Alguna Historia del Arte Contemporáneo me he encontrado, con ínfulas de panorámica, en la que Dalí no aparecía. Ni siquiera era nombrado en el capítulo dedicado al más longevo de los ismos vanguardistas, el surrealismo. Claro que era la misma Historia que tampoco se acordaba de un pintor como Sironi al tratar del futurismo o de la llamada pintura metafísica. O que tenía a bien ignorar a Rouault al explicar los orígenes del fauvismo o el desarrollo del expresionismo europeo.
Colas a las puertas del Reina. Expo. Dalí. |
En fin, el historiador sabrá... O quizá es que sencillamente no sabe de lo que habla. Lo cierto es que Dalí sigue vivo y su obra muy vigente, como se han encargado de corroborar las 800.000 visitas del año pasado en el George Pompidou o las más de 730.000 del Reina Sofía este verano, a razón de 7000 personas por día. Y no creo que a nadie se le ocurra pensar que la mayoría de los que hemos ido a ver a Dalí estemos peor informados o tengamos menos sensibilidad artística que el público que se anima a ir a una exposición, pongamos por caso, de Philip Guston. Ni siquiera creo que eso piense el historiador de marras. ¿O quizá sí?
En cualquier caso, en lo tocante a Dalí los números no son lo más importante ni lo más interesante (aunque a veces lo parezca). Su obra y su legado, sin los cuales no puede entenderse correctamente no solo el surrealismo sino algunas de las más significativas corrientes pictóricas que llegaron después (op art, hiperrealismo y hasta una cierta deriva pop), no han dejado de ser estudiados y analizados a lo largo de estas últimas décadas desde Japón hasta Europa o los Estados Unidos. Y lo seguirá siendo porque si algo tiene Dalí es que descoloca como nadie tanto a la Academia como a la cursi y pretenciosamente llamada Institución Arte.
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