ha logrado expandir la curva formada entre el muslo y el
tronco de suerte que parece hacer eco especular con la larga curva de la
espalda, pelvis, muslo y pantorrilla de su hermano. En realidad, el cuadro
plantea una geometría sin centro, toda la composición es un concienzudo juego
de horizontales, verticales, curvas y oblicuas cruzadas cuyo resultado visual
es paradójicamente armónico.
Thérèse y Hubert
aparecen vestidos con ropa escolar: ella, con la popular falda corta escocesa y
un chaleco de fieltro tubular que oculta el cuello de su camisa; él, en cambio,
lleva el típico delantal de escuela con cinto de la época. Han dejado en el
suelo, contra la pared, las dos carteras que vemos como sombras detrás de la
mesa, y están abstraídos en sus respectivas ocupaciones: la niña, en la lectura
de un libro, el muchacho, en soñar con los ojos abiertos. En todo ello
observamos como un cierto placer inmóvil, esa especie de suspensión tan
particular de Balthus que consigue que una silla o una mesa tengan la misma
gravitación que los cuerpos vivos de dos chiquillos.
Y un último
apunte: la iluminación. Mezclar la oscuridad con la luz, los tonos fríos con
los cálidos, olvidarse del color local. Balthus no se cansaba de repetirlo.
Jugar a confundir con las sombras a través de una densa maraña de retículas que
determinan en este cuadro, por ejemplo, el espacio que ocupan los niños. Un
espacio que les pertenece, desde los pies (de ella) hasta la cabeza (de él). Y
con el espacio, también el tiempo, suspendido ad infinitum y, por tanto, para siempre de ellos.
Añado, para los
más mundanos, que este cuadro lo compró Picasso en 1941, con quien Balthus
siempre tuvo una relación de recelosa amistad.
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Les enfants Blanchard, 1937 |
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