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Gran loma en otoño |
El célebre adagio Natura Artis Magistra (la naturaleza es la maestra del arte) puede resultar muy conveniente para ciertas especialidades del ámbito de las ciencias naturales en las que la representación objetiva del fenómeno natural es imprescindible, en cambio resulta inaplicable al paisaje como tema o motivo artísticos. “En un paisaje no hay nada que comprender, se nos presenta vacío de razón” decía Ruskin en uno de sus textos más conocidos1.
El paisaje, está claro, no es la naturaleza sino, en todo caso, la elaboración personal de un artista a partir de lo que ve y siente después de haber contemplado un cierto lugar en la naturaleza o la imagen de ese o cualquier otro lugar. En la pintura de paisaje el artista, en realidad, accede a la naturaleza gracias a una operación estética. Es más, podríamos decir que el paisaje alcanza la plenitud de su sentido únicamente por medio de esa re-creación artística o estética. Hemos aprendido, por tanto, a ver conscientemente el paisaje a través de la mirada del artista. Y es muy probable que, en términos históricos, esta relativamente nueva manera de experimentar el paisaje haya acabado por articular una moderna vinculación del ser humano con la propia naturaleza que, al menos, desde los primeros albores del Romanticismo podrá ser vista como una entidad anímica o emocional, a veces de resonancias épicas o sublimes (recuérdense los paisajes de Friedrich o de Frederic E. Church) y en otras ocasiones como una escenificación del deseo o la nostalgia (Arnold Böcklin, Degouve de Nuncques o nuestros Anglada Camarasa o Modest Urgell).
Pero hay otra manera de ver el paisaje, una manera, digamos, mucho más mediterránea que en Andalucía y en el levante español cuajará con unos rasgos muy característicos. Paisajes de naturaleza calma, de luz clara, casi analítica, de grandes espacios vacíos y composición armónica, paisajes poco enfáticos, que no buscan el patetismo o el drama, si acaso una discreta ligazón con el misterio simple de las cosas. Paisajes en los que el artista trata de articular una respuesta emotiva de baja intensidad capaz de maridar la precisión óptica con la sensación de vaguedad ambiental. Una visión idiosincrásica de afrontar el género que aquí, en la Baja Andalucía y, en general, en la Andalucía marítima una destacada pluralidad de pintores ha mantenido viva y en permanente renovación desde algunos pioneros como Emilio Ocón, Sánchez Perrier o José Lafita hasta destacadas figuras de nuestro tiempo del nivel de Joaquín Sáenz, Carmen Laffón, Félix de Cárdenas, Carmen Bustamante o Daniel Bilbao. Pues bien, Rocío Cano pertenece con toda justicia a esta tradición de paisajistas andaluces que, desde presupuestos estrictamente contemporáneos, sigue actualizando el paisajismo y haciendo de él un motivo artístico ineludible más allá de las modas y las tendencias pasajeras. Junto a compañeros de generación como Eduardo Millán o Jorge Gallego, entre otros, R C practica un realismo desacomplejado y versátil, de impecable factura y tan adecuado para las amplias panorámicas como para los pequeños formatos en ajustados encuadres. Es la suya una pintura de fuerte base compositiva, donde el dibujo previo cobra una papel muy destacado como planificador de un cierto orden geometrizante y la utilización del color, siempre medida y matizada, queda supeditada al resultado del juego de pesos y contrapesos de los volúmenes que se despliegan por la propia superficie de la obra. Y con esas armas se acerca a un género sin fecha prevista de caducidad. Son los suyos unos paisajes huérfanos de presencia humana pero en los que la huella del hombre queda rubricada en forma unas veces de cultivo (viñas y cepas de la campiña jerezana o esteros de la bahía de Cádiz) y otras, por medio de edificaciones aisladas o vistas urbanas de carácter más panorámico (casas y naves salineras, molinos de río o caseríos de Conil, Cádiz o la misma Sevilla).
Ya lo hemos dicho: el paisaje no existe sin alguien que lo mire o, al menos, que lo pueda imaginar. No así la Naturaleza, que es autónoma y existe independientemente del afán y la voluntad humanas. Berkeley lo sentenció en una suerte de aforismo concluyente: Esse es percipi o, lo que es lo mismo, ser es ser percibido. El paisaje es, así, otro fenómeno de la conciencia y hay tantos paisajes como maneras de percibirlos. Un poco más arriba apuntamos ya las principales líneas de actuación de R C a la hora de enfrentarse a la pintura de paisaje. El modo, en cambio, en que ella lo percibe, lo interioriza y lo hace suyo en el lienzo o en el papel lo podemos deducir a la vista de los cuadros, acuarelas, dibujos y apuntes que en esta exposición nos acompañan y que cubren un significativo periodo de su, digamos, recién estrenada madurez artística (2017-2025).
Lo primero que llama nuestra atención es la cercanía emocional entre la artista y su motivo. Pareciera que solo pintara aquello que en verdad le concierne. Lugares que de tanto frecuentarlos se han hecho paisajes amigos, viejos conocidos a los que gusta, de vez en cuando, volver a visitar: la campiña de su ciudad, las playas del verano, la capital donde estudió y se formó como artista, el parque natural donde se siente libre, sola y, sin embargo, unida a una naturaleza cuya presencia la estremece. Lo que vemos cobra, de este modo, la peculiar dimensión de un diario íntimo en el que la artista va incorporando imágenes que son el correlato de auténticas experiencias vividas. Es la sensación que un lugar o un objeto le producen la raíz del trabajo de R C, lo que de veras la estimula a recrear dicho lugar u objeto, a veces alla prima y otras muchas, de una manera más detenida y en el estudio. Precisamente eso que Cézanne llamaba “la petite sensation” y sin la cual se hace prácticamente imposible insuflar expresividad a la materia.
Hay un segundo aspecto que me gustaría destacar en el paisajismo de la artista y es eso que yo llamaría “la virtud de pureza”, es decir, el protagonismo absoluto del género que no precisa del auxilio de ningún otro elemento ajeno al propio paisaje. Recordemos por un momento a los llamados pintores impresionistas, casi todos ellos paisajistas par excellence, en cuyas obras, no obstante, el paisaje suele acoger actividades tales como meriendas y paseos campestres, baños en el río, regatas de verano o labores agrícolas, todas ellas de naturaleza humana. En este sentido, R C está mucho más cerca de un pintor como Joaquín Sáenz, con el que comparte asuntos y una cierta actitud estética, que con cualquiera de los pintores antes citados, padres del paisajismo moderno.
Agrupados en cuatro bloques temáticos: Campiña de Jerez, El Agua (marismas de San Fernando y riberas del Guadaira a su paso por Alcalá), Playas y Vistas Urbanas, los paisajes de R C nos recuerdan nuestro precario destino como humanos, el hecho de ser tan poca cosa frente a lo creado. No hay, pese a todo, angustia ni retórica del vacío. El presunto sentimiento de soledad o la eventual invitación a la meditación quedan compensados por la contagiosa alegría de pintar, por ese raro gozo que la pintora sabe transmitir cuando se coloca frente al motivo y lo recrea.
No quiero dejar de señalar, como tercer apunte, un detalle que a menudo pasa desapercibido en la pintura de paisaje y que en el caso de nuestra artista cobra todo su sentido: el hecho de que un paisaje es un lugar. Un lugar que al hacerse paisaje se convierte inmediatamente en interesante. Para un pintor hay lugares interesantes y lugares sin interés. Y la diferencia no depende de la importancia de los hechos acontecidos en él o de la terrenal belleza de su enclave. El artista lo elegirá por alguna secreta razón afectiva, y en el proceso de pintarlo logra desposeerlo del anonimato y salvarlo del olvido. Los lugares que elige R C son, por lo general, corrientes, discretos, incluso triviales (casas ruinosas, humedales anónimos, claros de bosque, vistas de azotea, llanuras de cepas y viñedos), desde luego en las antípodas del pintoresquismo. Sin embargo, al hacerlos paisaje, al interiorizarlos como algo que en verdad le interesa, no solo los describe sino -y esto es lo importante- los dota de emoción y significado. Es a R C a la que vemos a través de sus paisajes pues el paisaje no existe por sí mismo sino solo como emanación del artista que lo elige y lo revela. Nosotros somos el paisaje.
Por último, no quisiera dejar de ponderar la prodigiosa destreza de R C como acuarelista. Conocida es la dificultad de la técnica de la acuarela que no permite apenas corrección o arrepentimiento y que obliga al artista a trabajar deprisa en condiciones muchas veces precarias, especialmente si son del natural. Los dibujos y apuntes a la acuarela que R C presenta en esta exposición poseen tal desenvoltura y sutileza que parecen realizados para el propio deleite de la autora. Parajes de Doñana como La Rocina, el Coto del Rey y La Plantera o viñedos jerezanos que son siempre captados como al vuelo pero, a la vez, de límpida factura. Íntimos, expresivos, elegantes, hechos siempre sobre el terreno, los boscajes y celajes de pincelada barrida o al toque de R C vuelven a contagiarnos esa profunda emoción del pintor ante el descubrimiento de su motivo. El justo emplazamiento de los espacios vacíos, el uso creativo de la mancha, la mesurada utilización del color, la voluntad de sugerir más que de describir o la misma determinación en no insistir en acabar la composición dejan meridianamente claro el talento y la profunda experiencia que R C ha adquirido con los años en el ejercicio de saber expresar tantas cosas con los medios precisos, señal inequívoca de una madurez que esta exposición viene a corroborar.
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Humedal |
Francisco L González-Camaño
1Ruskin, John, Los Pintores Modernos. El paisaje, Valencia, Prometeo, 1913, p. 8
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