martes, 11 de septiembre de 2012

Eros Matutinus

Me gustan los libros en los que el autor hace memoria y entre confidencias, datos y reflexiones pone en pie aquello que considera más interesante de la historia de su vida. Stefan Zweig es un especialista consumado en este tipo de libros y El mundo de ayer, su personal aportación al género, lo considero ejemplo canónico de cómo pueden convivir sin estorbarse la evolución de una biografía y la recreación de una época histórica.
El libro se lee con admirable fluidez y aparenta estar escrito apenas sin esfuerzo, detalle que identifica al escritor de raza. Zweig vivió un tiempo fascinante y convulso en el que asistió en primera fila al desmoronamiento de un mundo y de sus formas de vida que fueron bruscamente modificadas y sustituidas por otras, a menudo más groseras y democráticas. Pero no en todo, los cambios fueron a peor.
En el capítulo que el escritor austriaco titula "Eros Matutinus", y que dedica a examinar el hipócrita y mojigato comportamiento de los principales agentes sociales de la Europa de principios del XX con respecto a la sexualidad, se fija en algo que de inmediato llamó mi atención y me hizo revivir situaciones de las que yo, de adolescente, tampoco conseguí librarme. Y eso que, en mi caso, ya habían pasado más de setenta años de aquellas circunstancias.
Dice Zweig que para lograr que una dama evitara llevarse a la boca la palabra "pantalones" (llevarlos puestos en ella era algo sencillamente inconcebible) debía utilizar "la denominación evasiva, expresamente inventada para la ocasión, de "los inefables"". Y todo para evitar la tentación de pensar demasiado en ellos y en aquello para lo que han sido hechos. Y, siguiendo una lógica ridícula pero perfecta, si algo no debe ser nombrado ¿qué mejor que llamarlo "inefable"? Pero no "lo inefable" (demasiado filosófico) sino, en un plural paradójico aunque muy revelador, "los inefables". En el fondo, es el summun del supuesto arte de aludir a la cosa sin nombrarla. Un arte que yo también me vi en la obligación de ejercer en mis largos y grises años de colegial y en el que, de una manera difusa pero palpable, volvía a vagar el fantasma de la sexualidad.
Rehén de los padres jesuitas desde los nueve hasta los dieciocho años, una de las primeras lecciones que aprendí con ellos fue a considerar a la lengua como un virus corruptor y, por consiguiente, a determinadas palabras como bacterias patógenas. Así, había que prevenirse de ellas no utilizándolas nunca, al menos, en público.
Si para las mujeres honestas de principios del siglo pasado "los pantalones" eran peligrosos portadores de veneno, para nosotros, púberes discentes de la escuela jesuítica, la amenaza residía en los retretes, en los servicios, en el baño. Y, por lo mismo, ninguna de estas tres palabras, ni cualquiera otra que se les aproximara, podía ser nombrada en presencia de padre jesuita alguno. En su lugar decidieron que eso se llamaría "lugares" -así, también en plural disolvente- con la esperanza, sin duda, de que al evitar ninguna connotación fisiológica nos hiciera olvidar que íbamos a ellos por una necesidad de nuestro cuerpo.

 -"Padre, ¿puedo ir a lugares?"  El eufemismo, que no dejaba de albergar cierta belleza en su ambigüedad, de tanto repetirlo dejó un día de parecernos descabellado y absurdo y estoy seguro de que con el tiempo llegó incluso a cumplir, en muchos de nosotros, su auténtica y secreta función: la de aleccionarnos a aceptar como un mal menor que el comportamiento y el discurso que sostenemos en sociedad no tiene maldita la obligación de coincidir con nuestra auténtica forma de ser.
No me extraña que Freud haya estado prohibido durante décadas en las facultades que los jesuitas regentan por el mundo, ni tampoco el temprano éxito de sus teorías en vida.

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