En el acto de presentación de mi libro de Conversaciones con Guillermo Pérez Villalta se me acercó mi amigo el pintor Paco Cuadrado para pedirme que dijera unas palabras sobre el artista tarifeño a propósito de la exposición de algunas de sus obras más recientes que organizaba el Ateneo de Mairena del Aljarafe y del que él es el responsable de la sección de Arte. Como quiera que iba a ser un acto casi entre amigos y nada académico me atreví a emplear un tono coloquial y a decir estas palabras:
Hay artistas que se pasan la vida restando, probablemente en nombre de la pureza, la forma, lo absoluto o como quieran llamarlo. Mondrian es un ejemplo de lo que digo y Malevich, incluso, un ejemplo ejemplarizante, si me permiten el juego de palabras, puesto que una vez llegado al “cuadrado negro” o al “cuadrado rojo” -¡qué más da!- solo le quedó pararse a pensar, dar media vuelta y volver de nuevo a la figuración más o menos convencional. Es verdad que necesitó varios años para darse cuenta de que en lo absoluto no hay salida, pero esos son los riesgos que asumes cuando quieres ser un pionero de lo absolutamente moderno.
Hay artistas que se pasan la vida restando, probablemente en nombre de la pureza, la forma, lo absoluto o como quieran llamarlo. Mondrian es un ejemplo de lo que digo y Malevich, incluso, un ejemplo ejemplarizante, si me permiten el juego de palabras, puesto que una vez llegado al “cuadrado negro” o al “cuadrado rojo” -¡qué más da!- solo le quedó pararse a pensar, dar media vuelta y volver de nuevo a la figuración más o menos convencional. Es verdad que necesitó varios años para darse cuenta de que en lo absoluto no hay salida, pero esos son los riesgos que asumes cuando quieres ser un pionero de lo absolutamente moderno.
Hay, en
segundo lugar, otro tipo de artista que se pasa la vida sin moverse, no
arriesga y prefiere estar quietecito en un tactismo más o menos rentable, en un
cómodo repetirse porque cree haber encontrado la fórmula de lo que le funciona.
Pongamos por caso un Tapies o incluso el Gordillo ya cuajado, por ir
acercándonos más a nuestra casa. Son artistas que han optado por la producción,
que han entendido que el mercado lo que demanda es un producto altamente
elaborado y con imagen de marca y ellos se disponen a satisfacer esa demanda.
Se sienten cómodos en el status quo.
Y hay, en cambio,
otros artistas que se pasan la vida sumando, incorporando cosas que van desde
distintas técnicas y combinaciones de estilos aparentemente antitéticos hasta
la acumulación de saberes y procedimientos artísticos. GPV es uno de ellos, no
es el único pero quizá sí el más señalado de ese tipo de pintores entre los
españoles vivos. De su misma estirpe son también pintores como Richard
Hamilton, Frank Stella o David Hockney.
GPV se ha
pasado prácticamente toda su vida sumando hasta hacer de su obra una destilada
síntesis de estilos en la que caben todos los registros imaginables. Empezó
siendo un jovencito artista conceptual, en la estela de un Donald Judd o un
Carl André o incluso del primer Stella más tridimensional. Pero esa epidemia de
juventud le duró poco y todavía siendo un estudiante de la Escuela de
Arquitectura descubre la pintura pop y se arroja a sus encantadores brazos.
Aunque para ser exactos, hay que decir que siempre practicó un pop impregnado
de una cierta metafísica de clara raíz mediterránea así como sin perder de
vista nunca el impulso geométrico, que en su caso es una constante que nunca ha
abandonado.
Como ven, es
más de lo mismo: se trata de seguir sumando. Al descubrimiento temprano de la
pintura metafísica italiana –Carrá, De Chirico, más tarde Sironi- hay que unir
su querencia irrefrenable por la limpia geometría que pueden representar
movimientos centroeuropeos como De Stijl holandés o la Bauhaus germana. De aquí
su preocupación por la obra “bien construida”, “bien ordenada” que le llevará a
investigar en una figura que será clave en su obra como es Piero della
Francesca, el pintor-matemático del primer Renacimiento y probablemente el
teórico y el practicante más consumado del ilusionismo perspectivista de toda
la pintura renacentista europea.
Pero
Guillermo, que es un peregrino de infatigable curiosidad, ha seguido viajando
por la historia del arte poniendo su atención generalmente en los artistas y
movimientos que le son más afines y que curiosamente suelen ser los más
heterodoxos. Su sensibilidad siempre atenta a lo “raro” le lleva a esos
artistas que siendo grandes son, a la vez, los peor comprendidos o aceptados
precisamente por su propia singularidad o por su condición de enigma. Yo diría
que “raro” es la palabra que mejor los define. Aunque en muchas ocasiones
también podrían ser calificados de “visionarios”.
Y así, posa su
mirada en ciertos manieristas como Rosso Fiorentino o Pontormo, de una
expresividad siempre algo perversa, o en ese gran criadero de talentos para lo
ornamental que supo recoger el rico legado de la decoración pompeyana, como fue
la Escuela de Rafael, con nombres tan ilustres como Perino del Vaga o Giovanni
da Udine o el magnífico Giulio Romano. Por cierto, ¿quién habla hoy de ellos?
Y ya en la
plena madurez de su estilo GPV vuelve la vista no solo a los grandes
paisajistas del clasicismo como Claudio de Lorena o Poussin sino al tan
denostado rococó –al que ha dedicado nada menos que todo un libro “Melancólico
Rococó” que considero lectura imprescindible para entender los últimos
derroteros de su obra- donde se recrea en ese mundo galante, gentil y perdido,
colmado de alegre belleza y dulce melancolía a partes iguales, que representan
tan bien pintores como Watteau, Fragonard o el mismo Boucher que practica un
erotismo de refinadísima factura y que el siglo XX ha leído tan mal. Por no
hablar de los Nazarenos alemanes
–Overbeck y compañía- o los prerrafelitas ingleses –Rossetti, Burn Jones o
Millais-, artistas de un enorme talento que conviven en el siglo XIX con
pintores como William Blake, Füssli, Schinkel y, un poco antes, Piranesi;
gentes que han quedado en una especie de limbo asistemático y que, a su manera,
son todos visionarios.
Así, con todo
este imponente bagaje GPV va construyendo su personalísimo mundo, su universo
estético que sigue alimentándose de los sectores más figurativo y geométrico de
las Vanguardias del siglo XX: desde el constructivismo ruso al neoplasticismo
holandés de un Mondrian, un Theo van Doesburg o un Gerrit Rietveld. O de la herencia, siempre irónica, de un
Duchamp al lado de la perturbadora serenidad de la pintura metafísica italiana
de la que ya hemos dicho algo.
Y a todo ello
habría que añadir la fulgurante irrupción en los sesenta del pasado siglo de lo
popular en la alta cultura que supuso el Pop con pintores como Richard
Hamilton, Hockney o Kitaj, para terminar con las últimas aportaciones de sus
retoños más malévolos e incisivos como John Currin, Paula Rego o Eric Fischl,
todos ellos ya contemporáneos y enmarcados, de alguna manera, dentro de lo que
se ha dado en llamar, de manera harto ambigua, pintura postmoderna.
Pero todos
ellos –y esto es lo fundamental y en lo que se asemejan a GPV- posicionados
frente al proceso de abstinencia emocional del Movimiento Moderno más ortodoxo
que ha marcado fatalmente el arte de hoy. Conviene subrayar al respecto que GPV
es, antes que nada, un artista moderno que no ha hecho otra cosa en su vida
artística que sumar. Sumar información, conocimientos, experiencias, culturas
que han ido depositándose en su memoria que es, precisamente, el recurso humano
principal con el que trabaja.
Su obra, en
definitiva, viene a demostrar dos cosas: que la mirada restrictiva,
intimidatoria y un punto excluyente de gran parte del Movimiento Moderno no
acierta a comprender la enorme riqueza y diversidad de las que se nutre el
Arte, y, en segundo lugar, que desde la
figuración se pueden abrazar todos los ismos y hasta se puede llegar a ser el
más moderno de los pintores modernos. Lo que ocurre es que, paradójicamente, a
fuerza de practicar de forma tan desinhibida la modernidad GPV ha terminado por
convertirse en un clásico. Muchas gracias.
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