jueves, 1 de febrero de 2018

El Descendimiento de Nicolas Tournier

N Tournier, El Descendimiento, c 1632


El realismo descarnado y crudo de Caravaggio encontró en Roma, al poco de su muerte, un nutrido grupo de seguidores entre la variopinta comunidad de artistas, venidos de toda Europa, que en la ciudad papal se congregó no solo para acceder directamente al arte grecorromano sino porque en ella residía una acaudalada élite de eclesiásticos, aristócratas e influyentes visitantes extranjeros que competía en la demanda de obras de arte. Al amparo de sus encargos un buen artista tenía, sin duda, más posibilidades de sobrevivir en Roma que en cualquier otra capital europea. Nicolas Tournier fue uno de ellos. En 1616, recién cumplidos los 25 años, se inscribe en el taller de Bartolomeo Manfredi,  discípulo aventajado de Caravaggio hasta tal punto que cuando éste se ve obligado a huir de Roma será Manfredi quien asuma la mejor parte de la clientela del gran maestro lombardo. Junto a Simon Vouet, Nicolas Reignet y Valentin de Boulogne, Tournier completará el cuarteto de pintores franceses practicantes de un naturalismo de clara ascendencia caravaggesca. Poco receptivo a las formalidades del mundo académico, prefiere desde el principio los ambientes tabernarios y las francachelas de tintes orgiásticos, tan del gusto romano, donde se encuentra a menudo en compañía de otros colegas que, como él, terminarán por poner de moda un nuevo género artístico en la pintura italiana que ya había anticipado Caravaggio y que era, por lo demás, bastante común en la pintura nórdica: la escena tabernaria con músicos y personajes del pueblo llano. Sin embargo, Tournier desde muy temprano sabe desarrollar un estilo personal que lo aleja –y lo distingue- del tropel de seguidores de Caravaggio.
Como ya observara en 1934 Charles Sterling con motivo de la que con el tiempo se convertirá en mítica exposición Les Peintres de la réalitè en France au XVIIe siécle, Tournier hace gala de unas particularidades en cuanto a concentración y dignidad psicológica de sus figuras así como al propio tratamiento formal del claroscuro que obligan a acercarse a su pintura con el suficiente cuidado como para no despacharlo con la demasiado elemental adscripción al caravaggismo tan en boga en la primera mitad del XVII en Europa.
Detengámonos un momento en este cuadro, El descendimiento de Cristo, del museo de los Agustinos de Toulouse y comparémoslo con la versión que Caravaggio hace del mismo tema, su célebre Deposizione de los museos vaticanos. Lo que en el italiano es soberbia teatralidad dramática, dinamismo coreográfico de fuerte impacto visual y, finalmente, apelación directa a la compasión del creyente y a su inmediata identificación con los personajes del cuadro, en Tournier pasa a ser distancia y contención, sereno sufrimiento y absoluta indiferencia por la presencia del creyente-espectador. Caravaggio, además de enfatizar la composición con escorzos y aproximar algunas poses al paroxismo, corta la luz con la sombra creando una ilusión de relieve que pretende impresionar al ojo. Sus personajes no tienen conciencia del tiempo, son producto de la acción de un instante. En cambio, los retratados por Tournier, en su concentrada mismidad, parecen conscientes del alcance del tiempo, por eso, aunque todos miren el rostro exangüe de Cristo, cada uno lo hace desde su propia e irreemplazable individualidad. La técnica del claroscuro apenas permite pintar la suspensión del tiempo y para hacerlo emerger en la pintura Tournier se vale del misterio que habita en la atribulada concentración del rostro de sus figuras que expresan, también con el gesto de sus manos, un dolor profundo y universal que no precisa de aditamento enfático alguno. La Virgen, María Magdalena, San Juan y San José de Arimatea sufren en calma, sin perder el decoro, ante un cuerpo que a pesar de estar muerto no subraya las huellas del martirio. Y solo en el detalle de esas manos que soportan el peso de una cruz que se abate, dando profundidad espacial a la escena y renovando la iconografía del Descendimiento, las manos del judío Nicodemo que parecen surgir de las tinieblas de la noche, se permite el pintor el único rasgo verdaderamente conmovedor y emotivo.
   


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