viernes, 17 de octubre de 2025

Joaquín Delgado en su casa.

 



Uno de los propósitos, yo diría, radicalmente nobles del arte es reconciliarnos con el mundo. Y conseguirlo no a través de la sociología, la denuncia política o las distintas filosofías al uso, sino gracias a la transmisión de placer que produce la reflexiva contemplación de la naturaleza. En estos casos es evidente que el artista no reflejará el mundo tal como es -¿y cómo es el mundo?-sino como quisiera que fuese, tal como lo imagina su anhelo de concordia o hermandad. Ni hostil ni indiferente, antes bien, pleno de significado.

Lo que Joaquín Delgado pinta no es un río evaporándose en un océano, ni un horizonte marismeño, ni tan siquiera el lento menudeo de una bajamar. Lo que J D pinta, en realidad, es el mundo que conoce, una experiencia, al cabo, vital y estética que cruza toda su vida, desde la infancia hasta su contemporánea madurez. Téngase en cuenta, a este respecto, el contexto social y las condiciones personales en que esta serie de obras fueron creadas. Al inicio de la pandemia el artista se retira a la casa familiar de La Jara, en Sanlúcar de Barrameda, y en la soledad y el silencio de esos interminables días sin afán vuelve a reencontrarse consigo mismo en medio de esa Arcadia que nunca abandonó del todo. Es entonces cuando decide empezar a pintarla, y la recobra. La visión diaria de un paisaje así, de una naturaleza en perpetuo estado de gracia, no solo es capaz de determinar un tema sino, lo que es más sustancial, un estado del espíritu. Son las suyas -y esto no debe olvidarse- imágenes del paraíso, de un paraíso abierto, cercano y en permanente movimiento por la mansa rotación de los diferentes ciclos naturales. Y todo ello el pintor ha sabido llevarlo al lienzo.

Cuando hace dos o tres años vi, en su estudio sevillano, por primera vez uno de estos cuadros en lo primero que reparé fue en la técnica. Una manera de operar que aparentemente lo emparentaba con Seurat. Sin embargo, lo que en Seurat era, sobre todo, interés por construir una nueva gramática científica de la visión, en J D se convierte más bien en una especie de desplazamiento de su propia sensibilidad. Imprime al trabajo sobre el lienzo un ritmo lento, una parsimonia creativa, muy en consonancia con su característica forma de ser y estar en el mundo. Y para ello nada más útil que esa pincelada individualizada, ordenada y analítica, que ya no está interesada en reproducir los detalles inmediatos de la naturaleza sino, por el contrario, en hacernos sentir que algo más profundo y más sólido que la apariencia emerge en nuestra consciencia.

Es el tempo, un concepto, en origen, musical el más apropiado para revelarnos el temperamento de estos paisajes sanluqueños. Paisajes de tempo lento, adagios visuales articulados con voluntad de calma, o más propiamente, de templanza. Del modo en que se recita un mantra o una letanía, la visión de las imágenes de J D nos ayudan a calmar la mente y a sintonizar con lo que quiera que llamemos espíritu. En ese sentido, trascienden el género mismo de paisaje para convertirse en auténticos emblemas del alma.

Heredero, de algún modo, del Simbolismo J D ha hecho del Guadalquivir a su paso por La Jara, cuando ya no es propiamente río sino más bien agua difusa a punto de disolución, síntesis de una melancolía vital. El asunto importa, pues no por casualidad ese concreto paisaje de estuario ha acompañado al artista a lo largo de su vida, pero aún importa más lo que de símbolo contiene: la convencida apuesta por una naturaleza inocente, sin mancha humana, plena de significado y capaz de reconciliarnos con el mundo. Y, de paso, con nosotros mismos.






                                                                                                              Francisco L. González-Camaño

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