viernes, 5 de abril de 2013

Giacometti íntimo


Giacometti íntimo

Alberto Giacometti fue un hombre extraño, misterioso y obsesivo. Y un artista excepcionalmente dotado para extraer del interior de la herida humana emocionantes restos de belleza. Sus esculturas escuálidas y desoladas –humanidades de una extrema severidad formal- componen la colección de imágenes más fielmente simbólicas del atribulado siglo XX. Figuras, todas ellas, transidas por una especie de dolor moral y como autistas.
homme qui marche, 1960.
Creo que fue Jean Genet quien en un texto luminoso sobre el artista suizo, L´atelier d´Alberto Giacometti, dijo aquello de “los guardianes de los muertos”. Y, en efecto, toda la imaginería de Giacometti parece tener algo de funerario, un fatum fatal que emparenta a sus criaturas con el fantasma y el muerto viviente y cuya representación más consumada es L´homme qui marche de su período de madurez, cuando alcanza los sesenta, pero cuyo germen está ya en los cuerpos truncados de los primeros años treinta. Figuras que a mí siempre me han hecho recordar cierta estatuaria etrusca de carácter votivo de la que L´Ombra della Sera  (título sugerido por el poeta Gabriele D´Annunzio) es la pieza quizá más significativa.

Ombra della Sera, s. II a. C.
En todo caso, la personalidad de Giacometti nos resulta hoy casi tan fascinante como su obra. Un hombre que hizo religión de su oficio y para el que todo lo demás quedaba supeditado a la realización de su destino como artista. Un hombre para el que su familia más cercana (así su hermano Diego como, algo después, su mujer Annette Arn) cobra importancia en tanto que colaboradores necesarios de su trabajo. Y un hombre, al cabo, que jamás quiso proyectar su carrera en términos de éxito social o ascendente en el medio artístico y para el que su taller de la rue Hippolyte- Maindron fue su mejor refugio y su auténtico sancta sanctorum.
Sin embargo, a pesar de su timidez y proverbial humildad Giacometti poseía un don especial para atraer a sus semejantes, de los que cierto tipo de mujer era incapaz de sustraerse. No sabemos si Marlene Dietrich era de ese tipo de mujer pero de lo que no cabe duda alguna es de que durante algunas semanas del invierno de 1959 ambos se protegieron del frío parisino compartiendo unas veces la estrecha y modesta cama del estudio del artista y otras, una mesita del café de la rue Didot al que la actriz llegaba lo más discretamente posible para no ser reconocida. Según parece la ocasión llegó cuando, después de haberse conocido años atrás en Nueva York con motivo de una exposición del escultor en la que la protagonista de “El ángel azul” le confiesa su interés por hacerse con su escultura del perro flaco y melancólico, la actriz llega a París para actuar en el Théâtre de l´Etoile. A Giacometti, que es un cinéfilo confeso y un admirador de la diva teutona, le resulta encantador que ésta se encaprichara de su perro flaco y melancólico con el que, en el fondo, se siente tan identificado que lo considera uno de sus mejores autorretratos y en seguida la invita a visitar su destartalado taller. Por las cartas conservadas –y luego subastadas a precio de oro en Sothebys en 2010- sabemos que Giacometti no solo le abre las puertas de su casa sino que se rinde en cuerpo y alma. Y hasta tal punto que provoca los airados celos de su amante oficial, una prostituta conocida por el nombre de Carolina. Como dice su biógrafo James Lord, el artista no supo resistirse a “un ídolo, un objeto de arte, una creación visual y una persona de carne y hueso”.
Perro, 1951.

No conozco el contenido íntegro de las cartas que la Dietrich recibió – y lo lamento- pero en las memorias de ésta he encontrado una sucinta y conmovedora mención a aquellos encuentros: “Trabajaba entonces en unas estatuas de mujer tan grandes que tenía que subirse a una escalera para llegar a lo más alto. El taller era frío y desangelado. Él estaba allí, encaramado en su escalera, y yo agachada al pie, mirándole y esperando que bajara o que dijera algo. Habló. Pero lo que dijo era tan triste que me habría echado a llorar, si hubiese sabido llorar en el momento adecuado. Cuando volvió a estar a mi altura, nos abrazamos”.

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