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N Tournier, El Descendimiento, c 1632 |
El realismo
descarnado y crudo de Caravaggio encontró en Roma, al poco de su muerte, un
nutrido grupo de seguidores entre la variopinta comunidad de artistas, venidos
de toda Europa, que en la ciudad papal se congregó no solo para acceder
directamente al arte grecorromano sino porque en ella residía una acaudalada élite
de eclesiásticos, aristócratas e influyentes visitantes extranjeros que
competía en la demanda de obras de arte. Al amparo de sus encargos un buen
artista tenía, sin duda, más posibilidades de sobrevivir en Roma que en
cualquier otra capital europea. Nicolas Tournier fue uno de ellos. En 1616,
recién cumplidos los 25 años, se inscribe en el taller de Bartolomeo Manfredi, discípulo aventajado de Caravaggio hasta tal
punto que cuando éste se ve obligado a huir de Roma será Manfredi quien asuma
la mejor parte de la clientela del gran maestro lombardo. Junto a Simon Vouet,
Nicolas Reignet y Valentin de Boulogne, Tournier completará el cuarteto de
pintores franceses practicantes de un naturalismo de clara ascendencia
caravaggesca. Poco receptivo a las formalidades del mundo académico, prefiere
desde el principio los ambientes tabernarios y las francachelas de tintes
orgiásticos, tan del gusto romano, donde se encuentra a menudo en compañía de
otros colegas que, como él, terminarán por poner de moda un nuevo género
artístico en la pintura italiana que ya había anticipado Caravaggio y que era,
por lo demás, bastante común en la pintura nórdica: la escena tabernaria con músicos
y personajes del pueblo llano. Sin embargo, Tournier desde muy temprano sabe
desarrollar un estilo personal que lo aleja –y lo distingue- del tropel de
seguidores de Caravaggio.
Como ya observara
en 1934 Charles Sterling con motivo de la que con el tiempo se convertirá en
mítica exposición Les Peintres de la
réalitè en France au XVIIe siécle, Tournier hace gala de unas
particularidades en cuanto a concentración y dignidad psicológica de sus
figuras así como al propio tratamiento formal del claroscuro que obligan a
acercarse a su pintura con el suficiente cuidado como para no despacharlo con
la demasiado elemental adscripción al caravaggismo tan en boga en la primera
mitad del XVII en Europa.
Detengámonos un
momento en este cuadro, El descendimiento
de Cristo, del museo de los Agustinos de Toulouse y comparémoslo con la
versión que Caravaggio hace del mismo tema, su célebre Deposizione de los museos vaticanos. Lo que en el italiano es
soberbia teatralidad dramática, dinamismo coreográfico de fuerte impacto visual
y, finalmente, apelación directa a la compasión del creyente y a su inmediata
identificación con los personajes del cuadro, en Tournier pasa a ser distancia
y contención, sereno sufrimiento y absoluta indiferencia por la presencia del
creyente-espectador. Caravaggio, además de enfatizar la composición con
escorzos y aproximar algunas poses al paroxismo, corta la luz con la sombra
creando una ilusión de relieve que pretende impresionar al ojo. Sus personajes
no tienen conciencia del tiempo, son producto de la acción de un instante. En
cambio, los retratados por Tournier, en su concentrada mismidad, parecen
conscientes del alcance del tiempo, por eso, aunque todos miren el rostro
exangüe de Cristo, cada uno lo hace desde su propia e irreemplazable
individualidad. La técnica del claroscuro apenas permite pintar la suspensión
del tiempo y para hacerlo emerger en la pintura Tournier se vale del misterio
que habita en la atribulada concentración del rostro de sus figuras que
expresan, también con el gesto de sus manos, un dolor profundo y universal que
no precisa de aditamento enfático alguno. La Virgen, María Magdalena, San Juan
y San José de Arimatea sufren en calma, sin perder el decoro, ante un cuerpo
que a pesar de estar muerto no subraya las huellas del martirio. Y solo en el
detalle de esas manos que soportan el peso de una cruz que se abate, dando
profundidad espacial a la escena y renovando la iconografía del Descendimiento,
las manos del judío Nicodemo que parecen surgir de las tinieblas de la noche,
se permite el pintor el único rasgo verdaderamente conmovedor y emotivo.
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