Moroni, un retratista particular
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G B Moroni, El sastre, c 1570 |
Poco importa si es un sastre o un acaudalado comerciante de
tejidos el joven que nos mira. En cambio, su condición de menestral sin complejos
es, para lo que nos ocupa, mucho más significativa.
Gallardo y distinguido el personaje se nos presenta de pie
con el rostro ligeramente vuelto hacia nosotros y una mirada directa y
evaluativa que adivinamos recién levantada de los utensilios de trabajo
dispuestos sobre su mesa. Deben de irle bien los negocios pues las ropas que
luce –calzas acuchilladas de seda roja, jubón abotonado beige y puños plisados
del mismo estilo español que la gorguera- denotan una opulencia semejante a la
que acostumbran duques y cortesanos. He ahí parte de la razón de la asombrosa
novedad de este retrato: no es solo el hecho de que Moroni le dé a un supuesto
sastre la misma dignidad y el mismo noble porte que a sus más exclusivos y aristocráticos
clientes y que las veces de la espada la hagan aquí unas tijeras y las de un
histórico documento o mapa, un simple trozo de tela negra marcada con tiza. Si fuera
solo eso el retrato sería únicamente una sofisticada burla de carácter
político. En connivencia con tal propósito está el insólito hecho de que el
retrato carezca de “estilo”, muy probablemente por propia decisión de su autor.
Es marca de la casa la sorprendente neutralidad –no exenta de empatía- que el
pintor se impone con cada uno de sus retratados. Los describe con tal
naturalidad, practicando un realismo tan directo y falto de retórica o de cualquier
otro atisbo de carácter que se diría los captura (con ojo de fotógrafo sin
máquina) en su anónima mismidad. Lo que vemos es lo que hay, no queramos ir más
allá. Su estrategia es concentrar nuestra atención en el rostro y la actitud
general del sastre, en el aire que desprende, en su apostura, de ahí que el
fondo sea una elegante y nebulosa mancha agrisada con toques de verdín sin más
función que la de crear “intimidad”.
Moroni, y esto se pasa por alto a menudo, es un colorista consumado,
un maestro en el arte de las armonías cromáticas. Lo que pasa es que también
aquí es discreto: trabaja en un estrecho rango de colores (negros, grises,
marrones, verdes, siempre muy mezclados) que a veces contrasta con un color más
llamativo, en este caso el granate de las calzas, cuyo brillo se atempera por
una iluminación convenientemente parca. El resultado es de una económica
elegancia.
Con las tijeras en una mano y sujetando por la esquina una
tela con la otra el joven parece tomar nuestra medida justo en el mismo momento
en que nosotros tomamos la suya. Soy un trabajador manual, nos está diciendo,
pero en sus palabras se presiente asimismo el deseo de ocupar un lugar en el
mundo, un lugar como hombre que se ha ganado el derecho a ser retratado por un
pintor de primera. Que todos los que lo miren lo sepan.
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