En lo fundamental estamos solos
y solos hemos de aprender de las experiencias elementales de la vida. Tarkovski
nos enseña en este libro, a través de reflexiones que de tan sabias y sinceras
nos dejan sin aliento, que el objetivo del arte no es sino hacer más claro el
sentido de la vida humana en esta tierra. No tanto desentrañarlo como
enfrentarse a tal interrogante sin prejuicios ni miedo.
Para Tarkovski es claro que el
arte y la ciencia son las dos maneras que tiene el hombre de empaparse del
mundo, de apropiarse simbólicamente de él. Equipara, por tanto, ciencia y arte
como instrumentos igualmente válidos del conocimiento humano. Sin embargo,
mientras que dicho conocimiento es siempre gradual, lógico y comprobable en el
ámbito de la ciencia, en el arte, en cambio, se vive como revelación y se sufre
como catarsis. Un conocimiento que el artista materializa en la creación de una
imagen que de forma independiente logra traducir lo que, de otro modo, sería
absolutamente intraducible. Es como si lo infinito e informe se viera
milagrosamente volcado en lo finito y conforme.
Bergman decía de las películas
de Tarkovski que eran como milagros (aún recuerdo con inevitable temblor la
conmoción que me supuso el visionado, por primera vez, de “Andrei Rublev”) y,
en efecto, lo son y por múltiples motivos, no solo artísticos.
Y siendo de cine de lo que más
se habla en este libro prodigioso, el apartado que más ha llamado mi atención
ha sido el que lleva por título “El arte como ansia de lo ideal”, verdadero
manifiesto artístico del cineasta ruso y lectura, pienso yo, que de ser
obligatoria en toda facultad de Bellas Artes nos ahorraría más de un disgusto
y, a buen seguro, también algún comprometido conflicto.
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