viernes, 1 de abril de 2011

Ars Longa

No sé si desde antiguo vivir acelerado ha sido una costumbre del homo faber, pero de lo que no cabe duda es de que vivimos unos tiempos en los que el propio tiempo parece consumirse compulsivamente. Sales a la calle y ves que la gente tiene prisa. Hablas por teléfono y oyes que la gente tiene prisa. Coges el coche y sientes que la gente tiene una temeraria prisa. Prisas, muchas veces, improductivas y absurdas, como la del que espera de pie, en el pasillo, a salir del avión o como la del que pretende conocer El Prado en una visita de dos horas.
Yo puedo entender perfectamente a aquel que tiene urgencia porque va a recoger un premio millonario que le liberará del fastidioso espectáculo de la sombría y pertinaz cara de su jefe, o al otro, que confiesa que tiene una cita galante con un cuerpo joven y glorioso o, desde luego, al que corre sin resuello porque hay vidas en peligro y dependen de él. Sin embargo, se da la casualidad de que nunca me he tropezado con nadie con prisa que alegase alguna de estas circunstancias, salvo, quizá, algún bombero. Más bien he visto a muchos apremiados que andan todo el día tirándose de la manga para consultar su reloj mientras aceleran todavía más el paso sin saber exactamente los motivos de su apremio. Esos que tienen prisa por costumbre, por la misma prisa de tenerla y porque, acaso, no puedan tener otra mejor cosa. Y pienso que en muchos de ellos se da la paradoja de que cuanta más actividad parecen demostrar, menos rendimiento aportan. Y es que existe hoy, supongo que como ayer, un cierto tipo de dinamismo continuado que, en el fondo, no es otra cosa que una manera permanente de perder el tiempo. Con ser esto patéticamente ridículo, lo peor es su efecto contagioso.
Tengo comprobado que en el mundo en que vivimos el ganar tiempo se ha convertido en el ejercicio favorito de aquellos que nunca tienen tiempo para nada. Al menos, para nada de lo que realmente importa. Todas las cosas esenciales de la vida llegan lentamente y se alcanzan después de un largo esfuerzo; desde el dominio de una disciplina o instrumento hasta la sabiduría y la paz interior. La formación moral o intelectual de los hombres no se logra, cuando se logra, sino después de mucho y constante empeño. Los ciclos naturales llevan su tiempo y desde que se planta hasta que se cosecha tienen que pasar varios meses.
Pero hoy todo parece urgir. Queremos cocinar en dos minutos, llegar en dos horas y triunfar en dos días. También en el amor o en el arte. En esta inestable sociedad tecnologizada parecen imposibles los valores duraderos y los significados sostenidos. Todo queda confundido en la superficial celebración de la pluralidad de los valores, la multitud de significados y la diversidad de los propósitos cotidianos. Si a esto añadimos la manipulación que los medios de la mal llamada cultura de masas ejercen sobre nuestra vida interior no es de extrañar que, alguna vez, nos hayamos sentido empujados por esa corriente inútil de la prisa que, sin apenas darnos cuenta y por inercia, nos ha ido llevando de un lugar a otro hasta abandonarnos en el páramo desierto del vacío.

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