Breviario de la
montaña
“Y los hombres continúan admirando
las altas montañas y las amplias mareas del mar, y los impetuosos torrentes que
se precipitan bramando, y el océano y las estrellas en órbita; y mientras lo
hacen se olvidan de sí mismos”.
Confesiones, San Agustín.
Cuando por fin liberan de sus cadenas
al insurrecto prisionero de Chillon, cantado por Byron, su primer impulso es
trepar por el muro de su celda para asomarse a la luz y ver el paisaje[1].
Estamos a principios del siglo XIX y el poema se hace eco de un sentimiento
que, a esas alturas, ya se había extendido entre las clases dominantes y las
élites culturales de la Europa del norte: el disfrute del paisaje como símbolo
de libertad y expresión de una realidad más allá de las cotidianas servidumbres
sociales. Wanderlust lo llaman los
alemanes, término que bien podría traducirse como pasión por salir a caminar o
hacer senderismo en espacios naturales. “Todo lo que deseaba alcanzar –nos dice
el prisionero- era el resalte de la ventana para poder ver, por lo menos una
vez, entre rejas, las montañas y saludar con la mirada las majestuosas cimas
(…) Las vi, eran las mismas, su aspecto no había cambiado como había cambiado
yo. Vi en sus laderas las nieves perpetuas y a sus pies el lago inmenso, vi
también el Ródano azul de vertiginosa corriente (…) En aquel momento mis ojos
se llenaron de lágrimas. Sentí una gran turbación.”
Además del consabido canto a la
libertad y a la exaltación del yo, tan caros a Byron, El prisionero de Chillon enfatiza otro de los rasgos distintivos
del romanticismo como es la nueva y apasionada disposición anímica ante la
presencia de lo natural, especialmente de lo natural indómito y salvaje. No
hace falta subrayar el carácter alegórico del poema byroniano en virtud del
cual al paisaje alpino se le otorga un poder consolatorio capaz de aliviar los
quebrantos de la condena. Los hombres son causa de prisión y dolor, la montaña
representa, en cambio, la libertad e impulsa la proyección del espíritu hacia
regiones casi metafísicas.
Aunque no está en nuestro ánimo hacer
ahora la genealogía del paisaje como género artístico más o menos autónomo, sí
nos gustaría recordar unas pocas evidencias. En primer lugar, que la visión
moderna del paisaje en Occidente –no solo desde el punto de vista pictórico
sino también literario y científico- empezó a fraguarse en la segunda mitad del
siglo XVIII[2]. Nótese
que hablamos de “la visión moderna” ligada, sin remedio, al surgimiento y
desarrollo de la Revolución Industrial y a la consecuente necesidad de auxilio
y aislamiento en la naturaleza por parte del hombre sensible y, asimismo,
afectada por la violenta sacudida política que supuso el final del Antiguo Régimen.
Pintores como Poussin o Claudio de
Lorena, ambos de fina sensibilidad paisajística pero necesaria y absolutamente
ajenos -por cultura y siglo- a lo que Shelley llamó “la era de la desesperación”[3],
encontrarán en la naturaleza el sereno escenario donde ubicar asuntos tratados
en la Biblia o la mitología, siempre cercanos a lo pastoril y a la idealización
nostálgica de un mundo ido. Son los suyos paisajes imaginados o, a lo sumo,
reelaboraciones muy conceptualizadas de lo que entendían por “clasicidad”.
Representantes insignes, en definitiva, de la visión “clásica” del paisaje que
en Italia encuentra en el taller de los hermanos Carracci su principal fuente
de inspiración[4].
La visión moderna del paisaje,
al menos en un primer momento, está mediatizada por los sucesivos
descubrimientos y avances de carácter técnico y científico que hicieron posible
la primera Revolución Industrial, siendo el preliminar de todos ellos los
experimentos ópticos de Newton (todavía en el siglo XVII), soporte para su
fundamental estudio sobre la luz y la refracción del color, de importantes
consecuencias prácticas para los pintores y punto de partida para la posterior Teoría de los colores de Goethe,
publicada en 1810. Así, es natural que fuera en Inglaterra donde se inaugurara
la nueva manera de interpretar el paisaje. Pintores como Joseph Wright de Derby,
William Day y, en menor medida, Paul Sandby –excelente acuarelista- se atreven
a insertar en el medio natural motivos como altos hornos, fábricas y
fundiciones de hierro. Fundición de
hierro vista desde el exterior, (1773) o Fábrica de algodón de noche, (1783), ambas de Wright de Derby, son
obras paradigmáticas en tal sentido y vienen a confirmar un cambio de
mentalidad gracias al cual el deseo de instruir y concienciar empieza a
reemplazar al deseo de agradar, tan característico de la visión clásica del
paisaje. Pero todavía de consecuencias pictóricas más profundas será la
aportación metodológica de un paisajista como Alexander Cozens para quien la
mancha fortuita (“blot”) es el principio de toda creación[5].
De su verdaderamente novedoso método (1785) se deduce que el pintor, por medio
del pincel, antes que definir o
describir debe tratar el color como “materia autónoma”, eficaz arranque del
proceso de creación. De tal modo que el blotting
engendraría “formas generales, sin
sentido” pero capaces de evocar en el espectador las pertinentes asociaciones
con los objetos. El pintor propiciaría así “significado y coherencia” a esas
manchas que aun no son formas. Un trabajo plástico que ya no estaría basado en
la línea sino en los contrastes cromáticos de claros y oscuros. El color para
Cozens (y para la posterior escuela de dibujo del Doctor Thomas Munro) no
tiene, por tanto, por qué obedecer al mundo de las apariencias sino que puede
tomarse la libertad de adquirir “vida propia” lo que, en última instancia,
permitirá al pintor poder liberarse de las ataduras del ilusionismo y la
reproducción[6]. Como
veremos más tarde, las consecuencias de esta manera de operar, en absoluto
original pues pintores tan principales como Velázquez, Goya o el último Tiziano
la practicaron quizá de un modo menos normativo, abrieron, no obstante, un productivo
modus operandi en la inmediatamente
posterior pintura romántica de paisaje que, pocas décadas después, recorrerían,
primero, los paisajistas de Barbizon y, algo más tarde, los llamados pintores
impresionistas. Con el tiempo, esas manchas impremeditadas de color que
agrupadas terminan por dotar al paisaje de “significado y coherencia” se
convertirán en uno de los más convincentes y extendidos procedimientos de la
pintura contemporánea al que, por cierto, una pintora como Irene Sánchez Moreno,
paisajista nata muy consciente de su tradición, no es ajena en absoluto.
Modelando forma y figura mediante manchas de color, su paisajismo alpino de
altos relieves y sombrías oquedades, alcanza un singular grado de expresividad -“vida
propia” que diría Cozens- sin apenas boceto previo, pintado alla prima, con la seguridad y la
destreza que solo un ojo bien educado y una mano reiteradamente entrenada en el
arte de componer son capaces de captar y transcribir.
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A. Cozens, paisaje de montaña con hondonada, c. 1770 |
En segundo lugar, convendría no perder
de vista que la visión moderna del paisaje cristalizó en plena fiebre del
movimiento romántico, lo que explicaría el cambio de paradigma con respecto a
la tradición neoclásica abrumadoramente activa hasta finales del siglo XVIII y
primeros años del siguiente y, ya a esas alturas, epílogo almidonado de lo que
hemos dado en llamar “clasicidad”. Esta inevitable ruptura con la tradición
cultural y artística, así como el decidido posicionamiento de la mayor parte de
los intelectuales y artistas (el significado actual de “artista” se acuñó en el
Romanticismo) en contra de los excesos de la Ilustración (al fin y al cabo
despótica, por muy ilustrada que se dijera) van a llevar, también a los
pintores, a tomar distancias con respecto a los principales signos distintivos
del pensamiento ilustrado: el orden racional como principio filosófico que
organiza la sociedad y la ciudad como lugar ideal donde escenificar y humanizar
ese orden. Del mismo modo que para cualquier escritor romántico las
“racionales” unidades aristotélicas suponían una clara amenaza para la libertad
creativa también para el pintor romántico la ciudad, el palacio, el jardín o,
incluso, el paisaje intervenido o el periurbano (típico de la clasicidad y cuyo
eco llega hasta un pintor como Goya) son escenarios artificiales que no
satisfacen su ansia de libertad y su necesidad de disconformidad y rebeldía. La
naturaleza adoptará, pues, sus formas más agrestes y bravías y el pintor
romántico preferirá representarla más como un contemptus mundi (desprecio del mundo) que como un locus amoenus. En el fondo, late un
profundo malestar –y el consecuente distanciamiento- con respecto al odioso Leviatán del que hablara Hobbes[7].
También, en una parte sustantiva de la pintura romántica de paisaje, detectamos
el inevitable ascendiente del mito del “buen salvaje” en su estado natural
frente a la corrupción intrínseca del hombre civilizado que se infiltra, sin
remedio, en las distintas y cada vez más invasivas instituciones sociales. En
este sentido, y como vía de escape, la llamada de la montaña posee una doble
virtualidad, de tal forma que puede interpretarse como revulsivo temático de
carácter estético y, asimismo, como elección de un nuevo estilo de vida alejado
de las servidumbres de la civilización. Es evidente que la montaña como asunto
pictórico tiene unas derivadas propias que la distinguen e individualizan
dentro del amplio marco de la pintura de paisaje. Si el paisaje para la
sensibilidad romántica “es un estado de conciencia” como afirmara Byron[8]
(y en nuestra literatura hispana repitiera Unamuno) la montaña, como hito
sobresaliente de ese mismo paisaje, es el epítome sublime de las inquietudes
del alma.
Tenemos que esperar hasta la segunda
mitad del siglo XVIII para descubrir ese fermento que propiciará el surgimiento
y desarrollo de la visión moderna del paisaje de montaña en la obra de un
pintor –naturalmente suizo, al igual que Rousseau- como Caspar Wolf[9].
Pionero indiscutible de la pintura alpina y precursor de lo que luego se
conocerá como “paisaje romántico” Wolf se atrevió a explorar, junto con su
amigo el editor Abraham Wagner, el montañoso interior de su país para producir
una serie de bocetos al óleo sobre papel que le sirvieron de base para sus
posteriores lienzos, pintados ya en su estudio de Berna. Posteriormente, tomó
la insólita decisión de transportarlos hasta los mismos valles y escarpaduras
para poder corregirlos frente al motivo directo. Influido, primero, por la
Ilustración y más tarde por el movimiento Sturm
und Drang [10] Wolf fue
el primero en reflejar con precisión el nuevo sentimiento por la naturaleza que
no veía ya los Alpes como un escenario siniestro lleno de peligros sino más
bien como una creación sublime que ejercía en la sensibilidad humana un impacto
positivo. Detrás de él vendría una pléyade de pintores centroeuropeos, pero
también británicos, que, sobre todo, durante las dos últimas décadas del siglo
XVIII y primera mitad del XIX seguirá sus pasos a través de los valles,
gargantas, cumbres y glaciares de los Alpes y, en menor medida, de la
cordillera pirenaica. De esa proliferación de nombres destacamos, por su
calidad y valores artísticos, a los también suizos François Diday, Alexandre
Calame o Robert Zünd, a los franceses Joseph Vernet (a caballo todavía entre la
idealización rococó y los primeros atisbos románticos), Gabriel Loppé (virtuoso
del hielo glaciar) y a Viollet-le-Duc (además de insigne arquitecto, excelente
acuarelista de alta montaña), a los austriacos Joseph Anton Koch, Ferdinand G.
Waldmüller y a los hermanos Jakob y Rudolf von Alt (abanderados del estilo
Biedermeier), a los prusianos Friedrich (el más espiritual de todos ellos), Wilhelm
Schirner y Johann W. Schirner (sin parentesco alguno a pesar de poseer el mismo
apellido)o Ludwig Richter (el más popular de todos ellos en su época). Por lo
que se refiere a los paisajistas de montaña británicos, además del mencionado
Alexander Cozens y de su hijo J.R. Cozens, merecen ser citados los acuarelistas
Francis Towne, ferviente admirador no solo de los Alpes sino del Distrito de los
Lagos, al nordeste de su país de origen, y John Ruskin, el más influyente
crítico de arte de la era victoriana, fundador de una nueva poética del paisaje
que llegó asimismo a volcar en una serie de inspiradas acuarelas y dibujos.
Mención aparte exige el caso de Turner, por su estilo y técnica innovadores.
Buen conocedor de los paisajes alpinos (cordillera que visitó en, al menos,
seis ocasiones que estén documentadas, alguna de ellas en compañía de su amigo
Ruskin) sus composiciones presentan a menudo una factura tan atrevida, así en
su composición como en el manejo de los efectos de luz y movimiento, que lo
distinguen del resto de pintores románticos y lo convierten en un precursor de
movimientos artísticos posteriores. Maestro en el arte de hacer dinámico en el
lienzo o el papel lo que de dinámico hay en la naturaleza (sus efectos de
tormenta y aludes son canónicos en este sentido) Turner representa un verdadero
salto creativo en la historia de la pintura de paisaje del siglo XIX.
Y por último, en tercer lugar, una
constatación, no por bien conocida siempre tenida en cuenta: en España la
pintura alpina empieza a practicarse algo así como medio siglo más tarde que en
el resto de los principales países de Europa y su embajador va a ser
precisamente un extranjero, el pintor belga Carlos de Haes. Si bien es verdad
que la cátedra para la enseñanza del paisaje que crea la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando en 1844 supondrá un primer empeño por dotar de
prestigio institucional a un género pictórico hasta el momento bastante desatendido
en nuestro país, el verdadero impulso y el real acercamiento a la montaña se
producirán con la llegada a la mencionada cátedra de Carlos de Haes (1857),
artista para el que la sierra y el campo llegarán a ser su otro estudio y su
otra aula. Sus célebres panoramas de los Picos de Europa y montes de Asturias
así como sus vistas de los desfiladeros y cañones del río Mesa en Aragón
(fechados todos ellos en los primeros años setenta del siglo XIX) inauguran en
España unas formas de hacer del natural que, unos años más tarde, a través del
trabajo de dos de sus principales discípulos, Aureliano de Beruete y Jaime
Morera, sentarán las bases metodológicas para toda una generación de
paisajistas de montaña, integrantes de lo que se conocerá como Escuela de
Madrid, tan vinculada a la sierra de Guadarrama. Paisajistas de la categoría de A. Muñoz
Degrain, Juan Espina, Darío de Regoyos o el mismo Joaquín Sorolla subieron en
repetidas ocasiones a la sierra –lienzo y caballete portátil al hombro- para
practicar la pintura “au plein air” y
ofrecer una visión moderna de la montaña desde la montaña. Ejercicio que habría
que enmarcar dentro de una corriente cultural de carácter más inclusivo –el
espíritu guadarramista- que abarcaba no solo la pintura sino también ámbitos tan
diversos como la ciencia, la literatura, la filosofía y hasta el montañismo. Así,
podría decirse que la generación de pintores guadarramistas alpiniza esta
sierra madrileña al considerarla como paraje agreste de roca y nevero,
acercándola claramente al modelo artístico de los Alpes y sus nevadas cumbres
que tanto juego dio a la rama más dinámica e innovadora de la pintura
centroeuropea de paisaje del siglo XIX.
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Carlos de Haes, La canal de Mancorbo, 1876 |
Y no solo ocurriría en Guadarrama. Sorolla,
sin ir más lejos, plasmó sus impresiones de Sierra Nevada y lo hizo en
repetidas ocasiones, entre 1909 y 1917. Pintadas la mayoría desde los Adarves,
dentro del recinto de la Alhambra, son visiones algo lejanas de la sierra, como
era habitual tratarla en aquella época: desde la distancia. Almudena Hernández
de la Torre, en su estudio sobre Sorolla y la sierra granadina,[11]
nos recuerda que Sierra Nevada fue un lugar frecuentado por distintos pintores,
desde Doré hasta contemporáneos de Sorolla como los ya mencionados Beruete,
Regoyos o Muñoz Degrain y que en todos ellos causó profunda impresión.
Para I.S.M. Sierra Nevada, precisamente,
se erige como su telón de fondo vital; una presencia tutelar, fija y mudable a
la vez, que en su persistente cotidianidad logra fijarse como teatro, como patrón o modelo de su
particular y potente imaginario alpino. Y no significa esto necesariamente que
sean las altas cumbres de la penibética granadina las que aparezcan reflejadas
en sus lienzos. Sierra Nevada no es sino base y razón para el despliegue de una
naturaleza trascendida, ampliada, simplificada y, en suma, despojada de todo elemento
insignificante. Así, esta última
individual de la artista adquiere también una cierta condición de epítome –ya
apuntada, por lo demás, en el connotativo título Breviario de la montaña, tan abierto de resonancias- pues como breviario o compendio de lo que para la
autora significa el mundo de la montaña ha sido concebida. Un mundo simbólico
–Irene no es pintora del natural sino de conceptos- donde la pequeñez y
fragilidad del hombre quedan subrayadas por la magnitud sobrecogedora y olímpica
indiferencia de una naturaleza que se nos presenta como territorio indómito e
inabordable.
A diferencia de las pinturas de
tradición romántica y realista, inclinada la primera a una cierta proyección
del yo subjetivo en el paisaje representado e interesada la segunda en la
captación objetiva de un espacio y un tiempo concretos –y ambas, seducidas a
menudo por el encanto superficial de un inevitable costumbrismo-, el paisajismo
de nuestra pintora es de naturaleza bien distinta y obedece a otros propósitos.
Para empezar, habría que dejar bien claro que I.S.M. no es una pintora
topográfica, no está interesada como artista en la mera descripción física de
un accidente geográfico por muy pintoresco o singular que pueda parecer al ojo.
Quizá por eso no necesita pisar la tierra que pinta y la elección de la
fotografía como arranque creativo sea, en cambio, un instrumento tanto o más
adecuado. De este modo consigue que sea indiferente que la inspiración provenga
del visionado fotográfico de una cordillera de los andes chilenos o de una
hendidura de roca de las Montañas Azules de Australia, por poner por caso. Ya
hemos dicho de ella que es pintora de conceptos y símbolos antes que de excursiones
y experiencias in situ. Como gran
paisajista de inventiva que es, su afán no se concentra en la reproducción de
los hechos materiales sino más bien en la expresión de una verdad más profunda,
íntimamente ligada al concepto de misterio y cercana al sentimiento numinoso. Su
visión de la naturaleza apela, al mismo tiempo, a la razón y al sentimiento y
aspira a transcribir una emoción, a veces insondable. “Reproducimos lo que
amamos: la emoción es una de las primeras causas que determinan a un pintor a
hacer una obra” decía Hodler[12].
En los parajes alpestres de I.S.M. se adivina una inclinación –una devoción,
diría yo- por el carácter inmutable de la naturaleza y su condición de enigma
frente a lo transitorio y efímero que distingue a la condición humana. Así
deberían entenderse, en mi opinión, los contados signos antrópicos que en su
paisajismo aparecen.
Descartados los personajes -que solo
consiguen debilitar la hondura del efecto emocional- la magnificencia del
paisajismo montuoso de Sánchez Moreno se ve confrontada con la ocasional
aparición de la cabaña o la tienda de campaña –huellas inequívocas de la
presencia humana- que añaden, si cabe, aun mayor dramatismo a la composición.
Refugios frágiles, a todas luces incapaces de proteger del rigor del viento
helado o de la violenta sacudida de un alud o de un volcán. Metonimias, en fin,
de la pequeñez y extrema vulnerabilidad del hombre frente a la grandeza y
aterradora magnitud de la montaña. Huellas efímeras del paso del hombre por
entre la inmensidad de un territorio absolutamente ajeno a su suerte y sus
afanes. El carácter inmutable de la naturaleza queda así eficazmente
confrontado al carácter transitorio de lo humano. Llegados a este punto se hace
inevitable tratar la controvertida y un tanto enojosa cuestión de lo sublime. Al
menos, en forma de breve apunte[13].
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Irene Sánchez Moreno, Combate, 2018 |
Nos recordaba Ruskin que el sentimiento
de lo sublime depende del sujeto que lo siente y no del objeto que lo contiene.
Y puntualizaba su afirmación añadiendo que “en un paisaje no hay nada que
comprender, se nos presenta vacío de razón”.[14]
Es la piadosa o estremecida mirada del artista la que puede trocar el valle
nevado, el pico en lontananza o la oscura roca vertical en demiurgos o
espíritus activos, otorgándoles una dimensión trascendente y cargándolos de
significado. Pero esto que Ruskin llamó “falacia patética” no tiene por qué
estar, en sentido estricto, relacionado con lo sublime. Si bien es cierto que
la visión de una montaña sugiere de inmediato una suerte de exaltación,
probablemente por su dimensión heroica y enigmático origen, no necesariamente
entraña un efecto destructivo o tan siquiera desestabilizador en el ánimo de quien
la ve. Lo sublime –dice Longino- “sugiere el terror”[15]
y aunque él circunscribió el concepto dentro del exclusivo ámbito de la crítica
literaria, de sus palabras se deduce que lo sublime podría identificarse con el
puro caos y la furia por destruir el orden que impone la belleza. Tendremos que
esperar hasta el siglo XVIII para volver a ver circular el concepto entre
nosotros, primero en Gran Bretaña y algo más tarde en Alemania. Burke publica
su Indagación filosófica… (nota 12)
en 1756 y pese a coincidir el libro con la era de la Ilustración más bien
parece presagiar la llegada del Romanticismo pues fue entonces cuando lo
sublime comenzó a rivalizar con el concepto de lo bello. En resumen, lo que
Burke hizo fue clarificar la dicotomía entre lo sublime y lo bello. Para él la
clave vuelve a estar en la impresión de terror. “El terror es (…) el principio
dominante de lo sublime” afirma.[16]
Si la belleza está, por decirlo de algún modo, dentro de la zona emocionalmente
cómoda, lo sublime, en cambio, se encuentra siempre fuera de dicha zona,
amenazando nuestra seguridad. En el estudio de Burke una de las causas de
terror es el enfrentamiento a la inmensidad y a todo aquello que escapa, por
exceso, de la escala humana. Y no hablamos solo de un problema de tamaño sino
asimismo de discernimiento y perceptibilidad. “La infinitud tiende a llenar la
mente con esa suerte de delicioso horror que es el signo más genuino y la
verdadera prueba de lo sublime”[17]
o “la grandeza de dimensión actúa como poderosa causa de lo sublime”[18]
son afirmaciones que vuelven a confirmarnos que para Burke lo sublime es algo
así como estar solo y aterrado en un lugar inmenso, desconocido y silencioso.
Para Kant, sin embargo, lo sublime es
otra cosa. En sus célebres Observaciones
(nota 12) pero sobre todo en el segundo
libro de la primera parte de su Crítica
del Juicio (1790) el filósofo alemán parece querer desactivar el terror por
el procedimiento de ampliar el significado de sublimidad. Es él quien
desplazará el fundamento de lo sublime a la subjetividad, que luego repetirá
Ruskin. No es, por tanto, de extrañar que como sentimiento al que se accede, lo
sublime pueda ser originado, para Kant, por cualquier tipo de experiencia y ya
no necesariamente por la visión de una cumbre montañosa o una brecha
precipitándose en el vacío. En el fondo, se trata de ¿qué hacer con la razón?
En los acotados límites de ésta no hay cabida para el carácter ignoto de lo
sublime. Lo sublime, tal y como lo entendían Longino y el propio Burke, hace
imposible el razonamiento porque todo razonamiento implica unos límites y lo
sublime, por definición, no conoce la existencia de límite alguno.
Vistas así las cosas, creemos que el
paisajismo de alta montaña que practica I.S.M. más que en el ámbito de lo
sublime habría que situarlo en el entorno de lo emocional, sostenido por una
reflexiva subjetividad rayana en ocasiones con la frontera de lo espiritual. No
hay impresión de terror ni exposición temeraria a lo infinito en sus paisajes
alpinos pero sí, en cambio, un asombro casi fascinado ante una realidad que nos
supera y nos invita a meditar sobre lo que hemos perdido. La naturaleza áspera
y agreste de sus cuadros encierra una lección: ante ella no somos más que
brizna al viento, un guijarro arrastrado por las aguas del deshielo, una
endeble tienda de campaña en una noche de tormenta. En todo caso, palpita un profundo
sentimiento de respeto por la naturaleza aun intocada a causa, quizá, de la
distancia abrumadora que media entre la montaña y las aspiraciones humanas,
entre la imperturbabilidad silente de la roca y la fragorosa y tantas veces
inútil actividad del hombre en el mundo.
Hay algo numinoso en estos cuadros. Pintados
como en arrebato, en certeras pinceladas expresivas, con la fuerza y la premura
de la emoción primera, con tan solo unos pocos colores necesarios –azules de
Prusia y ultramar, rojo, amarillo, algún ocre, además de negros y blancos- y el
juste aporte de materia, logran transportarnos a una región de escarpes,
montañas, simas y cavernas, muy lejos del mundo conocido, a una región donde el
silencio y el vacío –dos de los principales medios de expresión de lo numinoso[19]-
se concilian para alejar nuestra conciencia del aquí y el ahora. Porque de eso
se trata. I.S.M. practica en sus cuadros un ejercicio espiritual de extraversión.
Breviario de la montaña no es un
título inocente y como un libro de rezos, en efecto, deberíamos intentar leer
también esta exposición. Uno a uno, estos paisajes de altos silencios y hondos
vacíos, exigentes y propensos al sacrificio y el extravío, nos enfrentan
paradójicamente a nuestra propia soledad. Al fin y al cabo la montaña es un
mundo sin habitantes, el mundo ideal para olvidarse de uno mismo. Contemplar
montañas -¡cuánto más pintarlas!- es, en la práctica, olvidarse de sí mismo.
Como nos recuerda François Cheng en su libro Vacío y plenitud[20] “quien alcanza su virtud originaria se
identifica (…) con el vacío”. En la cumbre de una montaña nada hay excepto
soledad y vacío pero alcanzarla entraña una suerte de interiorización plena. Ese
encuentro con la soledad y el vacío (exteriores e interiores) nos conduce al
desprendimiento de todo lo accesorio, de todo aquello que ni nos socorre ni nos
refuerza. Cuando Petrarca alcanzó la cima del Monte Ventoso (Mont Ventoux) nos cuenta que abrió el
ejemplar de las Confesiones de San
Agustín que llevaba consigo y leyó al azar un párrafo (precisamente la cita
inaugural de este texto)[21];
su lectura le aborrascó el ánimo, hasta entonces ligero, y no volvió a decir
palabra en muchas horas. San Agustín desaprobaba la contemplación de las
montañas por ser causa de distracción espiritual y recordaba que es únicamente
en el interior del hombre donde habita la verdad. No sabemos si San Agustín
subió en su vida alguna montaña o si acostumbraba a deleitarse en la
contemplación de las mismas –aunque por lo leído no parece que estuviera entre
sus principales aficiones- pero estamos convencidos de que Petrarca se equivocó
de autor y libro en su ascensión.
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Irene S. Moreno, Mural, obra específica, 2018 |
Todos los que alguna vez hemos vivido
la radical experiencia de estar solos en la inmensidad de una montaña sabemos
que de ella se regresa con la conciencia más clara de nuestros propios límites.
No hay nada mejor para conocerse de veras que medirse con lo desconocido. Arriba,
en la cima, si el viento es favorable y llevas fino el oído, a veces se escucha
el “divinum silentium”, que tantas
cosas explica. Irene parece haberlo oído.
Francisco L. González-Camaño
[14] Ruskin,
John, Los Pintores Modernos. El Paisaje,
Valencia, Prometeo, 1913, p. 8.
[15] Demetrio,
Sobre el estilo; Longino, Sobre lo sublime, Madrid, Gredos, 1996,
p. 163.
[16]
Burke, Edmund, Indagación filosófica
sobre el origen de nuestras ideas de lo Sublime y de lo Bello, Madrid,
Tecnos, 1997, p. 48.
[17] Burke,
E., op. cit., 1997, p. 54.
[18] Burke,
E., op. cit., 1997, p. 53.
[19]
Para la correcta comprensión del concepto de lo numinoso remito al lector al
célebre libro de Rudolf Otto Lo Santo. Lo
racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid, Alianza Editorial,
1980.
[20] Cheng,
F., Vacío y plenitud, Madrid,
Siruela, 2010.
[21] Petrarca,
F., Subida al Monte Ventoso, Palma de
Mallorca, José J. de Olañeta editor, 2011.
[11]
Hernández de la Torre, A., Sorolla y
Sierra Nevada, folleto publicado con ocasión de su conferencia en el Museo
Sorolla, Madrid, 2011.
[12] Hodler,
Ferdinand, La misión del artista, Palma
de Mallorca, José J. de Olañeta editor, 2009, p. 9.
[13]
Remito al lector interesado a las dos obras clásicas en este sentido: Indagación filosófica sobre el origen de
nuestras ideas de lo Sublime y de lo Bello de Edmund Burke, publicada en
1756 y Observaciones sobre el sentimiento
de lo Bello y lo Sublime de Kant, 1764. Sin embargo, la primera obra de la
cultura occidental sobre este tema es el célebre tratado Sobre lo sublime del Pseudo-Longino, hacia el siglo I d. C., del
que hay edición castellana en la editorial Gredos, Madrid, 1996. Para una relectura
de lo sublime desde una óptica contemporánea quizá el libro más interesante sea
el de Jeremy Gilbert-Rolfe, Beauty and
the Contemporary Sublime, Allworth Press, New York, 1999.
[7]
Leviatán o la materia, forma y poder de
una república eclesiástica y civil, popularmente conocida como Leviatán, es la obra más representativa
de Hobbes. Con tal título hace referencia al temible monstruo bíblico para
explicar y justificar la existencia de un estado absolutista que somete y
oprime a sus ciudadanos.
[8]
De la cita de Byron se hace eco Julio López en su obra La música de la modernidad: de Beethoven a Xenakis, editada por
Antrophos en 1984, p. 42.
[9]
No es esta la ocasión para detenernos en la interesantísima obra de este pintor
del que ya hablara Füssli, pero aun así creemos necesario destacar su ciclo de
pinturas de 1773 a 1779, resultado de sus sucesivas incursiones en los Alpes,
que representa un punto de inflexión en la historia de la pintura de paisaje
alpino del siglo XVIII.
[10]
Corriente estética y cultural alemana de finales del siglo XVIII que al
oponerse a los principios racionalistas de la Ilustración anunció la llegada
del Romanticismo. Entre los promotores de este movimiento destacan Herder y,
sobre todo, su discípulo Goethe.
[5]
Cozens, Alexander, A new method of
assisting the invention in drawing original compositions of landscape (1785), ed.
facsímil, London, Paddington Press, 1977.
[6]
Sobre el método de Cozens y su influencia en la escuela del Doctor Thomas Munro
recomendamos la lectura del texto de Werner Hofmann Las partes y el todo incluido en el catálogo de la exposición La abstracción
del paisaje. Del romanticismo nórdico al expresionismo abstracto que la
Fundación Juan March organizó en su sede madrileña en 2007.
[1]
Byron, George Gordon, The prisoner of
Chillon and other poems, London, J Murray printed, 1816. El poema, escrito
en primera persona como monólogo del sacerdote François Bonivard, nos relata las
experiencias de encarcelado que este religioso sufrió durante 6 años en el
castillo de Chillon por haberse atrevido a expresar sus ideales democráticos
enraizados en su fe religiosa. Byron lo escribió después de haber visitado
junto a su amigo Shelley el cantón suizo de Ginebra.
[2]
Recuérdense, en este sentido, dos obras seminales como son La Julie ou la Nouvelle Héloïse de Jean-Jacques Rousseau (1761),
una de las cumbres de la novelística sentimental dieciochesca que aúna la
pasión amorosa de los dos amantes, y su inevitable lucha con la razón, con una
intensa comunión espiritual con la naturaleza, representada por la imponente visión de los Alpes suizos y, por
otra parte, el libro de Alexander von Humboldt, Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos
indígenas de América (1810), continuación de sus Cuadros de la
Naturaleza, publicado dos años antes. Verdaderos manifiestos paisajísticos
en los que las montañas empiezan a cobrar una fuerte y distintiva personalidad.
En el caso de Humboldt, el viaje a la América española que lleva a cabo junto
al botánico francés Aimé Bonpland (1799-1804) fue definitivo tanto para sus
estudios como para su filosofía del paisaje.
[3]
Shelley, en el prólogo a su libro La
rebelión del Islam (1817), analizó con gran agudeza algunas de las causas
que produjeron en el ánimo de la intelectualidad británica una fuerte decepción
con respecto al entusiasmo inicial con los que fueron recibidos los cambios
originados por las revoluciones industrial y francesa. Acerca de los años que
siguieron a ambas llega a decir: “Paréceme que aquellos que ahora viven han
sobrevivido a una era de desesperación.”
[4]
Son, en este sentido, canónicos los lunetos de la capilla Aldobrandini y,
especialmente, el dedicado a la huída a Egipto (1602-1604), de mano exclusiva
de Annibale Carracci. En los cinco restantes participaron pintores de su taller
(la famosa Accademia degli Incamminati)
como Francesco Albani, Giovanni Lanfranco o Sisto Badalocchio.
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