OSKAR
MOLL: EL IDILIO CON LO CREADO
Oskar Moll es
uno de esos maravillosos pintores fantasmas de los que las historias del arte
andan tan sobradas. No lo encontrarás en ningún manual al uso ni en ninguna
programación de exposiciones de los infinitos museos de arte moderno que
pueblan nuestro continente europeo, sin embargo hizo méritos de sobra para
estar y cuando alguien con medios e influencia repare en él todos nos daremos
cuenta del inexplicable descuido en el que su obra se ha visto obligada a
sobrevivir.
Yo lo conocí,
como tantas cosas se conocen, curioseando en otros menesteres. Andaba detrás
del hilo dejado por Matisse en la figuración europea de principios del siglo
pasado y tirando del hilo llegué a él. En una lacónica nota –no demasiado
benevolente- de un libro de Karl Ruhberg
me topé con su nombre que aparecía, a la sazón, asociado al círculo de los
discípulos alemanes de Matisse. La nota no decía nada más y, como tal, no
venía, por supuesto, acompañada de ninguna imagen en un libro, por lo demás, profusamente
ilustrado. Entonces decidí teclear su nombre en internet y así fue como, con
cierta perseverancia, logré ir descubriendo un conjunto de óleos, dibujos y
acuarelas a cual más excitante y soberbio. He de decir que tuve la suerte de
dar con una impecable página web alemana –felizmente en versión bilingüe en
inglés- que terminó por facilitarme una serie de oportunísimos datos sobre su
vida y su trayectoria artística (www.oskarmoll.info).
Bodegón con tela de Matisse, 1912 |
Lo primero que
quiero decir de Oskar Moll es que no parece del todo un pintor alemán. No sé si
necesito explicarme, pero en su pintura se hace prácticamente imposible hallar
rastro alguno de desgarro personal o drama colectivo. Tutelado primero por
Lovis Corinth en Berlín, muy pronto en su formación Moll tuvo la oportunidad de
encontrarse con Matisse en la capital francesa y, así, él y su mujer, la
escultora Margarethe Haeffner, consiguen entrar en el legendario círculo que en
torno al pintor francés se había organizado en el Café du Dôme. La relación se estrechará todavía más cuando Moll
decide matricularse en la “Académie
Matisse” que el pintor mantuvo abierta entre los años 1908-1911. Allí
desarrollará las bases de su ulterior y musical estilo (Moll era un notable
violonchelista): aguda sensibilidad para los equilibrios entre el color y la
forma y las modulaciones cromáticas y una consumada capacidad para integrar
estilos en una suerte de lenguaje polifónico que terminó por asumir, incluso,
la pincelada corta y racional de un Cézanne.
Vista desde su estudio de Breslau, 1920 |
Moll, como
Cézanne, como Matisse o Bonnard, lo que buscó fue siempre la Arcadia y
naturalmente la encontró en el Sur. En el Mediterráneo francés y, sobre todo,
italiano festejó la luz y se reconcilió con el mundo como solo los pintores
solares saben hacerlo. Sus paisajes y bodegones de los años 10 y 20 del pasado
siglo alcanzan esa síntesis feliz que lo convierte en uno de esos raros
artistas que saben bendecir la belleza del mundo sin caer jamás en el
amaneramiento o el sentimentalismo. No obstante, a partir de 1925 su estilo se
hace más estático y geométrico por influencia directa del cubismo analítico de
un Metzinger y, especialmente, por los trabajos de Fernand Léger del que su
mujer fue alumna, además de compañera del “Groupe
1940” junto a Delaunay y Gleizes.
“Gran señor de
delicada sensibilidad” como lo definió Hugo Hartung, siempre trabajó delante
del motivo hasta que la tragedia nacional del nazismo se abatió sobre su país e
hizo de él un exiliado en su propia tierra. Perdió su casa y su inestimable
colección de arte, entre la que se encontraba un exquisito ramillete de cuadros
de Matisse destruidos posteriormente en un bombardeo. A partir de entonces
empieza a pintar de memoria, enriqueciendo sus composiciones con suntuosas
telas de estampados orientales desplegadas al lado de antigüedades egipcias o
tallas africanas que recordaba de su colección privada. Oskar Moll muere en el verano de 1947 en
medio de un país arrasado. Su legado, diezmado a partes iguales por la represión
nazi y las incursiones aéreas aliadas, apenas puede disfrutarse hoy en algún
museo incluso germano, siendo las colecciones privadas y las casas de subasta,
principalmente centroeuropeas, las únicas vías factibles para poder acceder a
su obra. Una obra que sigue reivindicando, hoy con la misma oportunidad que en
su tiempo, la alegría de vivir y el placer desinteresado y, en definitiva, un
arte de equilibrios y serenidad, alejado de todo elemento perturbador u
opresivo. Un arte que exige el derecho a poder sentirse uno con lo creado.
¡Casi nada!
Vista desde la ventana, 1932 |
Bodegón, 1920 |
No hay comentarios:
Publicar un comentario