jueves, 1 de diciembre de 2011

Reverón entre muñecas

Si ha habido un pintor químicamente absorbido por la luz ha sido Armando Reverón. Corolario caribeño de la dilatada herencia del impresionismo, Reverón encarna, mejor que ningún otro artista del pasado siglo, el final de trayecto del viaje hacia la luz que emprendieron los pioneros del impresionismo. Digamos que la obra pictórica de Reverón representa la radicalización extrema del experimento impresionista con respecto a la luz.
Macuto fue para él lo que el mediodía francés para un Renoir o para un neoimpresionista como Bonnard, sólo que en Macuto, del estado de Vargas en Venezuela, la luz es absoluta y todo lo invade. Sus pinturas blancas sobre blanco son, por ejemplo, prácticamente infotografiables.
No me interesa, sin embargo, ahora hablar de la pintura -fascinante sin duda- de Reverón, una pintura tan contradictoria y desequilibrante como su propia personalidad, por cierto. Remito, en todo caso,  a los interesados a los trabajos que le dedicara su amigo Alfredo Boulton, editados en México y Venezuela. De lo que me gustaría hablar en este momento es de sus muñecas, que representan la otra cara de su obra.

Objetos un punto siniestros, mitad tramoya, mitad totem de linaje vudú con los que el artista parece entablar una relación algo enfermiza de la que no deberíamos descartar una posible vía de escape de caracter terapéutico. ¿Juguetes sombríos? ¿bailarinas lesionadas? ¿majas del trópico?
Cuando las vi todas juntas en las salas del MOMA, hace de esto algunos años, enseguida me acordé de Goya y, luego, de Degas. Sólo que en ellas la clave suena más, ¿cómo decirlo?, en tono expresionista o, quizá, simplemente brutal.
Muñecas de arpillera, yute, alambre, fibras sintéticas o papel prensado, pintados sus rostros con gruesos trazos de pigmentos, que ofrecen un panorama ciertamente inquietante. Reverón empezó a poblar su singular universo de El Castillete (su residencia en Macuto) de esta extraña parentela femenina a partir de sus 50 años, cuando ya se sabía un esquizofrénico incurable. Ellas compartían con su mujer, Juanita Ríos, el papel de modelo. Les diseñó los trajes y las bautizó con nombres: Nina, Josefina, Teresa, Graciela, Serafina... Y en ellas, en sus rostros y gestos de manos y pies, podemos entrever algunos sentimientos de protección a veces, de reproche, de piedad y hasta de deseo carnal.
Todas juntas forman una suerte de harem siniestro: mujeres-momia, juguetes viejos con los que ningún niño se atrevería a jugar, hembras en las que acecha, oculta, una presencia fantasmal y pérfida.
En cualquier caso, el objetivo parece logrado: una vez vistas, no hay vuelta atrás, ya no podrás desembarazarte de su recuerdo.

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