Retrato de dos amigos, Giorgione, c 1504 |
Giorgione siempre ha sido una figura esquiva para los
historiadores del arte, cuanto más para los biógrafos. Fijar con exactitud
filológica su producción artística ha terminado por convertirse en motivo de
controversia casi militante entre las distintas escuelas historiográficas,
especialmente en Italia, aunque no solo. Y este doble retrato no iba a ser una
excepción. Desde muy temprano fue objeto de variadas interpretaciones y su
atribución aun hoy es una cuestión espinosa. Por no extenderme mucho diré que
durante un tiempo se creyó obra de Sebastiano del Piombo o de algún otro
aventajado discípulo de Giorgione, sin nombre conocido. El inevitable Berenson
se inclinaba, sin embargo, por Domenico Mancini; en cambio, Dossi recurre a
Francesco Torbido, afamado retratista veneciano muy ligado al estilo
giorgionesco del que, según el mismo Vasari, llegó a ser discípulo. Fue un
todavía joven Roberto Longhi quien adjudicó la responsabilidad de la obra al
maestro de Castelfranco y, más recientemente, Ballarin, que se ha ocupado de la
obra por extenso, lo ha corroborado.
Pero aunque su paternidad no encuentre consenso, lo que sí
parece fuera de toda duda es la íntima ligazón del lienzo con la vida cultural
de la Venecia de principios del siglo XVI. Alessandro Ballarin, en sucesivos
trabajos que van de 1979 a 1993, ha interpretado el significado del cuadro en
clave petrarquista y neoplatónica enmarcándolo en el refinado entorno social,
cultural y hasta espiritual que Catalina Cornaro, reina de Chipre, supo crear en
Asolo, pequeña localidad véneta cercana a Treviso que el propio Giorgione
frecuentó durante un tiempo, al igual que otros pintores y humanistas como
Lorenzo Lotto, Sebastiano del Piombo o el cardenal Pietro Bembo. Será
precisamente Bembo quien en 1505 dejará memoria literaria del ambiente de dicha
corte en su célebre tratado amoroso Gli
Asolani, (Los asolanos) ofreciéndonos, de paso y sin saberlo, ciertas
claves para descifrar la naturaleza de los dos jóvenes retratados en este
cuadro. Con motivo de la celebración del matrimonio de una de las damas de
honor de la reina chipriota y al consciente amparo del ilustre género platónico
del “diálogo”, Bembo hace hablar a distintos personajes cortesanos sobre el
amor en sus diferentes estadios. Las deducciones de Ballarin encuentran
respaldo en la presencia, sin duda simbólica, de una pequeña naranja agridulce
(el “melangolo”) en la mano izquierda
del joven del primer plano. Precisamente la misma fruta que aparece en Gli Asolani como emblema de los
sinsabores del amor en los jóvenes amantes. Téngase en cuenta la explícita
oposición gestual entre las dos figuras retratadas: atribulado y melancólico el
primero con “il melangono” en mano
(obsérvese el parentesco etimológico del término con “malinconia” o
“melancolía” en nuestro idioma), en tanto que el compañero a su espalda luce un
gesto más desenvuelto y un punto atrevido, subrayado por una intensa y
diferente iluminación que apenas deja sombras en el rostro. En este sentido, conviene
recordar que la retratística renacentista del Cinquecento, y en especial la
veneciana, estaba estrictamente codificada a fin de transmitir mensajes al
espectador informado a través de emblemas más o menos metonímicos. En el ámbito
amoroso no solo la ya mencionada naranja agridulce cobra su significado sino
también el guante en la mano o el laúd tañido (típicos de cierta retratística
galante masculina) aparecen como símbolos de promesa matrimonial y futura fidelidad
a la amada y disfrute de las delicias del amor, respectivamente.
Detalle de la naranja amarga. |
Y luego está el asunto de las dos presencias. La adopción de
una solución compositiva que incorpore dos figuras profanas en una única
superficie pictórica apareció primero en la Toscana (piénsese en la pareja de
perfil de Filippo Lippi del Metropolitan, c. 1440, o en el anciano con su nieto
de Ghirlandaio del Louvre, c. 1485) y luego, a fines de la última década del
siglo XV, también en la Serenísima. Estos (supuestos) amigos de Giorgione, de
la colección permanente del Museo Nacional del Palazzo Venezia de Roma, es uno de los primeros ejemplos que ha
logrado llegar hasta nosotros, en el bien entendido de que aceptemos la
atribución al maestro así como la fecha entorno a 1502-04, que prevalece entre
los partidarios del maestro de Castelfranco.
A primera vista –y quizá inducidos por el título, que tampoco
es autógrafo- podría parecer una suerte de meditación sobre la amistad
masculina, la representación de dos momentos o de dos estados de ánimo en el
transcurso de una relación presuntamente
homoerótica, a la que el mencionado cítrico haría alusión. Esta lectura no
debiéramos descartarla del todo pues es signo distintivo de Giorgione jugar con
distintos niveles semánticos y procurar, a menudo, el equívoco y la extrañeza
en el espectador (recuérdese, por ejemplo, su celebérrima Tempestad). Por lo
demás, la representación del sentimiento de amistad entre hombres (sin que
medie relación erótica conocida) no era un tema extraño en la retratística
italiana de principios del XVI. Sin ir más lejos, dos soberbios ejemplos, ambos
algo posteriores en el tiempo a éste que nos ocupa, el doble retrato de
Navagero y Beazzano de Rafael de la Galería Doria Pamphili, 1516, y “El regreso
de dos amigos” de Pontormo del veneciano Palazzo
Cini, 1523, dan prueba de ello. Lo que sí podríamos considerar una
verdadera innovación giorgionesca en este tipo de retrato es el alcance
específico de lo afectivo en detrimento tanto de la importancia del status
social como de la carga psicológica. En Giorgione vemos, por el contrario, que
lo medular es la captación, siempre original y polisémica, de un concreto
estado de ánimo, por lo común derivado de los distintos efectos del amor.
Se desconoce la identidad de los dos jóvenes aunque sobre el
particular hay también opiniones para todos los gustos. Ballarin –del que más
me fío- asegura que, al menos, el personaje en primer plano es Tommaso
Giustianini, de la noble familia homónima de Venecia y conspicuo integrante del
círculo de jóvenes patricios venecianos atraídos por la actividad cultural que
se desarrollaba en la vecina corte de Catalina Cornaro. Giorgione, que debió de
coincidir con él en dicho ambiente, lo retrata cuando aun era estudiante de teología y filosofía en Padua y
pasaba por tal desengaño amoroso que se vería empujado poco tiempo después a
una peregrinación a Tierra Santa de la que solo volvería para ingresar en la
Orden de la Camáldula y hacer vida monástica hasta el fin de sus días. Este
dato ayuda a situar la fecha del retrato entorno a 1504 como ya se ha dicho. El
joven estudiante, elegantemente vestido como gentilhombre, inclina la cabeza
hasta apoyarla en la palma de su mano derecha en una actitud entre ausente y
ensimismada. Su mirada lánguida y pesarosa contrasta vivamente con la del
acompañante a su espalda, que nos mira sin disimulo y sonríe casi con burla. El
joven abismado en sus cuitas amorosas porta en su mano izquierda el
esclarecedor “melangono”, como
emblema del amargo regusto del amor en clara señal de que está reflexionando
sobre la tornadiza naturaleza de dicha pasión. Es evidente que la contrapuesta
actitud del “amigo” en segundo plano manifiesta una muy distinta disposición de
ánimo con respecto al “amoris passio”.
Siempre según Ballarin que, repetimos, ha rastreado las analogías del cuadro
con la obra de Bembo “Gli Asolani”,
el joven Tommaso Giustianini sería la encarnación del Perottino del tratado
amoroso mientras que el segundo personaje representaría la malicia y la
mundanidad de Gismondo, otro de los protagonistas de la obra literaria.
Detalle del segundo personaje |
Sea como fuere, el cuadro – que pude ver detenidamente en
Roma hace apenas un mes- no parece habernos llegado en el mejor estado de
conservación posible. Y eso que lo vi después de haber sido sometido a un
severo proceso de restauración hace menos de quince años. Sucesivas
intervenciones de épocas pasadas, no todas muy profesionales, han empobrecido
visiblemente la película pictórica además de haber provocado una reducción de
los márgenes del lienzo. Este empobrecimiento es especialmente evidente en la
naranja de la que tanto hemos hablado. Su color lo vemos ahora demasiado
decaído. Esto me hizo pensar que en origen la pintura debió realizarse en tonos
mucho más brillantes, con colores intensos y vivos de los que hoy, por
desgracia, solo podemos conjeturar. A pesar de ello, en cuanto nos colocamos frente al cuadro comprobamos al instante que nos encontramos delante de una auténtica obra
maestra.
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