lunes, 12 de noviembre de 2018

Monje junto al mar. Friedrich







A pesar de ser consciente de la extrema dificultad que entraña poder añadir a estas alturas algo de mediano interés a lo pensado y dicho por mentes tan penetrantes como las de Brentano, von Kleist, el barón von Ramdohr o Robert Rosenblum sobre esta imperecedera obra de Friedrich siento la necesidad de arriesgar unas breves consideraciones, aunque solo se tomen a beneficio de inventario.
Recuerdo que cuando, por fin, pude enfrentarme directamente a Monje junto al mar este verano en Berlín, liberado de la triste intermediación de la fotografía, todas mis sospechas se vieron, en efecto, confirmadas. En primer lugar, su insólito y desafiante tamaño (110x171 cm) para un cuadro tan falto de relato, tan vacío de historia solo cobra auténtica dimensión in situ. Porque si como paisaje debemos entenderlo, este cuadro desafía todas las convenciones tradicionales del género: ni sol, ni luna, ni montañas en el horizonte, ni tempestad, ni tormenta, ni una mísera barca en el mar. Solo tres irregulares franjas de color en paralelo sin que ninguna de ellas se destaque del resto sobre la planitud de la tela. Ni rastro de perspectiva ni signo alguno de distancia entre los planos.
Como espectadores sentimos el impacto de esta poderosa imagen sin efecto ilusionista alguno. Es un golpe visual sin defensa mental. Así se entiende que el propio von Kleist, en un símil fulgurante, dijera que al contemplarla “se tiene la impresión de que le hubieran cortado a uno los párpados”.
No creo que podamos ser nosotros –tan habituados a la experimentación pictórica que caracterizó el siglo XX- capaces siquiera de imaginar el terror y el asombro que este cuadro, a buen seguro, causó en el ánimo de todo aquel que se acercara a verlo en la Königliche Kunstakademie de Berlín. De total desconcierto debió de ser la impresión general pues la opción radical que adopta Friedrich en él –un monje calvo envuelto en su sayal y rebajado a categoría de minúscula criatura frente a la soberbia y magnífica indiferencia de la naturaleza como probable único tema- es de una temeraria y precoz modernidad.
Lo que Friedrich vuelve a hacer en esta obra es ejercer su proverbial capacidad –casi como un mago- de hacernos ver a través de sus personajes vueltos de espalda aquello que de hecho no se puede ver, sencillamente porque lo que el pintor quiere enseñarnos no está fuera sino dentro de nosotros.

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