lunes, 2 de marzo de 2020

El jardín medieval del Maestro del Alto Rin






Pequeño Jardín Medieval. Maestro del Alto Rin, c 1415






Cuando hablamos de arte medieval no conviene olvidar que lo perdido es abrumadoramente más extenso que lo preservado y aun esto, por desgracia, mucho menos abundante que lo conocido. Sucesivas e innumerables destrucciones han ido asolando un patrimonio que, a buen seguro, convierte lo que resta en una mínima parte de lo que en su día hubo de existir. Destrucciones, en unos casos, fortuitas, pero las más de las veces provocadas por el impulso destructor del hombre. Si a ello añadimos la deprimente falta de documentación y la anonimia que afecta a más del 90% de los artistas románicos y a una parte no muy inferior de los góticos, el panorama final se asemeja mucho a un ruinoso jeroglífico sin esperanza de resolución.
Por no abrumar con demasiados detalles solo recordaremos que más de la mitad de la obra de un artista de la talla de Roger van der Weyden ha sido pasto del infortunio sin apenas memoria hoy de lo perdido; o que dos de las manifestaciones más excelentes de la pintura de la Baja Edad Media en Occidente como son el Díptico de Wilton (c. 1395) de la National Gallery de Londres o este Pequeño Jardín del Paraíso (c. 1410), que ahora nos ocupa, siguen condenados a la lega orfandad por falta del más mísero documento acreditativo.
Nada sabemos de su autor excepto –y no de forma concluyente- su procedencia y años en activo. Después de ímprobas investigaciones y cotejos que a menudo derivaron en inevitables querellas entre historiadores y especialistas por fijar una atribución o arriesgar incluso una identificación, tenemos que seguir refiriéndonos al autor de esta admirable obra con el desalentador título de “maestro”. Maestro del Alto Rin, por ser un poco más precisos, al menos en su área de actuación. El arte del Medievo, ya lo hemos dicho, está lleno de “maestros” sin nombre. Las investigaciones de eruditos como Carl Gebhardt o Ernst Buchner son las que más cerca han estado de desentrañar el misterio llegando incluso a arriesgar el nombre de Hans Tiefenthal. Sin embargo, tal paternidad no termina de lograr el consenso de la cauta y recelosa comunidad académica internacional. Sea como fuere, lo que no parece en entredicho es que el autor de esta tabla vivió y trabajó del 1410 al 1448 en ciudades como Basilea, Estrasburgo, Colmar o Sélestat, todas ellas conectadas por el Rin. Del mismo modo, tampoco se cuestiona su adscripción a lo que se ha dado en llamar estilo “gótico internacional”. La expresión es del historiador de arte francés Louis Courajod y por ella entendemos una inclinación por las líneas graciosas y refinadas, el movimiento elegante y una rica ornamentación dispuesta a confundir lo sacro con lo profano que se desarrolla entre finales del XIV y las primeras décadas del siglo XV. A todo ello habría que añadir el gusto por los colores puros, encarnados aquí en la elección de verdes, azules, rojos y blancos. Un estilo que, en definitiva, debe mucho a la costumbre de iluminar los salterios o libros de horas y que hay que situar dentro de un contexto cortesano, especialmente sensible al lujo y dispuesto a evadirse de una realidad a menudo desoladora. En buena parte de la pintura de estilo gótico internacional las escenas, incluso de carácter religioso, están concebidas para el placer de los sentidos y los recursos pictóricos se dirigen a la expresión de la belleza, evitando con cuidado todo detalle que pueda connotar drama o excesivo desánimo. La presencia de la Virgen María con su hijo en el jardín del Paraíso se convertirá, por tanto, en un tema perfectamente adecuado al espíritu que animaba la estética tardomedieval, como demuestra el significativo número de obras que lo aborda. El propio Maestro del Alto Rin según parece lo trató, que se sepa, en otra ocasión logrando, de nuevo, una obra maestra: la gran tabla de La Virgen de las fresas (c. 1420) del Museo de Bellas Artes de Soleura (Suiza), en la que Nuestra Señora vuelve a aparecer rodeada de flores y pájaros con corona dorada y un libro rojo entre sus manos.







El motivo del “jardín cerrado o secreto”, del mismo modo que ocurrió con “la adoración de los Reyes”, se convertirá para los artistas de la Baja Edad Media en una magnífica oportunidad de “profanizar”, gracias a las licencias que permite el arte, un tema sacro. Cuestión, esta última, que estudió con gran profundidad Johan Huizinga en su imprescindible “El otoño de la Edad Media”. Este jardín en el que vemos a la Virgen y a su hijo en compañía de seis santos aparece protegido por un muro blanco almenado, lo que nos remite no sin fundamento al tópico del “hortus conclusus”, tradicionalmente asociado a la virginidad de María. Ya el mismo origen de la expresión es religioso pues su fuente bibliográfica es nada menos que “El Cantar de los Cantares”, uno de los más bellos libros del Antiguo Testamento: “huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía, huerto cerrado, fuente sellada” dice la traducción clásica, (Cantares, 4:12). Ahora bien, si su fuente bibliográfica la encontramos en el Antiguo Testamento, su más que probable fuente artística o iconográfica la hallamos, sin embargo, en otro jardín medieval, el “Hortus Deliciarum” de Herrada de Landsberg, una monja alsaciana del siglo XII que llegó a ser madre abadesa de la abadía del monte Saint Odile en la región de los Vosgos. Este “Jardín de las delicias” (primera enciclopedia de la que se tiene noticia escrita por una mujer) se convirtió en uno de los manuscritos iluminados más célebres de su época ofreciendo, no solo a las pupilas de abadías y conventos de Centroeuropa sino también a artistas de toda condición, un precioso inventario de imágenes y significados del concepto de “paraíso terrenal”. Así, podemos decir que el jardín ideal de la Baja Edad Media se ajustaba perfectamente a la imagen del “hortus conclusus”. Por otra parte, la presencia del muro almenado era una constante iconográfica en la ilustración de los libros de horas de los siglos XIII y XIV, sobre todo en los territorios franceses y en la región de Bohemia. Un muro de trazado ideal, no ajustado a ley alguna de proporción o escala y, por tanto, no integrado en el paisaje de la escena. Su papel era de mero delimitador espacial, generador de un marco que acota y subraya el episodio narrado. En este caso, el episodio narrado no es más que una representación simbólica de la virginidad de María, como ya se ha dicho. La Virgen aparece leyendo (por el gesto de sus dedos, diríase hojeando) un códice de rojas cubiertas, que bien pudiera ser una Biblia, con la cabeza inclinada en paralelo al libro y envuelta en manto azul mientras su hijo, justo debajo de ella, parece disfrutar pulsando un salterio en compañía de santa Catalina, aunque en esto no hay acuerdo. Nos parece aquí oportuno recordar que el salterio era el instrumento de cuerda que se utilizaba tradicionalmente en la Edad Media para acompañar la liturgia de las horas. Así lo refleja, por ejemplo, una hermosa ilustración protagonizada por el rey David en el Salterio de París, códice del siglo X que guarda, como una de sus joyas, la Biblioteca Nacional de Francia. Llama también nuestra atención el discreto lugar reservado a María que, contrariamente a lo habitual, no ocupa el centro de la tabla ni siquiera su eje vertical, configurando, en cambio, un vacilante círculo con las restantes figuras femeninas a su derecha y con su propio hijo. Círculo que se inscribe dentro de un triángulo escaleno que abarcaría a las ocho figuras representadas en el jardín y del cual María sería su vértice superior. Algunos estudiosos de la obra han pretendido identificar a la mujer que recoge cerezas en el hueco de su faldón para luego trasladarlas a un gran cesto de mimbre como santa Dorotea, quizá por ser el emblema de ésta una cesta de frutas y flores y estar relacionado su martirio con la presencia de rosas y manzanas frescas en pleno invierno. No pasa desapercibida la cita al árbol bíblico de la vida –aquí como cerezo- por el movimiento serpentino de su doble tronco trenzado. Debajo de él, por último, nos encontramos con quien podría ser santa Margarita o santa Bárbara (ambas miembros del Cuarteto de Vírgenes Capitales junto a las santas antes mencionadas) que en tierras alemanas solía formar pareja con santa Catalina. Quienquiera que fuese, su labor consiste en extraer agua de una pila rectangular con un cucharón de madera sujeto a la pila por una cadena dorada. Pareciera que con tal acción quisiera dar de beber a unas libélulas que revolotean a su alrededor. Si nos fijamos con atención observamos que la pila tiene practicado en uno de sus extremos un orificio de forma rectangular por donde fluye el agua a través de una rústica canalización de madera en la que un pajarillo se ha posado con la clara intención de beber. Fuera de su tradicional ámbito religioso estas tres mujeres aparecen entregadas a labores más propias de los placeres sensuales y de la instrucción infantil. Lo sacro y lo profano conviviendo en perfecta armonía en un decorado encantador en contraste con la dura realidad del mundo.
Por lo que respecta a las tres figuras masculinas del lado izquierdo, lo primero que salta a la vista son dos cosas: la actitud meditabunda y descansada y la mayor precisión en el detalle de sus vestimentas. Su identidad, al menos en dos casos, ofrece menos dudas y también su significado. Las alas iridiscentes junto al mono oscuro a sus pies indican que el personaje que apoya su rostro en una mano no puede ser otro que el arcángel san Miguel. A su lado, también sentado, está san Jorge con el pequeño dragón que yace muerto a su espalda. El significado no parece entrañar mayores dificultades: los dos hombres derrotaron al mal y de ese modo hicieron del mundo (simbolizado en el jardín) un lugar más agradable y seguro. Sin embargo, la filiación del hombre de pie apoyado en el árbol (de nuevo un elemento decorativo ideal más, fuera de proporción) sigue ofreciendo resistencia y aun a día de hoy no hay acuerdo entre los estudiosos y especialistas. Yo, si se me permite, me inclinaría por la opción de san Bavón, santo de gran predicamento en Flandes y los territorios de Alsacia y Lorena, amante de la vida en los bosques y de los pájaros, por lo cual se le considera patrono de la cetrería. Detrás de sus piernas, picoteando en el tupido prado, se distingue un pájaro negro así como podemos ver otro en la copa del árbol sobre el que se apoya.






Resulta significativo el detalle de que mientras las mujeres actúan (incluida la Virgen), los hombres parecen meditar. Dejo la observación aquí por si alguien estuviera interesado en tirar del hilo. Entre ambos grupos, no obstante, se encuentra una mesa hexagonal de piedra blanca sobre la que se han dispuesto, a cada lado de un paño asimismo blanco que la cruza, una copa y un plato hondo con frutas en su interior y restos de otras esparcidas a su vera. Tanto si son granadas como si son manzanas el simbolismo cristiano resulta indiscutible. La mesa parece tener una doble función espacial de hiato y diptongo a la vez, al actuar tanto de linde separadora como de nexo de unión entre dos mundos: el femenino y el masculino. Además de ser soporte de los alimentos sensuales en clara connivencia con los del espíritu como pueden ser la música y la lectura del libro sagrado. Alianza de referencias profanas y sacras que hacen de este jardín un lugar ambiguo: por un lado, Jardín del Paraíso; por otro, Jardín del Amor. Jardín, por lo demás, ubérrimo, tratado al estilo mille-fleurs tan popular en los tapices y otras artes aplicadas de la Baja Edad Media. Pero aunque este tratamiento fuera un recurso “idealizante”, tanto de la flora como de la fauna no puede decirse que sean productos de la imaginación del pintor. Por el contrario, las muchas flores que aparecen florecieron en los jardines medievales: rosas, lirios, margaritas, violetas, alhelíes, claveles o peonías, todas ellas presentes e identificables en esta obra y algunas cargadas de simbolismo mariano, así como los numerosos y distintos pájaros e insectos: las ya nombradas libélulas, las mariposas, el carbonero común, el petirrojo, el martín pescador, el pinzón, el jilguero y así hasta un total de trece aves que pueblan el jardín aportando encanto y placer visual  a la escena.
Por último, recordar el pequeño formato de la obra (26,3x 33,4 cm) que nos sugiere un encargo privado como imagen devocional portátil, probablemente comisionada por una influyente y culta abadesa en la medida en que el tema mariano fue muy solicitado a finales de la Edad Media por abadías y conventos femeninos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario