A pesar de ser consciente de la extrema dificultad que
entraña poder añadir a estas alturas algo de mediano interés a lo pensado y
dicho por mentes tan penetrantes como las de Brentano, von Kleist, el barón von
Ramdohr o Robert Rosenblum sobre esta imperecedera obra de Friedrich siento la
necesidad de arriesgar unas breves consideraciones, aunque solo se tomen a
beneficio de inventario.
Recuerdo que cuando, por fin, pude enfrentarme directamente a
Monje junto al mar este verano en
Berlín, liberado de la triste intermediación de la fotografía, todas mis
sospechas se vieron, en efecto, confirmadas. En primer lugar, su insólito y
desafiante tamaño (110x171 cm) para un cuadro tan falto de relato, tan vacío de
historia solo cobra auténtica dimensión in
situ. Porque si como paisaje debemos entenderlo, este cuadro desafía todas
las convenciones tradicionales del género: ni sol, ni luna, ni montañas en el
horizonte, ni tempestad, ni tormenta, ni una mísera barca en el mar. Solo tres
irregulares franjas de color en paralelo sin que ninguna de ellas se destaque
del resto sobre la planitud de la tela. Ni rastro de perspectiva ni signo
alguno de distancia entre los planos.
Como espectadores sentimos el impacto de esta poderosa imagen
sin efecto ilusionista alguno. Es un golpe visual sin defensa mental. Así se
entiende que el propio von Kleist, en un símil fulgurante, dijera que al
contemplarla “se tiene la impresión de que le hubieran cortado a uno los
párpados”.
No creo que podamos ser nosotros –tan habituados a la
experimentación pictórica que caracterizó el siglo XX- capaces siquiera de
imaginar el terror y el asombro que este cuadro, a buen seguro, causó en el
ánimo de todo aquel que se acercara a verlo en la Königliche Kunstakademie de Berlín. De total desconcierto debió de
ser la impresión general pues la opción radical que adopta Friedrich en él –un
monje calvo envuelto en su sayal y rebajado a categoría de minúscula criatura
frente a la soberbia y magnífica indiferencia de la naturaleza como probable
único tema- es de una temeraria y precoz modernidad.
Lo que Friedrich vuelve a hacer en esta obra es ejercer su
proverbial capacidad –casi como un mago- de hacernos ver a través de sus
personajes vueltos de espalda aquello que de hecho no se puede ver,
sencillamente porque lo que el pintor quiere enseñarnos no está fuera sino dentro de nosotros.
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