domingo, 4 de marzo de 2012

Metropol-Parasol, ¿para qué?

Cada vez que salgo al centro me tengo que topar con esas boinas tipo ovni de serie B que el diseñador y arquitecto tecnologizado Jürgen Mayer ha tenido a bien plantar en medio de la ciudad para cubrir un simple y municipal mercado de abastos a la espera. Me resultan tan cómicas e inoportunas, tan irritantes para el ojo, que últimamente he decidido dar un rodeo para evitarlas.
La plaza de la Encarnación de Sevilla era desde 1973 un espacio que la ciudad solo pudo utilizar como cochera de autobuses o aparcamiento en superficie. Cuando yo llegué a Sevilla ya la vi vallada y únicamente podía atravesarse circunvalando su enorme rectángulo. Luego vinieron los consabidos años de obras con sus correspondientes desvíos de presupuesto y, por fin, en el 2011 la pudimos ver incorporada a nuestro patrimonio urbano y a nuestro devenir diario. Sin embargo, cuando llego a ella sigo haciendo el mismo desvío de antes. O bien doblo a la derecha o bien, a la izquierda -dependiendo de adonde me dirija- para caminar por sus laterales porque cruzarla por su centro, pasearla, me supone un esfuerzo y una pérdida de tiempo que considero inútiles: el de subir y luego bajar sus buenos tramos de escaleras pues la plaza (por cierto, rotulada con el impropio nombre de Plaza Mayor) está concebida en altura con el fin de que sobre la rasante de la calle pueda accederse a los distintos puestos del mercado así como a otros locales aun por explotar.
Y no solo el recorrido no ha mejorado sino tampoco la sensación visual. El volumen edificado es tan aparatoso, tan desmedido y arrogante que el espacio parece encogerse, como si hubiera menguado por succión.
En realidad, cuando te paras un rato y te quedas observando el edificio no puedes sino preguntarte ¿y todo esto para qué? Ya no hablo del disparate presupuestario, más de 86 millones de euros, y no entremos en detalles... Me refiero a su función. Seis boinas futuristas levantadas en diferentes alturas que parecen cubrir como copas arbóreas una superficie vacía, desestructurada, ilegible y ediliciamente insostenible pero, eso sí, muy vistosas y espectaculares, sobre todo si se ven iluminadas en la noche.
En fin, ¿qué quieren que les diga? ¡Pura retórica de la tecnología sin cuento!
En el subsuelo, y como sosteniendo todo el tinglado con un poco de cultura antigua, el Antiquarium, un apósito arqueológico que unas veces en vitrina y otras a través del metacrilato nos viene a recordar cómo debió de ser la ciudad romana, visigoda y almohade en un totum revolutum a caballo entre el museo y el parque temático levemente etnográfico.
Lo dicho, que ya tenemos nuestro Centre Pompidou, nuestro Guggenheim, sólo que sin nada que mostrar, a la intemperie, excepto en lo alto pues allí, desde sus cubiertas, puede disfrutarse de una panorámica espléndida del muy pintoresco caserío sevillano. Sin duda, lo mejor del edificio que así queda convertido en mirador. Pero, ¿para eso tanto aparato?

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