sábado, 7 de mayo de 2011

LA CALLE

La calle, aunque cada vez menos, siempre ha sido el escenario de los actores sin nombre, ese teatro donde se representan un sinfín de obras sin título conocido. Salíamos a la calle no sólo a comprar, a conocer o a mirar sino también a sumergirnos en el anonimato del mundo, a no ser nadie. Ya se sabe que dejar de ser reconocido produce una confortable sensación de libertad aun cuando implica ciertas desventajas psicológicas. 
Hoy, sin embargo, la calle ha cambiado mucho, casi exactamente lo mismo que han cambiado nuestra educación y urbanidad, palabra, esta última, bastante exótica para las nuevas generaciones que cuando la oyen la relacionan con algo parecido al crecimiento de la ciudad.
La calle, y hablo necesariamente de la calle andaluza, es cada vez más la puta calle, el espacio de aquellos a los que no quisiéramos parecernos. Un espacio incómodo y algo peligroso donde tus semejantes te embisten sin miramiento o te arrollan sin disculpa, donde los perros son arrastrados a mear y defecar sin que sus porcinos amos terminen de entender que son ellos los responsables de sus deposiciones, donde el ruido te acompaña hasta la noche y la basura se echa a cualquier hora del día, donde se escupe con desvergüenza y los veladores te dejan sin acera. La calle es hoy la prueba palmaria de un enorme fracaso colectivo, de un fracaso social del que los políticos locales, municipales, autonómicos y nacionales -básicamente analfabetos y prepotentes- son los primeros responsables. Demagogos de moral minúscula y principios pálidos que, mal que nos pese, se corresponden perfectamente con la minúscula y pálida condición de la masa.

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