domingo, 31 de mayo de 2020

Poussin, el equilibrio


POUSSIN, EL EQULIBRIO






Apolo y Dafne, 1664. El Louvre.


Con la obra de ciertos artistas creo que se necesita mucho tiempo para alcanzar un juicio definido. Ocurre especialmente si has frecuentado desde joven ciertos cuadros que te interesaban o ejercían sobre ti una extraña seducción pero no sabías muy bien cómo explicarla. Pasan los años –a veces debe pasar más de media vida- y entonces un día empiezas a darte cuenta del verdadero valor de su belleza. Con Poussin me ha pasado eso. De joven lo admiraba, sabía delante de él que estaba ante la obra de un maestro, pero solo ha sido mucho después cuando he logrado comprender, de una forma íntima pero definitiva, por qué Poussin era un maestro. No me extraña nada que un pintor tan reflexivo y concienzudo como Cézanne sintiera profunda admiración por su obra, una admiración, dicho sea de paso, no tan generalizada entre sus compatriotas, enamorados entonces del Impresionismo aún en toda su potencia, como entre algunos destacados "connaisseurs”  ingleses y alemanes de la época. La crítica francesa, ya digo, vio en este artista poco más que a un pintor aburrido y no fue hasta el público entusiasmo de Cézanne por él que la cosa empezó a cambiar. Tildado muchas veces de “pintor intelectual” ha debido esperar hasta bien entrado el siglo XX para que se le reconociesen sus indiscutibles valores plásticos. Citaré en este sentido, sin ánimo de erudición, los canónicos estudios de Friedländer, Grautoff o Blunt, todos ellos importantes valedores de su legado.
Del mismo modo que  Cézanne se convierte en un artista clásico al saber reprimir todo impulso romántico en su obra, también en la evolución de Poussin observamos cómo de sus conocidas imágenes del amor festivo pasa, en su producción final, a practicar una meditación más desapasionada e incluso pesimista del sentimiento amoroso. El Apolo y Dafne del Louvre es, por ejemplo, una buena prueba de ello y quizá el último mensaje de Poussin a sus contemporáneos. Así, sus paisajes y escenas mitológicas finales rezuman una sabia melancolía ligada a ese obligado dominio de las pasiones y al reemplazo del ideal panteísta por una cierta resignación estoica. Y eso hoy, a mi edad, lo entiendo mucho mejor y me toca en lo hondo.
Poussin conecta el arte francés con el Alto Renacimiento y el arte de la Antigüedad en su conjunto, proporcionando el punto de partida para una tradición en la que incardinar luego tanto a un Ingres como a un Balthus. Como ellos, pinta escenas pensadas, hasta sus paisajes son imágenes vestidas de pensamiento. Creo que la voluntad de ser clásico se funda en la búsqueda del equilibrio entre la expresión y la idea, sin énfasis, sin añagazas. Lo que me gusta, lo que en verdad me emociona de Poussin es su persistente esfuerzo por alcanzar la clasicidad, ese inequívoco equilibrio emocional, en un tiempo que ya empezaba a dar señales de desvarío. No hace falta subrayar que sus pinturas fueron hechas por un artista culto, imbuido de literatura fabulosa y legendaria, antigua y moderna, para clientes inmersos asimismo en la cultura clásica. Un artista que se movió con comodidad en ese mundo de mitos que, con el progreso, se ha vuelto cada vez más oscuro para nosotros. Pero aun habiéndose perdido el contacto con el mundo imaginario del humanismo y haciéndose, por tanto, la interpretación de sus imágenes una tarea difícil para la mayoría de nosotros, lo que me sigue pareciendo emocionante –y también significativo- es que esa supuesta dificultad no interfiere en absoluto en el disfrute de la obra, en el placer de su pintura. Uno se da cuenta delante de los cuadros de Poussin –especialmente de los de su larguísimo periodo romano- de que no fue un ilustrador de mitos (ya fueran las Metamorfosis de Ovidio como Los Siete Sacramentos del Catolicismo) sino, muy al contrario, un filósofo de la pintura, por así decir. Para él la pintura parece el resultado de profundas reflexiones, unas veces motivadas por la lectura y otras, seguramente, por conversaciones con sus conocidos y colegas.
Los últimos diez años de su vida son una verdadera apoteosis. Sensible a la belleza de la naturaleza, sirviéndose del mito no como un fin sino como un medio, modulando la expresión y madurando sus ideas, realmente termina por expresar la genuina serenidad de un mundo olímpico. Y lo que pinta, entonces, ya no es la tierra que ve ni siquiera la alegórica que imagina sino lo más parecido a un jardín ideal,  posesión exclusiva de los dioses.




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